El voladero de acusaciones tiene una característica curiosa. Abundan los adjetivos arrojadizos, pero son misiles de boca a orejas sin carga que dañe. Casi todos, excepto uno, que nadie está dispuesto a recibir, pero todos a disparar: fascista. Lo lanzan a diario quienes defienden al régimen y quienes lo detestan. Tiene una carga ideológica y moral que todavía produce lesionados.No nos sacan de apuros los diccionarios ni los prontuarios porque el asunto no se resuelve en el léxico sino en su pertinencia, y ésta, en los hechos. Y la concordancia entre dicho y hecho es tal vez el más inextricable nudo de toda la modernidad. Estamos lejísimos de la confianza medieval entre nominalistas y realistas, que podían pugnar a muerte hasta demostrar que las ideas son hechos reales o meras palabras para referirse a los hechos reales. La discusión era sobre su capacidad de entender. No había periódicos. En la modernidad, no sólo está en duda el entendimiento sino la realidad misma, al grado que, como ha dicho Leszek Kolakowski, “un filósofo moderno que jamás haya experimentado el sentimiento de ser un charlatán dará muestra de tener una mentalidad tan roma que, probablemente, su obra no sea digna de lectura” (Horror metaphysicus, Tecnos).Y es que todavía Kolakowski cree en ese nudo donde se atan verdad (un acuerdo de símbolos) y realidad (un estado de cosas y hechos). Pero Richard Rorty, filósofo más reciente, de plano descarta la posibilidad de que alguien sensato pueda defender el hecho de que lo que dice “se halle más cerca de la realidad” (Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós).Y hablamos, encima, de adjetivos. El encono crece, la realidad empeora; los apologetas y los críticos siguen arrojándose avioncitos de papel con letreros hirientes, que ya no hieren al enemigo, porque terminan disparados a un desierto que nadie cree habitar. Pero hay una novela estupenda para colocar en su pertinencia el lugar del fascismo: Puertas abiertas, de Leonardo Sciascia (Tusquets).En la Italia fascista, la conseja esparcida por el poder y sus ideólogos decía que los asuntos van tan bien, que “se duerme con las puertas abiertas”, pero era “el sueño de las puertas abiertas”, porque en realidad todo mundo echaba el cerrojo en el día, y doble en la noche.Pero Sciascia la encuentra todavía peor porque no sólo se cerraban las de cada casa sino, “sobre todo, eran puertas cerradas los periódicos”. La propaganda oficialista contaminaba los medios, al grado de que los ciudadanos “sólo advertían esa puerta cerrada cuando algo sucedía delante de sus ojos, algo grave, trágico, y buscaban la noticia pero no la encontraban o bien la encontraban vergonzosamente tergiversada, ‘imposturada’ (la palabra no es correcta, lo sabemos, pero sabemos que el lector nos la perdonará si a modo de justificación le ofrecemos las definiciones que nos han movido a emplearla: ‘La falsedad se refiere directamente a las cosas, en la medida en que el concepto de la mente no corresponde a ellas; la mentira, a las palabras, en la medida en que no corresponden al alma; la impostura, a los hechos, en la medida en que las palabras, los actos y el silencio buscan engañar al otro, es decir hacerle creer lo falso en beneficio del que engaña, y con objeto de satisfacer alguna pasión innoble de éste’: definiciones que, desde luego, pertenecen a Tommaseo). En el caso que el juez estaba por abordar —un hombre había matado a tres personas en el breve lapso de unas horas— la impostura había llegado al colmo y se había transformado en algo grotesco, cómico”.Un triple asesinato, una noticia que debió chocar a todo lector del periódico, termina diluida y deslavada hasta el bagazo del olvido. Es una sinécdoque de Sciascia, que señala la parte y alude al todo, pero es una genialidad porque el conflicto ideológico, no sólo del fascismo sino de toda la modernidad, es, dijimos, la relación entre palabras y hechos. Un triple asesinato es, estadísticamente, nada. Y mucho menos lo sería en nuestra mexicana actualidad. Necear con un adjetivo solamente lleva a borrar lo sustantivo.Ahora los espacios son muchos comparados con la función pública del periódico, casi única hace cien años. Pelear por adjetivos es entregar la plaza a los fascistas: ellos pueden sobrellevar todas las calificaciones, pero se desmoronan si tienen que vérselas con las descripciones, los hechos y las puertas que han cerrado.AQ