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El discurrir de los años

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En verdad, cada hora, cada día, cada año son fases vitales de nuestra existencia, únicas, que constituyen un lugar intransferible en un todo. La vida no es una fragmentación de partes, sino un conjunto que está presente en cada momento de su curso

La vida que hemos vivido en el año al que vamos a dar carpetazo no es solo lo que hemos hecho; es lo que no hemos hecho, pero hemos deseado, intentado hacer y ser. La vida no se nos da hecha.

En una de las coplas de Jorge Manrique al hablar de este mundo como camino de la vida, el poeta advierte que: Más cumple tener buen tino, / para andar esta jornada, / sin errar.

La dificultad del acierto estriba en que la serie de los actos que componen una existencia no es caprichosa. La vida entraña esfuerzo, ya que es un quehacer auténtico, siempre irreductible a lo que hagan los demás. Cada uno tiene que inventar su propia existencia, en la que la invención consiste en descubrir lo que puede hacer de mí la mejor versión posible, una trayectoria con un perfil singular, marcado por la mano de las realidades que me circundan, que son a la vez únicas e ineludibles. De ahí que Ortega y Gasset repitiese: yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo a mí.

La primera lección de la vida es que hemos de vivir en un cierto aquí y en un único ahora, que nadie puede sustituir. La segunda es que no vivimos en el aire, sino que estamos hechos de pasado, al que criticamos o aplaudimos porque lo llevamos dentro. Es sobre este pasado sobre el que construimos nuestra trayectoria hasta en el momento actual, desde el que nos adentramos en el futuro. Al entender nuestro pasado, de rebote se ilumina nuestro presente y futuro. 

Al volver los ojos sobre el tiempo discurrido encontramos la vida en el presente, rodeada de personas con las que nos relacionamos, porque el vivir de los hombres y mujeres es convivir, que sigue un argumento siempre singularísimo, desplegado por la no comprada gracia de los días de cada día.

Cuando se pierde la fascinación por vivir, te atrapa la monotonía, que en sus versiones más agudas llega a conducir a la desesperación. La realidad de que nada pasado se pueda recuperar, la necesidad de afrontar la pérdida es consustancial con existir, que constantemente es “ahora”. 

La vida se ve acompañada en su discurrir de ilusiones y desilusiones, de logros y frustraciones, de fidelidades y traiciones; detrás del telón del escenario vital uno llega a apreciar también la maldad, inseparable del sufrimiento, en el que anida un cansancio ante el que si no se reacciona con energía y decisión puede desembocar en lo que los medievales llamaron el tedium vitae, hastío de vivir, una apatía, que implica la muerte en vida del alma y la consecuente inoperancia física.

Vivir, quiérase o no, exige tener alguna convicción acerca del mundo y de uno mismo, que son comunes a las personas de nuestra época. La realidad que nos circunda nos impone las ideas vigentes, vivimos en ellas y con ellas, de modo similar a como vivimos en el cuerpo que nos ha caído en suerte, constituyen el perfil del mundo, que influye en cómo se estructura nuestra vida, nos suministra el argumento de las horas y los días. Decidimos y actuamos en función de ese perfil. 

El riesgo estriba en confundir la realidad con nuestras ideas, porque estemos demasiado instalados en su seguridad, de modo que nos impida pensar sin prejuicios, que es esgrimir ideas sin entenderlas, a las que les falta evidencia y les sobra arrogancia del que las piensa. Las ideas con reacciones a los problemas que tenemos; aquellas sin estos no tienen sentido.

En verdad, cada hora, cada día, cada año son fases vitales de nuestra existencia, únicas, que constituyen un lugar intransferible en un todo. La vida no es una fragmentación de partes, sino un conjunto que –aunque suene paradójico– está presente en cada momento de su curso.

Cuando el hombre maduro o viejo se vuelve sobre su vida pasada e intenta contarla, es inevitable que lo haga desde su perspectiva actual; pero esto falsea su realidad. La memoria es selectiva, se nutre del olvido e impone a los recuerdos una configuración determinada. Por de pronto tenderá a ver la vida desde su “resultado” -por cierto, provisional, porque el definitivo sólo se alcanzará con la muerte-. Cada momento o fase de la vida tiene significación y valor por sí mismo, con lo que tenía de anticipación, pero independientemente de aquello a que realmente ha llevado. El error histórico debido a una concepción errónea del progreso es que ve cada época como preparación de la siguiente.

Las trayectorias vitales son plurales. Pertenecen a la vida humana desde que empieza a funcionar como tal: su extremada sencillez en la niñez se debe a la angostura del horizonte vital; podría decirse en los primeros años hay varias trayectorias, pero están tan juntas que parecen confundirse. Cuando llegan a la adolescencia empiezan a independizarse, por un lado, a entrelazarse, por otro: van formando intrincados nudos que aumentan el dramatismo que siempre acompaña a la vida, que es su sustancia. Cada vez es más difícil vivirla, llevando de frente todas sus trayectorias simultáneas, y conservando las huellas de las que se han ido quedando a la espalda. A partir de cierta edad ya no se puede vivir de ficciones, hay que estar en la realidad

Las crisis vitales nos conducen a no saber a qué atenernos, para decidir y actuar en consecuencia. El niño no es menos persona que el adulto, ambos son seres que viven en distintas fases. Crecer es un camino, un camino de hacerse.  En la que cada fase tiene sentido en sí misma, y no como preparación para la siguiente. De hecho, la infancia permanece como un elemento duradero de una vida personal. Se puede decir que vivir es un estar en ese camino, aunque no solo para llegar a una meta, sino también para encontrarse yendo. 

Como la vida más lograda y feliz encierra también dolor y tristeza, conviene acumular alegría cuando es posible, sobre todo en la infancia y la juventud.

Para un niño ver que sus padres se aman es la evidencia de que el amor existe: hay que imaginarse lo que es encontrar el amor desde el nacimiento, nos recuerda Julián Marías en sus Memorias. Consiste en el primer estímulo para algo tan importante como la educación de los sentimientos, ya que, en definitiva, como advertía Flaubert, toda educación es sentimental.

Entre las distintas etapas de la vida aparecen crisis: entre la niñez y la juventud se encuentra la pubertad; entre la juventud y la mayoría de edad la crisis de la experiencia; de la mayoría de edad a la madurez se pasa por la experiencia de los límites; entre la madurez y la vejez media el distanciamiento del día a día; y entre la vejez y la senilidad, irrumpe la indefensión.

Jorge Manrique lo condensa. Partimos cuando nacemos, / andamos mientras vivimos, / y llegamos / al tiempo que fenecemos.

Si bien, el envejecimiento no es solo deterioro, puede ser también la recapitulación de los años transcurridos.




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