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La mayor tragedia de la historia de la Armada en España: «Se hundió con 2.000 españoles a bordo»

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Abc.es 
«Trabados ambos barcos en un abrazo mortal, incendiados sin control y destruyéndose el uno al otro, fueron derivando hasta estallar en pompa como dos bombas en medio de la noche, hundiéndose luego con casi 2.000 españoles a bordo, de los que apenas se salvaron unas decenas en algún bote», cuenta Víctor San Juan sobre la olvidada Segunda Batalla de Algeciras en su último libro: 'Historia del navío de línea' (Renacimiento, 2020). La describe como «una tragedia inconmensurable para España» o, como reza el titular de este artículo, «el episodio más desgraciado de toda la historia de la Real Armada española». Era el triste final del San Hermenegildo y el Real Carlos , dos de los buques más grandes e impresionantes de nuestra marina, durante el enfrentamiento con la todopoderosa Royal Navy que tuvo lugar en el estrecho de Gibraltar la noche del 12 al 13 de julio de 1801. Se produjo pocos meses después de que Manuel Godoy firmara el Convenio de Aranjuez con el hermano de Napoleón, Luciano Bonaparte. Un acuerdo que establecía las condiciones en las que España y Francia unieron sus ejércitos y flotas para combatir a Gran Bretaña en el contexto de las guerras revolucionarias francesas. La razón es que los ingleses no habían cesado sus campañas contra la Península Ibérica al comenzar el siglo XIX. De hecho, un año antes de la mencionada tragedia, un centenar de barcos que transportaban al Ejército del general Pulteney , escoltados por cinco buques de guerra al mando de John Borlase Warren , se dirigieron al puerto de Ferrol (La Coruña) para asaltarlo. Desembarcaron en agosto, pero al ver la gran defensa fortificada de la ciudad y los 7.000 civiles y militares que la protegían, junto a la escuadra del vicealmirante ceutí Juan Joaquín de Moreno , decidieron retirarse y navegar hacia Gibraltar. Warren y Pulteney, con su fuerza intacta, fueron absorbidos en el sur por una escuadra mucho mayor: la que se encontraba al mando de Lord Keith y el famoso general Ralph Abercromby , con 22 navíos y 18.000 hombres a bordo, para intentar atacar Cádiz. Pero cuando llegaron allí, el gobernador de la ciudad, Tomás de Morla, les informó de que la ciudad sufría una dura epidemia de fiebre amarilla que se había cobrado ya la vida de 10.000 personas. Aquella noticia espantó a los británicos y su expedición terminó disolviéndose. «Parecían como el 'holandés errante', incapaces de tomar tierra en ningún sitio», aseguraban las crónicas de la época. A mediados de 1801, los franceses mueven ficha y tres de sus buques comandados por Charles Linois se dirigen desde Francia hacia Ferrol y Cartagena para recoger los barcos que Godoy les iba a entregar en base a su acuerdo: el Formidable, el Indomptable y el Desaix. A estos se unirían después el Saint Antoine y, más tarde, en Cádiz, el Intrépido, el Conquistador, el San Genaro y el Atlante. La idea era formar un embrión de escuadra atlántica junto a los españoles, pero los ingleses trataron de impedirlo, en junio, enviando a seis navíos para cortarles el paso en el Estrecho de Gibraltar. Es entonces cuando se produce la Primera Batalla de Gibraltar, que el historiador Luis E. Íñigo Fernández relata así en su libro 'Breve historia de la Batalla de Trafalgar' (Nowtilus, 2014): «Al hallar bloqueado el puerto por los ingleses, Linois no puede sino recalar en la bahía de Algeciras, donde entra el 4 de julio de 1801, sabiendo que está bien protegida por las baterías españolas de la costa. Tan pronto como James Saumarez, el almirante inglés al mando de las operaciones de bloqueo, tiene noticia de ello, destaca una pequeña flota de siete navíos de línea y una fragata y se lanza, de forma un tanto suicida, contra las posiciones francesas. El resultado es un fracaso total para el británico, que debe retirarse sin conseguir otra cosa que perder un navío de 74 cañones. Lo peor para los españoles, sin embargo, está por llegar, porque Saumarez se retira a Gibraltar con ánimo de lamerse las heridas y reforzarse para buscar su venganza». La Real Armada española estaba contenta, pues no solo había rechazado a los británicos, sino que había conseguido capturar al poderoso buque Hannibal, además de dejar fuera de juego al Pompée. Saumarez ordenó entonces reparar el Caesar en Gibraltar a toda prisa, con el objetivo de contraatacar cuanto antes. Lo dotó de los supervivientes de sus otros barcos para salir el pos del enemigo, aun sabiendo que se encontraba en inferioridad, ya que la escuadra de Moreno fue a reunirse a Algeciras con los franceses para cumplir con su tratado contra los ingleses. En total, España aportó los imponentes buques reales de 120 cañones (San Hermenegildo y Real Carlos), otros dos potentes de 80 cañones (San Fernando y Argonauta), dos de 74 (San Agustín y San Antoine) y dos fragatas (Sabina e Indienne). «La presencia de estos ocho barcos intactos en la bahía hacía difícil pensar en cualquier tentativa de ataque por parte de Saumarez, pues con los buques de Charles Linois y el capturado Hannibal sumaban 13, es decir, le doblaban en número. Esta llegada de Moreno fue, por lo tanto, muy oportuna, pues lograban la programada reunión que los británicos no pudieron impedir, alcanzando la supremacía y el dominio teórico del estrecho de Gibraltar, uno de sus principales objetivos. Pero el almirante inglés no se dio por vencido y su determinación tuvo premio, lo que se tradujo en una tragedia inconmensurable para los españoles», escribe San Juan. La Segunda Batalla de Gibraltar, también conocida como «Batalla de la Tripa de Gibraltar» o el «Desastre de Punta Carnero», se produjo la noche del 12 al 13 de julio de 1801. «Los magníficos San Hermenegildo y Real Carlos, dos excelentes navíos, a un tiempo sólidos, maniobreros y bien artillados, fueron precisamente los protagonistas de uno de los episodios más tristes de la historia naval española», subraya también Íñigo Fernández. Y es que, cuando la flota combinada franco-española se hizo de nuevo al mar, reforzada y con el apoyo de dos fragatas francesas más, Saumarez estaba deseando compensar su error con la captura de alguna presa al enemigo. Y al caer la noche y salir en su persecución, se dio cuenta de que lo tenía muy difícil, porque sus barcos no habían sido reparados del todo y la superioridad aliada era enorme. Pero aún así, se negó a renunciar a su ataque. En primer lugar envió al HMS Superb, de 74 cañones, con el objetivo de hostigar en lo posible la retaguardia enemiga. Se había percatado de que, al caer el viento, la formación franco-española se había dispersado, quedando cada uno de sus barcos navegando separados por su cuenta. Eso fue lo que se encontró la escuadrilla británica, en plena noche, al acercarse con sus navíos oscurecidos y en zafarrancho de combate a la escuadra combinada. Además, surgieron las diferencias entre españoles y franceses al llegar el vicealmirante Moreno a Algeciras, puesto que a él debería haber correspondido el mando de la escuadra de ambos países. Sin embargo, Linois y Dumanoir eran dos jóvenes mandos revolucionarios de Napoleón, cuyo ego no iba a permitir que un vicealmirante monárquico español les diera consignas. La flota resultante, por lo tanto, se convirtió en una pequeña escuadra francesa maltrecha y heterogénea, escoltada por un pesado grupo de mastodontes españoles de primera y segunda clase. Con esta bicefalia, desunión y desacuerdo en cuanto a la toma de decisiones, iban a marchar contra un enemigo tan letal y sediento de revancha como el inglés. El Superb aprovechó la situación para acercarse sin luz al San Hermenegildo y descargar su primera andanada sobre la aleta de babor del buque español. Después, sin ser visto, cruzó por la popa del Real Carlos y lanzó otra al Saint Antoine, para perderse a continuación en la oscuridad de la noche sin dejar rastro. Pero lo que sucede a continuación fue tan inesperado como trágico, pues no tuvo nada que ver con una argucia inglesa, como tantas veces se ha dicho, sino con una increíble mala suerte. Un percance que ha sido relatado de diferente manera por los diferentes historiadores. Según Íñigo Fernández, el comandante del San Hermenegildo, viéndose atacado, respondió disparando sobre el que cree que es su agresor en medio de la noche. Este, sin embargo, no es otro que su compañero el Real Carlos, que navega a su lado, y que, al recibir los disparos, cree asimismo que es un enemigo quien le ataca. La oscuridad no permite ver nada y este termina por responder. Ambos barcos se enzarzan en un virulento combate que acaba con la voladura de los dos, al alcanzar el fuego las respectivas santabárbaras. Para Víctor San Juan, cuando los españoles escucharon los disparos del Superb, ambos buques tocaron zafarrancho de combate y viraron a babor para hacer frente al adversario y ganar velocidad con el viento. Pero en el mismo momento en el que el Real Carlos recibía los proyectiles incendiarios en el castillo, provocando un enorme incendio, los pilotos y el timonel vieron, en la misma proa, al navío español Sant Antonie contra el que iban a chocar. «¡Toda a estribor! ¡Toda a estribor!», gritaron. Pero tuvieron la mala fortuna de caer a sotavento para evitar el choque y quedaron en la ruta precisamente del San Hermenegildo, que ya no pudo corregir su rumbo. Ambos se empotraron con un estruendo apocalíptico. Las llamas del primero se extendieron rápidamente al segundo y una salva de cañones de gran calibre del San Hermenegildo se disparó accidentalmente contra su compatriota. Lo impensable se había consumado. Aquella noche triste tienen los españoles más muertos que en la batalla de Trafalgar, cerca de dos mil muertos. La rendición posterior del Saint Antoine redondea para los ingleses una victoria que, no por inesperada, posee menos valor. A su derrota inicial la semana anterior, con la pérdida de sus dos navíos, le siguió este choque brutal nocturno que significó la venganza de Saumarez y de la Royal Navy, puesto que hundió a dos de los más grandes barcos españoles y se apoderó de otro. Una batalla «en dos tiempos» que cerró el periodo que San Juan denomina la Edad de Oro de los navíos en línea.



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