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Emiliano Monge: “Para escribir sobre la desaparición, tenía que escribir sobre apariciones”

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Un narrador poco fiable que manipula la historia desde las sombras. Una lengua —el comca’ac—, que ha resistido al desenfreno del poder y de los siglos. Una región en permanente quebranto donde la desaparición es una estadística brutal, pero también el detonante de una resiliencia férrea. Estas son algunas de las piezas que Emiliano Monge arma, desarma y vuelve a construir en su nueva novela Los vivos (Random House, 2024).El libro se hunde en los escollos de la desaparición desde un sitio insospechado: la voluntad de capturar el vacío y dotarlo de una fisonomía que, aunque inasible, aspira a ser narrada. Para Monge, la escritura de esta novela implicó habitar los márgenes del lenguaje, desmontar sus certezas y transformar sus trampas en un terreno fértil para la literatura. “Llegué a entender que, para escribir de la desaparición, tenía que escribir de apariciones.”, reflexiona. Quizá por eso el libro se despliega como un artefacto donde el lenguaje confina y libera, y donde la linealidad narrativa se fragmenta en un tiempo con lógica propia.En esta conversación, Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) desmenuza los engranajes que sostienen su novela.En nuestra charla previa sobre Justo antes del final, mi primera pregunta giró en torno al narrador, un aspecto que trabajas con gran detalle. Ahora, en Los vivos, recurres al narrador omnisciente, una figura cada vez menos frecuente en la literatura contemporánea. Sin embargo, construyes un narrador engañoso. ¿Cómo trabajaste el narrador en esta novela?Me encanta la idea de empezar por el narrador, porque para mí es donde está el alma de cada libro. En este caso, efectivamente, hay un narrador poco fiable. Después de terminar Las tierras arrasadas hace más de 10 años, comencé a pensar en los temas de Los vivos: desaparición y aparición. Sin embargo, no encontraba el punto de vista adecuado, el lugar desde donde tocar estos temas, y al mismo tiempo evadir la posibilidad de la crónica o el periodismo. En una conferencia, alguien dijo algo que hizo clic, y al día siguiente me senté a escribir. En ese momento, no existía este narrador. Las historias estaban narradas en primera persona: Vestigia e Hincapié hablaban a través de su correspondencia, que sigue siendo el núcleo de la historia; el Niño, Lucía y la vidente también narraban en primera persona. El narrador sólo aparecía en el prólogo, el intermedio y el epílogo, pero poco a poco se fue adueñando de toda la novela. Fue entonces cuando descubrí la necesidad de este narrador que terminó dominando la novela. Se convirtió en un personaje fundamental. Desde su aparición, tenía claro que quería hacer una novela que pareciera frágil, como los huesos de un animal pequeño. Es un narrador lacónico, sucinto, enigmático, que parte de preguntas y renuncia por completo a las respuestas.Desde las primeras páginas, queda claro que este narrador manipula la historia a su antojo. Me lo imaginaba como un editor de cine frente a un metraje, decidiendo qué mostrar y en qué orden, avanzando en fast forward o regresando al punto que le interesa destacar. Además, tengo la impresión de que, en tus novelas, más que de estructura, hablamos de arquitectura. Son construcciones cuya estabilidad depende profundamente de sus cimientos.Totalmente. Para mí es muy importante que un libro sea completamente diferente del anterior, no tanto por el lector, sino por el proceso de escritura. A veces se trata de un cambio en la historia, y otras, en el estilo. En este caso, la diferencia tiene que ver con ambos: con la arquitectura y con el estilo. Esta novela me sorprendió mucho en ese sentido. Después de tantos años de darle vueltas al tema, estaba convencido de que sería mi novela más larga, pero resultó ser la más corta. Creo que esto se debe a que el estilo se volvió muy sucinto, y también a la necesidad de que toda la historia y la narrativa estuvieran asediadas por el silencio. La estructura es como un espacio abandonado, pero no en el sentido de algo que ya no está, sino de algo que no es reconocible.La primera experiencia al entrar a la novela implica adaptarse a una atmósfera enrarecida: desde la geografía y los espacios hasta los nombres. Incluso los personajes carecen de descripciones físicas, y eso acentúa esa sensación de extrañeza. ¿Cómo trabajaste estos elementos para generar ese enrarecimiento?Ahí está la primera trampa del narrador y de la novela: parece que se va a contar una historia hiperrealista o naturalista, pero eso se va enrareciendo, se desdibuja, y aparece algo mucho más enigmático, más nebuloso. El narrador juega un papel crucial como quien hace ese primer engaño: promete algo que no está, te hace pensar que va a suceder algo que finalmente no ocurre. Lo del fast forward y la edición es clave: es un narrador que, de algún modo, es personaje y editor. Al final, lo que me costó entender fue que, para escribir una novela sobre los desaparecidos, tenía que escribir una novela sobre aparecidos también. Ese es el otro gran engaño de la novela: cuando entras y, de pronto, te das cuenta de que estás en un mundo que parece tratar de desapariciones, pero que realmente trata de apariciones. Uno de los momentos clave en el libro es cuando aparece la lengua comca'ac del pueblo seri. Es entonces cuando el lector comprende que ha estado leyendo la novela al revés, y esa revelación cambia completamente la perspectiva. Cuando llegué a esa parte, sentí el impulso de regresar y releer todo desde esa nueva óptica.Eso también es parte del juego literario. Y a eso responden algunos de los nombres de los personajes, sobre todo el de Justo. En esta novela no parece que exista el pasado. Esto tiene que ver con algo que recogí durante el largo periodo de trabajo en el que hablé con familiares, parejas, amigos de personas desaparecidas. Una de las cosas que más impacta de esos testimonios es, precisamente, que no hay pasado. Si preguntas: “¿Cuál era su color favorito?”, te corrigen: “¿Cuál es?”. Si dices: “¿Cuántos años tenía?”, responden: “¿Cuántos años tiene?”. Vestigia lleva un nombre que refleja esa imposibilidad del pasado, ese vestigio de algo que no recuerdas pero que te obsesiona. Hincapié, por su parte, encarna una terquedad: está perdidamente enamorado de Vestigia y sabe que ella necesita buscar aquello que le falta, pero también entiende que esa búsqueda implica perderla. En cuanto a Justo, su nombre no alude tanto a la justicia como a la exactitud. Es interesante pensar que podemos nombrar el mundo desde la ausencia. Y esta novela trata justamente de eso: de un mundo construido desde la ausencia, de acercarse a ese hueco, a esa mirada que solo el arte o la literatura pueden asomarse.Además, el pueblo seri —cuya lengua, el comca’ac, tiene menos de mil hablantes— fue uno de los que más resistencia opuso a la Conquista. Y eso pasa a través de la lengua. A la Conquista, a la colonización y después al Estado independiente. Todo pasa por la lengua, por supuesto. La lengua permite concebir el mundo de un modo completamente opuesto al del poder, al modelo occidental. Eso está presente en el Niño, cuando él hace clic con ese nombre construido a través de la ausencia y comienza a volverse ausencia él mismo. Es como si empezara a desaparecer. Esto conecta con algo que se menciona en la novela, cuando Lucía y Vestigia se preguntan: “Si pudieras asomarte, ¿qué verías dentro de mí?”. La respuesta es que, si te asomas dentro de las personas, sólo puedes ver tres cosas: un animal, un paisaje o un milagro. Estas tres imágenes corresponden a las tres historias que componen la novela, y todas están vinculadas al espacio de la ausencia, a esa sensación de asomarse al vacío.Hay otra idea en Los vivos que me recordó a Lengua dormida, de Franco Félix. En ella, el autor introduce la noción de la lengua de los muertos, un concepto que trastoca el tiempo, pues el lenguaje de los muertos se dispara en todas direcciones. En tu novela, el lenguaje se plantea como un ordenamiento del tiempo, pero también coincide con esta noción de ruptura.Esa noción es algo que obsesiona a Lucía: esa búsqueda del lenguaje que, al final, se revela como silencio. El silencio como un lenguaje en sí mismo. También está la cuestión de la reducción del sentido, el lenguaje despojado del significado que le damos los seres humanos. Pienso, por ejemplo, en el canto de las aves, en ese silbido. Es muy interesante cómo Franco toca ese tema. Me gusta mucho cómo lo que leemos se filtra tanto de manera consciente como inconsciente. Hay cosas que leemos y recordamos claramente, pero otras quedan reverberando de manera inconsciente, y esas son las que más se filtran en el trabajo. Estoy seguro de que la idea de la ruptura del tiempo y del lenguaje de los muertos de Franco se me quedó en ese nivel inconsciente, porque dialoga perfectamente con lo que ocurre en Los vivos. Franco tiene esta capacidad de incluir muchas ideas en cada una de sus novelas. Sus libros son, de algún modo, muchas novelas dentro de una. Tiene esa perspectiva total, como un Big Bang literario. Es una virtud enorme de una imaginación arrolladora.Planteas también la noción de la trampa del lenguaje, como lo expresa Lucía en un momento climático: “La trampa en sí es el lenguaje, y en esta solo caímos los humanos; los animales no cayeron”.Recuerdo esa plática que tuvimos tú y yo, cuando dijimos que nuestra condena era no poder estar sin lenguaje. Me quedé pensando mucho en eso, y llegué a una conclusión distinta: creo que los animales no necesitan ese lenguaje. El libro juega con esta idea, pero no desde una visión paternalista. En particular, planteo que el lenguaje es como un hongo que nos ha utilizado para colonizar el planeta. A los animales no los pudo usar porque no cayeron en esa trampa, pero nosotros sí, y por eso somos la especie que está destruyendo todo. Ese hongo, el lenguaje, nos controla completamente. Si lo piensas, primero nos enamoramos de la lengua. Desde niños, queremos hablar como los demás. Después, como lectores, llega un punto en el que algo nos impacta: un libro, una frase, y estallan las esporas del lenguaje. Te preguntas: “¿Cómo está hecho esto? ¿Qué pasó aquí?”. Y ahí te enamoras del lenguaje en sí, y te vuelves absolutamente esclavo de él. El lenguaje hace lo que quiere con nosotros.Al inicio de la novela hay una frase que dice: “Cuando se intuye algo, no hay que callar ni hacerse pendejo”. Podría leerse como una declaración sobre la literatura en general: una suma de intuiciones que colonizan como lenguaje a los lectores. Si concebimos la literatura desde esa perspectiva, ¿escribir se convierte también en una forma de no callar y no hacerse pendejo?Tal cual. Pensé que esto no me volvería a pasar, y me pasó cuando trabajé con Las tierras arrasadas. Me sentía muy incómodo hablando de literatura con una novela como esa, porque sentía que debía hablar de los migrantes, del tema central. Ahora me pasa lo mismo con los desaparecidos. Siento que, aunque esta es una novela muy literaria, no puedo ignorar el tema de fondo. Los vivos es más literaria que Las tierras arrasadas. Esta última estaba mucho más cerca de herramientas periodísticas; aquí no hay nada de eso. Pero, aun así, el alma de esta novela sigue siendo lo que pasa en este país y en este continente. Llegué a entender que, para escribir de la desaparición, tenía que escribir de apariciones. Es lo que necesitaba hacer para crear literatura. Quizá alguien más podría abordarlo de otra manera, pero este era mi camino.ÁSS



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