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Editorial: El fin de una tenebrosa dinastía

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La tenebrosa dinastía de la familia Asad perdió el poder en Siria. Tras 53 años de ejercerlo de manera cada vez más brutal, bastaron 11 días para que una bien articulada ofensiva, lanzada el 27 de noviembre por rebeldes opositores, condujera al colapso del régimen y la huida del dictador Bashar al Asad a Rusia, que le concedió asilo político. Los 24 años que se mantuvo en el poder, tras heredarlo de su padre, fueron demasiados y sumergieron al país en una espiral de deterioro con terribles consecuencias para su población.

El proceso se aceleró, a sangre y fuego, con la guerra civil de 13 años desatada por la represión del régimen contra las protestas populares que brotaron durante la llamada Primavera Árabe, del 2011. El conflicto cobró decenas de miles de muertes, produjo millones de desplazados y migrantes, acentuó la pobreza y agravó la fragmentación del país en diversas zonas controladas por facciones rivales, algunas de factura radical y terrorista.

Quedó demostrado que, al cabo de los años, la dinastía, ayuna de apoyo, se había convertido en un cascarón vacío, apenas sostenido por su brutal aparato represivo y usufructuado por la familia gobernante y sus cómplices más cercanos. Cuando las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad dejaron de actuar, el desplome fue súbito.

Con su fin se abre ahora un período lleno de interrogantes y riesgos. A pesar de ellos, existen motivos de sobra para celebrar la caída de la que sin duda fue una de las tiranías más abyectas del Cercano Oriente.

El júbilo expresado por la población en las principales ciudades del país es un testimonio de cuán ansiada era la liberación. Las imágenes de sus peores prisiones, y de las miles de personas confinadas, torturadas y asesinadas en ellas, son apenas un pequeño reflejo de la maquinaria de terror. El descubrimiento de múltiples laboratorios para la producción masiva de captagon, una poderosa droga sintética que inundó la región, penetró en Europa y se convirtió en una de las principales fuentes de ingreso de la dictadura, revela su conversión en una transnacional del crimen.

A lo anterior hay que añadir la humillante derrota que deben contabilizar Irán y Rusia, principales sustentos de la dinastía. Con su colapso, perdieron un valioso aliado —mejor, vasallo— geopolítico. Aunque el nuevo gobierno que llegue a establecerse decida mantener algún tipo de relaciones, lo cierto es que difícilmente recuperará una plataforma estratégica fundamental para la proyección de su poder en la zona. Para los rusos, es el peor revés desde que se vieron forzados a abandonar Afganistán en 1989, diez años después de una desastrosa intervención militar.

Los riesgos, sin embargo, no se deben menospreciar. Para empezar, Hayat Tahrir al Sham (HTS), grupo fundamentalista islámico que encabezó la ofensiva y tomó el control en Damasco, tiene raíces terroristas. De hecho, fue filial de la temible Al Qaeda en Siria hasta el 2016. Desde entonces, liderado por Abu Mohammad al Jolani, evolucionó hacia posiciones más pragmáticas y tolerantes, sobre todo desde el punto de vista religioso. Existe la esperanza de que las mantenga, pero nada garantiza que así sea. Tampoco es seguro que el gobierno provisional que estableció llegue a incluir representantes de los distintos grupos, etnias y credos que constituyen el mosaico nacional sirio.

Dadas las diversas facciones y señores de la guerra rivales que controlan distintas regiones, y su instrumentalización por parte de gobiernos externos —entre ellos Turquía y los Emiratos Árabes Unidos—, también existe un gran riesgo de que no pueda desarrollarse ni siquiera un asomo de integración nacional. Más bien, podría acentuarse la fragmentación y, a partir de ella, un conflicto crónico altamente desestabilizador. Esto sería un caldo de cultivo más para el terrorismo, sobre todo representado por el Estado Islámico.

Durante los últimos días, Estados Unidos arreció sus bombardeos sobre los campamentos de este grupo. Israel, por su parte, además de ocupar una extensa zona fronteriza siria, destruyó gran parte de su arsenal militar para evitar, según dijo, que caiga en manos de terroristas.

A lo anterior hay que añadir la parálisis y el retroceso económicos del país tras décadas de corrupción e ineficiencia, el impacto del eventual regreso de los millones de desplazados y exiliados, y la posibilidad de que los militares desmovilizados se unan a grupos de extremistas o delincuentes.

A pesar de estos riesgos, debemos celebrar la caída del régimen. Su colapso, además de liberador, es una advertencia sobre la suerte que pueden correr otros déspotas presuntamente seguros en el poder. Lo que se impone ahora es que tanto los actores internos como externos más importantes, lejos de asumir posiciones oportunistas o intransigentes, trabajen por la estabilidad, la integración, el respeto de los derechos humanos y, ojalá, el establecimiento de un régimen democrático; si no, al menos un gobierno prudente, tolerante y responsable.




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