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No estoy embarazada, estoy engordando

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Estoy tomando un fármaco y el motivo por el que más ganas tengo de dejar de tomarlo es bajar de peso. Esto va más de gordofobia que de misoginia. Va de preguntarnos qué vamos a hacer para que engordar deje de darnos tanto miedo y para no alimentar el sufrimiento de las personas gordas

“Unos churros y se te pasa”, “nadie te tocaría ni con un palo”: yo soy gorda y lo tuyo es violencia política

Primer acto:

Control aleatorio de seguridad en el aeropuerto. El trabajador me dice con una sonrisa: “¿Viaja usted acompañada?”. “No…”. “Me refería a si está encinta”. “No, es que he engordado”, me disculpo con una sonrisa. Bajo la mirada y veo su tripa prominente. “¿Y usted?”. “¡Yo tengo trillizos!”, contesta con una risotada.

Llevo mallas porque ya no me cabe casi ningún pantalón largo. Llevo top porque he decidido que me niego a dejar de usarlos. He engordado porque estoy tomando un fármaco para la ansiedad, y me da mucha rabia ser consciente de que el motivo por el que más ganas tengo de dejar de tomarlo es bajar de peso. Sigo comiendo más galletas de las que debería porque son mi única adicción, y hago poco ejercicio porque no me da la vida y estoy cansada.

“Yo te veo mejor, estabas demasiado delgada”, me dice una persona querida. En el embarazo adelgacé, debido a la absurda dieta que me pusieron para controlar la diabetes gestacional. Me veía esbelta. En el puerperio seguía flaca porque la lactancia me consumía entera. Me sentía agradecida. Me identifico con Irantzu Varela cuando compartió la foto en la que más flaca estaba, de cuando más infeliz era, pero la delgadez nunca es un problema hasta que no reconoces que tienes un trastorno de la conducta alimentaria. Yo me miro en las fotos en las que más flaca estaba, y no me generan incomodidad, solo extrañeza. Ahora, en el túnel del avión, miro mi reflejo en el espejo y pienso que sí, que parece que esté embarazada.

Que me haya pasado esto una vez en mi vida no es gordofobia. La presión estética que sufrimos todas las mujeres no tiene comparación con el odio que enfrentan las personas gordas, si acaso porque, por más que me pese, por más que siga y admire a las activistas gordas, sigo odiando la idea de engordar. Gordofobia es probablemente mi valoración del cuerpo de él, el gusto de devolverle el dardo. Él sí que está gordo. ¿Quién ha agredido a quien?

Segundo acto:

Anoche, de copas después de una tertulia en una librería de Galicia, el novio de una de las feministas con las que fui de bares me preguntó si estoy embarazada; yo con un licor de café en la mano y el sabor en la boca del cigarro que le había pedido hacía unos minutos. Le contesté que no, que había echado tripa porque la vida… Y me propuse a mí misma cambiar de respuesta, alentada por mis colegas, que reaccionaron piropeándome.

Sí, estoy embarazada. Estoy preñada de vida. Mira qué radiante estoy. Mira qué tripita más preciosa tengo. ¿La quieres tocar, a ver si sientes las patadas?

Soy una puta diosa de la fertilidad.

Menos mal que soy (bi)bollera y no tengo semen en casa.

Tercer acto:

Una conocida del pueblo de dos mil habitantes en el que vivo me manda por Whatsapp el cartel de la txerriboda (comida basada en la matanza del cerdo) que organiza cada año y me añade un mensaje desconcertante: “El otro día, cuando te vi en la plaza, no me dio tiempo a felicitarte! ¡Lo celebro!”. Fracasé en mi propósito de cambiar de respuesta y tiré por el ya clásico “no estoy embarazada, estoy panzona”. “¡Ouch! Perdona si te he incomodado”, respondió.

No, mujer. ¿Por qué me iba a incomodar?

Intento convencerme a mí misma de que no hay nada de malo en esa confusión. Si los cuerpos de embarazada son bonitos, el mío también lo es, ¿no? Además, debo estar agradecida a mi madre y a mi abuela por esta herencia corporal: los kilos se nos concentran en el culo y en la tripa, pero con una consistencia extrañamente firme, por el que tenemos trasero de Kardashian sin implantes ni entreno y una panza que parece de preñada y no de gorda.

¿Pero qué me molesta exactamente? ¿Que los hombres no tengan que pasar por estas interacciones cuando echan su tripita cervecera? ¿Que mi tripa esté creciendo por motivos menos prosaicos y celebrados que engendrar una nueva vida (los psicofármacos y los atracones, porque los psicofármacos mitigan pero no aplacan la ansiedad)? ¿Que eso me ha llevado a gastarme en ropa un dineral que no tengo en mi nueva vida de madre separada autonóma y que en ese nuevo vestido largo negro que pretendía que me estilizase luzco más premamá que nunca?

Sí, la verdad es que me incomoda.

Cuarto acto:

Le cuento todo esto a un padre delgado de la escuela mientras nuestras hijas corretean de la pista de patinaje a los columpios. Él escucha educadamente mi monólogo histriónico. Llevo uno de los nuevos vaqueros que me he comprado, anchos, de tiro bajo y la costura retorcida, copia nostálgica y barata de los Levi’s de los noventa que anunciaba un spot con muñecos de plastilina y la canción Boombastic. Lo combino con un top verde oliva de algodón que permite a mi esplendorosa y tersa barriga darse un baño de sol otoñal.

Me está bajando la regla, así que me acaricio el tripón; me divierte la idea de performar el embarazo que la sangre desmiente. Me acerco a darle la merienda a mi hija, y otro padre de clase me detiene, me agarra del brazo y me felicita (Zorionaaak!!!) con una gran sonrisa. De nuevo, me gustaría darle las gracias y decirle que estoy muy emocionada con mi estado de buena esperanza, pero no me atrevo. Repito las explicaciones de siempre e intenta seguirme el rollo sin pillarme del todo. Mi hija tiene ganas de hacer pis, y en el baño de la ludoteca me cuenta que una niña del aula de cuatro años también le ha preguntado si tengo un bebé dentro de la tripa.

De pronto, deseo tener un bebé en la tripa.

Me pregunto cómo será que te pregunten si estás embarazada cuando el volumen de tu tripa se debe a un aborto reciente o al enésimo tratamiento hormonal para favorecer la reproducción asistida. Imagino que esas mujeres llevan camisetas holgadas.

Mi hija tiene cinco años, es panzona y le gustan los tops. Se pasó medio verano pidiéndome que le comprase uno, y también un bikini de dos piezas: “Bañador no, que quiero que se me vea la tripa”, me dijo toda empoderada, felizmente ajena a los comentarios recurrentes sobre su cuerpo que ya ha recibido en el patio de la escuela, en la familia, en la consulta pediátrica y en la de una osteópata que preguntó si era tripita de bebé, que es una forma de decir que, si no se le adelgaza pronto, empezará a ser un problema.

Me digo que voy a seguir enseñando la tripa por ella, por mí, por nosotras.

Le digo casi a diario lo bonita que es y lo mucho que me gusta su cuerpo, enterito: los mofletes, la naricita, las orejitas, las cejitas, tripontzi, culazo. Qué cosa la genética. Miro mis fotos con su edad y somos fotocopias, cara y cuerpo. Mi hija levantaba pesos cuando apenas estaba aprendiendo a caminar, era fuerte, redonda y fornida, como una pequeña harrijasotzaile. A su otra madre le empezó a preocupar antes que a mí que empezase a recibir gordofobia desde pequeña. Yo tenía la tranquilidad de una proyección narcisista: empezará a estirarse y adelgazar paulatinamente, hasta alcanzar al cuerpo normativo con el que empecé primaria y que adelgacé en secundaria, cuando me jactaba de sustituir la asquerosa comida del comedor por una bolsa de Apetinas, un Lucky y un chicle de menta.

Crecí en la época de las top models y las Miss España. La primera vez que cogí la cinta métrica del costurero de mi madre para ver si me acercaba al 90-60-90, me llevé tremendo chasco porque con 14 era algo así como 83-68-104. Pero entonces la talla 38 no me apretaba el chocho, y el culazo lo tapaba con la sudadera de Fruits of the Loom anudada.

Fui de las que vio el estreno de Titanic en el cine y se quedó prendada de las curvas de Kate Winslet más que del cuerpo escuálido de Leonardo DiCaprio, aunque fuera su póster el único que pegué en mi habitación; en parte por ser una bisexual en el armario y en parte porque la SuperPop solo regalaba pósters de chicos y de las Spice Girls. 27 años después, se hace viral el vídeo en el que una Winslet madura, bellísima, llora recordando el acoso gordófobo que vivió, y me gustaría que supiera lo que nos hizo sentir a tantas adolescentes sáficas.

Pese a todo, me empeñé en anclarme en una subjetividad delgada que chocaba con la rotundidad de mi espalda, de mi culo y de mis caderas. Ya era feminista militante cuando dejó de caberme la talla 38, y me jodió, por más que llevase una década coreando contra ese mandato. Nunca hice dieta, pero me pesaba temiendo acercarme a un límite mental autoimpuesto: 60 kilos. He sobrepasado ese límite este año, y de pronto también el de los 70 kilos. Según el eurocéntrico Índice de Masa Corporal, ya es oficial: tengo sobrepeso y estoy rozando la “pre-obesidad”. Y no voy a hacer dieta, porque me repito que esos kilos son un síntoma (el menor de todos), no un problema.

En casa hablamos mucho de que cada cuerpo es distinto y todos están bien. Mi hija, que es una estudiante aplicada, repite como un lorito las cantinelas de diversidad corporal que le cuento. Repasamos juntas los referentes de cuerpos de todos los tamaños, colores y expresiones de género que nos rodean y los elogiamos todos. Pero luego ponemos Inside Out 2 y, como señala Magda Piñeyro, los únicos personajes gordos son Tristeza y Vergüenza. Ni Alegría ni Riley, que son las que le gustan. Menos mal que también le gusta Ira.

Pero para mí el gran reto es la coherencia real, no el discurso de boquita. Quiero usar la certeza de que la devoción que siento por el cuerpo de mi cachorra no cabe en la faja de los canónes gordófobos para aplicarme el cuento, predicar con el ejemplo cuando me miro en el espejo y cuando la miro a ella.

Quinto acto:

“¿Sabes lo que tengo también gordo? Tengo el papo muy gordo por el que me he pasado todas las críticas estos días”.

Lalachus se convierte en nuestra ídola mientras un tropel de feministas flacas blancas (lo de blancas es importante porque son las mismas que desprecian la interseccionalidad) hacen el ridículo con reels en los que equiparan la presión estética que sufrimos todas las mujeres con la gordofobia o sostienen que el odio que ha recibido en las redes tras el anuncio de que presentaría las campanadas de Televisión Española no es por ser gorda sino por ser mujer, porque Chicote y porque Ibai Llanos no lo sufrieron (según ellas).

Y ahí están activistas gordas feministas como Magda Piñeyro, estriadafatactivism o Lorena F. Prieto haciendo pedagogía gratis sobre el cruce entre gordo-odio y misoginia, pese al cansancio y la rabia. Escribe Prieto: “La gordofobia, como discurso, alimenta la violencia estética y es lo que hace que para muchas mujeres su mayor pesadilla sea parecerse a nosotras, las gordas. Pero las consecuencias ESPECÍFICAS de la gordofobia, como la discriminación laboral, la violencia médica, la dificultad para encontrar ropa, el acoso o los estereotipos culturales dañinos los sufrimos las personas gordas. Intentar invisibilizar eso es, de nuevo, gordofobia”. Y, citando a Piñeyro, agrega la motivación de las feministas que se empeñan en invisibilizar la gordofobia: “Muchas prefieren verlo desde un eje en el que ellas también puedan asumirse como víctimas y no tengan que pensar en cómo contribuyen al sufrimiento de las demás”.

Vestida, con mis piernas largas y mis brazos delgados, solo se me ven la tripota y el culazo, pero cuando me quito la ropa palpo con asombro mis novedades corporales: el pubis mullidito, las lorzas en la espalda, las costillas cubiertas por una capa de celulitis. Y sigo siendo, a efectos políticos, flaca. No voy a perder oportunidades laborales por gorda, no voy a recibir insultos en redes por gorda, no voy a sentir las miradas de reprobación si me como un bollo por la calle, no voy a sentir las miradas en la piscina ni en el gimnasio, no voy a saber lo que es no caber en los asientos de los aviones. La única experiencia común a las gordas que anticipo es no encontrar pantalones en la industria de la moda rápida.

Acabo de cumplir 40 años. Mi madre engordó más o menos con esta edad. En mi familia se ha celebrado que mi abuela haya adelgazado a partir de los 85 años. No está adelgazando, se está consumiendo. En verano estuvo ingresada y le tocó compartir habitación con una mujer muy gorda y poco recatada, que llevaba la bata medio abierta y hablaba en gallego con estruendo. Mi madre se refirió a ella varias veces como “la gorda esa” delante de mi hija. Le dije que no lo hiciera.

Quiero ser una buena aliada contra la gordofobia pero tengo que reconocer que, como casi toda aliada, soy un cuadro, un ser bastante parecido a esos nuevos masculinistas que tanto critico. He sido un cuadro, por ejemplo, cuando intentaba reconfortar a una amiga o una amante que me hablaba de la angustia de ir a comprar un bañador nuevo. Ahora las entiendo un poco más y pienso que tenía que haberme aplicado el “callate, flaca”.

Comparto muchas stories sobre lo de Lalachus en Instagram. Subrayo mentalmente una frase de @estriadafatactivism: “Que revienten. A mí es que esto no me lo quita ningún magufo desubicado, ni ninguna mujer normativa con miedo a admitir que prefiere ser cualquier cosa antes que gorda”. 

Esa es la cuestión: qué hacemos con el miedo a admitir que, ya seamos negacionistas de la gordofobia o aliadas del activismo gordo, nos horroriza la idea de llegar a ser gordas.

Llevo mal ser, por primera vez, la más gorda de la clase de twerk (y cómo echo de menos a una compa., orgullosa bisexual, obrera y gorda, que venía el año pasado), pese a que eso me convierte en el culazo que más se ve en las coreos que grabamos.

Le pregunto mucho a mi novia cómo me ve habiendo engordado 10 kilos en los 11 meses que llevamos juntas. Me descubro una y otra vez temiendo que no me quiera gorda, porque es ese el discurso del odio que hemos mamado, que los cuerpos gordos no son dignos de ser amados ni deseados, por más que yo los haya amado y deseado. Pero ni su mirada es suficiente para reconciliarme con mi nuevo cuerpo, ni la mía ha de pretender validar el de nadie.

Así que mejor invoco la fat serenity de la postal navideña que ha compartido Tatiana Romero (coordinadora del libro (h)amor gordo) en su Instagram. Invoco el perreo de Audry Funk. Invoco las ilustraciones de gordes queer amándose de @dacal_gz. Invoco el método rumiante de Lucrecia Masson. Invoco a las vacas, las osas, las elefantas y las ballenas, me recuerdo que siempre me han fascinado los animales más orondos. Mi cuerpo necesita tanto el movimiento como la quietud, y quiero encontrar el equilibrio entre ambos sin pensar en la báscula. Por eso, anoto en mi lista de propósitos de año nuevo hacer escalada y pasear más, pero también cambiar el miedo a engordar por el agradecimiento a este cuerpo que me sostiene, este cuerpo que soy, cada día más redondo (“como la tierra, que tantos mitos y leyendas encierra”, que cantaban Krudas Cubensi), cada día más imponente y rotundo.

Anoto también no olvidar cuál es mi sitio como flaca a efectos políticos: pensar en cómo puedo dejar de contribuir al sufrimiento e incorporar a mi agenda activista las denuncias que nos acercan nuestras compas activistas gordas. Que las excluyen en las unidades de reproducción humana de los hospitales; que se ha concedido el Premio Princesa de Asturias a un fármaco para la diabetes reconvertido en remedio milagroso para adelgazar a costa de la salud (porque no nos quieren sanas, nos quieren flacas); que han adelgazado a la Virgen Roja y a su madre para convertir su historia en serie de moda que promocionan influencers flacas. Leed a las activistas y teóricas gordas, escuchadlas, coño. Y ole sus papos gordos. 




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