Por mucho que un hijo recompense a sus padres, siempre habrá una deuda temblando de frío.Andrés NeumanEn la cima de la montaña hay un árbol grandioso. Alarga sus golosas ramas, un intrincado sistema circulatorio, hacia el cielo. Es allá donde revienta en flores amarillas, jubilosas. A un costado está el Hospital Centenario. El año en que lo inauguraron, todas las obras públicas del país, calles, escuelas, carreteras, se llamaron así. Tal vez también recibió ese nombre la guardería donde aquellos niños murieron quemados. Ese horror, sobre el que se acomodó otro y otro. La historia contemporánea de la estulticia. Desde la ventana del cuarto donde mi madre se repone de la anestesia, veo cómo la tarde se diluye. Cuesta abajo, el pueblo reverbera de vegetación, pero la floración del árbol que además se llama Primavera es única. No hay otro incendio igual, y puedo comprobarlo desde esta altura donde el hospital se vuelve un mirador. Esa singularidad me complace. Un orgullo de propietaria. La gente anda con ropa sin mangas y en shorts. Reina el calor brumoso de la temporada en que la lluvia y el sol caen en un solo abrazo a la tierra. No hay nombre para ese amorío, y me gusta que no exista la palabra para una conjugación tan bella. De reojo busco a mi madre para saber si está despierta. Percibo un ligero movimiento y voy hacia su cama. Lleva mis audífonos puestos, conectados al iPod. Me había pedido que le pusiera su música preferida, quería volver en sí escuchando a Pedro Infante. Canturrea pero mantiene los ojos cerrados. Tal vez aún está mareada, aún salvándose de lo que lograron desactivarle en esa cirugía mayor.Como no me gusta la silla de acompañante vuelvo a mi puesto frente al ventanal. Seguro que es bueno para los enfermos mirar ese verdor. Allá entre la abundancia vegetal algo palpita como unos labios finos pronunciando entre los arbustos y las jacarandas. ¿Qué quería decir lo de afuera? Siento que estoy a punto de descifrar un secreto de la naturaleza cuando me sobresalta la vibración de mi teléfono. Un mensaje, es de ese muchacho nuevo del trabajo. Un discípulo incómodo, orgulloso, que no quiere aprender nada de mí, pero al mismo tiempo parece desear solo estar conmigo. Cada vez que hablamos de su trabajo de fotógrafo adopta una actitud arrogante. Es talentoso, por eso no le reprocho nada, y porque me mira con ojos oscuros y dulces. El muchacho escribe para saber cómo está mi madre.Afuera el viento desliza su insondable mensaje entre las ramas altas. Se mueven las hojas, separándose, abriendo un camino.Me pregunta si necesito algo. Un mezcal, respondo.La noche ha caído llanamente. Las bancas que durante el día estaban repletas de familiares de enfermos ahora lucen desoladas. Ver todo desde la cima me da la magnánima sensación de saber algo que los demás no. No trae mezcal, pero enciende un cigarro y me da una lata de cerveza que no abro. Elegimos una de esas bancas desiertas bajo el árbol Primavera y nos sentamos. Acerca su hombro al mío. Pregunta qué comí. Mandarinas y manzanas, digo. Se ríe. No sé si me vendrá bien fumar con el estómago medio vacío, advierto. Me pasa el cigarro; mientras aspiro me vuelvo a mirar las ventanas de los cuartos del hospital. Trato de calcular cuál es el de mi madre.Ojos negros lame mi cuello como un gatito. Nunca habíamos llegado tan lejos. Mete las manos bajo mi blusa, libra el sostén. Cintilan las luces en el pueblo. Luces de fiesta. En tierras tropicales se puede pasar el invierno bajo un portentoso árbol Primavera y el pueblo iluminado más parece prepararse para un carnaval o alguna fiesta pagana. ¿Qué Navidad es esta? Me aparto del muchacho. El rumor de las ramas me trae de nuevo aquella inquietud, algo vivo e invisible, un animal de aire, raudo entre flores y hojas. Aguzo el oído, el olfato, achino los ojos buscando, pero soy incapaz de desentrañarlo.Mi madre duerme un sueño intranquilo. Tamborilea con los dedos sobre la sábana tirante. Cierra el puño sujetando algo que luego deja escapar. Abre los ojos de pronto. Se aclara la garganta para contarme:⎯Estaba comiéndome un pan de muerto. Y antes de eso soñé que peleabas con un elefante enano. Era muy tierno.Recordé los panes de su pueblo, son figuras humanas hechas con harina de trigo y sal o azúcar. A veces te toca un muñeco de sal, otras de dulce, pero si tienes suerte puedes tomar uno que combina los dos hemisferios, la dualidad de los muertos en una pieza de pan cocido en horno de leña. ⎯¿Estás cansada? ⎯pregunto con mi mano sobre su frente. Asiente. Sigue dormitando. Vuelvo a la ventana. El árbol dibuja para mí con sus ramas en el espacio, para mí esos jeroglíficos amarillos. Entra una enfermera, dice que va a examinar a mamá. Con tono áspero me dice que las luces deben estar encendidas en todo momento. Las apagué, pues no soporto la luz fría. Nunca he estado en una morgue, pero estoy segura de que ese es el preciso color de su atmósfera. Enciendo la luz y me acomodo tiesa en la silla del acompañante, enseguida la oriento hacia el ventanal, un espejo nítido de nosotras tres. La enfermera comienza por revisar que gotee el medicamento que fluye a través de la sonda.La noche ha tomado consistencia plena y los cristales reaccionan con odio a las luces blancas. Ya no se ven el cielo ni las luces festivas del pueblo ni las flores amarillas. El cristal de la ventana regurgita la cama mi madre la enfermera la silla la puerta: la habitación entera se reproduce ahí como en un espejo. Me estremezco y ladeo la cabeza encontrando mi propio reflejo, mientras el de la enfermera deja caer la mano de mamá sobre la cama en un gesto dramático, retrocede unos segundos para luego quitarle la sábana de un tirón, se sube en ella y comienza maniobras para resucitarla. Gesticula entre una cosa y otra. Pronto aparecen en la pantalla de cristal una enfermera más y un médico que desenchufan y acomodan rápidamente tubos y sondas para convertir la cama en vehículo rodante, todos empujando hacia el pasillo que conduce a la noche inmensa del fondo del ventanal. Allá van. Estoy paralizada. Trato de comprender el fondo vacío de la habitación. Al fin me vuelvo aterrada. Mamá duerme, la sábana que la cubre sube y baja al ritmo suave de su respiración. Dejo escapar el aire anudado en mi garganta. Siento paz. Paz: un estado de la materia que siempre he deseado y que viene a encontrarme precisamente aquí. No es que me sienta en el lugar correcto. Es el único lugar posible. Sí, tengo encima esa luz mortecina, pero al mismo tiempo todo es acompasado por el aliento de mi madre. Están no sus manos, sino el tacto que modeló mi infancia. No ella, sino esa sombra que ampara a la mía por el mundo. No su voz, pero la resonancia de sus historias, las más excéntricas que he oído, las que más me conmueven, y todo eso contado desde una tierra de fuegos y volcanes y remolinos que la alzaban para tocar las copas de los árboles. Recuerdos, así llamaba mamá a sus historias. Pienso en lo que a veces se dice sobre mirar el sueño de los niños, esa tranquilidad, un encantamiento. No sabría decirlo. Yo decidí no ser madre, pero en este instante lo soy para ella. La arropo en el absoluto de ese hospital y de mi vida.Me cuido mucho de no mirar otra catástrofe en el ventanal. Busco en mi bolsa el libro que me demoro en leer. Se llama Proyectos de pasado. Entre sus páginas descubro una hoja de cuaderno cuadriculada, como las de mis libretas de la escuela, donde ella y yo hacíamos juntas la tarea por las tardes. La desdoblo y encuentro ahí el testamento de mi madre, escrito a mano. Leo. Nos deja sus pertenencias a sus tres hijos, a partes iguales. Vuelvo a leer. Si ella estuviera despierta vería mi incredulidad. En qué momento pudo guardar el papel cuidadosamente doblado en mi libro, en qué momento me distraje, ¿cuando fui por café? ¿Cuando fui a fumar con el muchacho? La hojita pudo haberse salido de las páginas del libro y quedar extraviada como cualquier sueño.En un movimiento la bata que le pusieron se desliza un poco hasta dejar uno de sus hombros descubiertos. Tiene esas manchas de vejez que tanto la molestan. Es mentira que a los viejos no les importe cómo se ven. Se tiñen el cabello, aunque solo conserven unas mechas. Se maquillan. Se perfuman. Podrían encajarse plumas en la espalda. Gente atrapada en cuerpos que les son ajenos. Gente que no está lista para dejar ir la ilusión de la belleza. Cuántas veces en un lavabo público he visto a ancianas pintarse de rojo intenso los labios, mirarse largamente, rebuscar en la cosmetiquera, intentar salvar algo. Esas mismas miradas largas las pesqué en ella. Y tal vez un día, también yo… La enfermera vuelve, le retira los audífonos a mamá y la despierta para preguntarle si ya hizo pipí. Le advierte que si no orina le colocarán una sonda, un procedimiento doloroso. Nos preocupamos. Primero tengo buen cuidado de correr la cortina sobre el ventanal, después me dirijo al cuarto de servicio donde guardan los cómodos, esos orinales de metal frío que se colocan debajo de quienes no pueden levantarse para ir al baño y que de ninguna manera justifican el nombre. Mamá intenta, pero sale apenas un chorrito. Llevo el cómodo a lavar. Así va a ser toda la noche. En el cuarto de servicio se abandonan los cómodos y se toman otros limpios y desinfectados que están en una especie de escurridor de trastes, pero también hay quienes los dejan sin vaciar, por eso huele tanto a orines como a desinfectante. Voy y vengo de ese lugar. Es de madrugada cuando, al entrar, golpeo con la puerta las rodillas de un adolescente que parece haber encontrado su escondite ahí. Está sentado en el suelo y juega con el teléfono, lleva los audífonos puestos. No parece importarle la proximidad de los recipientes sucios en el piso. Los ojos se me cierran, dejo lo que tengo que dejar procurando que sea en el lugar más apartado. El chico ni siquiera se vuelve a verme, pero dice: ¿Qué vas a soñar? No sé si se dirige a mí. Me voy arrastrando los pies. No hay vestigio en mí de la insomne crónica que he sido. Una ola está gestándose, su dócil ondulación me llevará suavemente a la playa de la vigilia. Espero mi ola acostada sobre tres sillas que junté para improvisar una cama al lado de la de mi madre. El sueño se mece de un lado a otro en mi cuerpo, con el ritmo de una melodía suave que se va haciendo distante. Hay cierto consuelo en pensar que allá, detrás de las cortinas, existe la ventana grande. Un cielo. Y no muy lejos un pueblo capaz de celebrar el nacimiento de un salvador milenario.En la cima la luz del amanecer revela poco a poco un árbol del que brotan, como gritos, flores amarillas.AQ