Los olvidados congresos locales son parte de la falsificación democrática
La incipiente democracia mexicana, por desgracia ahora moribunda, jamás pudo lograr que las legislaturas estatales funcionaran como auténticos parlamentos, como centros vivos de discusión de ideas y de políticas públicas, como verdaderas asambleas legislativas, como órganos efectivos de control de la administración pública local por las vías —al menos— de la aprobación del presupuesto y la exigente rendición de cuentas. Nunca.
Si eso no ocurrió durante los breves años de la tímida democracia mexicana, menos aún en el largo periodo previo del partido hegemónico. Fueron cinco, casi seis décadas, en las que la historia nacional no registró la presencia de un solo diputado local de oposición, literalmente, en ninguno de los congresos locales del país.
Por increíble que ahora parezca, así fue durante más de medio siglo. Hasta que, por la fórmula de los diputados de partido, primero, y después de los de representación proporcional o pluris, la oposición empezó a tener presencia en las legislaturas locales. Algo se avanzó, pero no lo suficiente. Como lo exige una verdadera democracia, con división de poderes. En el caso, en el ámbito estatal.
Es una pena decirlo, pero si algo se logró en esta materia en el pasado reciente, ahora con el lastre del obradorismo el retroceso es claro. Y patético. Los congresos locales han vuelto a ser, como en los peores tiempos del priismo, simples camarillas de confabulación al servicio incondicional del gobernador en turno o de lo que a éste le ordenen desde el centro. Y los diputados, con muy raras excepciones, sus peones de estribo.
Durante las últimas semanas, han acaparado la atención pública del país varias reformas a la Constitución impulsadas por el oficialismo. El proceso de la primera, tortuoso e incluso gangsteril, fue el de la llamada reforma del Poder Judicial. Otro correspondió al que se conoció como el de la supremacía constitucional. Y el más reciente, al de la decapitación de los organismos constitucionales autónomos.
Como se sabe, la Constitución establece un procedimiento para reformarla. Los tratadistas dicen que éste es rígido y complejo. Rígido —en oposición a lo que es flexible— porque su aprobación exige no una mayoría simple sino calificada —de las dos terceras partes— de los diputados y senadores presentes en su respectiva Cámara, cuando el dictamen que propone las reformas es sometido a discusión y aprobación.
Y complejo porque, además de las dos Cámaras del Congreso de la Unión, el procedimiento incluye también la participación de los congresos locales, y requiere la aprobación de la mayoría de éstos, es decir, de diecisiete. A este órgano complejo los tratadistas suelen llamarlo el “Constituyente Permanente”.
Bueno, pues en los tres mencionados procesos de reformas a la Constitución (uno en septiembre, otro a finales de octubre y el más reciente en noviembre), la participación de los congresos locales fue verdaderamente ignominiosa.
Unos y otros congresos locales disputándose de manera impúdica cuál sería el primero o de los primeros, en franco servilismo, en aprobar las modificaciones a la Carta Magna ordenadas desde el centro. Pasar incluso la madrugada en vela para, una vez aprobadas por las Cámaras federales, apresurarse a hacer lo propio. Sin análisis, sin reflexión, sin discusión, sin debate y a veces hasta sin dictamen, cumplir el trámite y demostrar docilidad de campeonato. En menos de doce horas, diecisiete congresos locales aprobaron tales reformas. ¿Es esto correcto?
Esta parte final del proceso —en los tres casos— ha pasado relativamente inadvertida, salvo su rastro de ignominia. Cabe preguntarse: ¿vale la pena la existencia de esas onerosas asambleas supuestamente legislativas, cuyo funcionamiento es de mera simulación? O, por el contrario, ¿han de incluirse los congresos locales en una vigorosa agenda del rescate democrático del país?
¡Feliz Navidad a todos los amables lectores!