El gobierno de los ricos
Aquí no hay ningún James Bond que pueda destruir la organización mafiosa que intenta controlar el mundo. Solo una toma de convuencia colectiva permitiría limitar su poder. En este asunto es difícil ser optimista de cara al futuro, pero al menos podríamos empezar por dejar de aplaudirlos mientras nos devoran
James Bond nunca ha existido, es solo una ficción que representa el paradigma del más rancio machismo y de la violencia impune en favor de los intereses del decrépito “imperio” británico, el sueño húmedo de los petimetres de la city de Londres. Pero su némesis, Spectra, sí existe. Su jefe actual se llama Kekius Maximus, un nombre muy apropiado para el puesto, aunque también es conocido como Elon Musk. Se desconoce si tiene un gato blanco, pero es muy poderoso, tiene secuaces repartidos por todo el mundo, dirige una red de desinformación llamada con el misterioso nombre de X, dispone de sus propios cohetes espaciales y un enjambre de satélites con los que controla buena parte de las comunicaciones mundiales, hasta le han ofrecido ya una isla propia –Biak, en Indonesia– para que monte allí su base. Y tiene una enorme fortuna con la que al parecer ha puesto ya en marcha un proyecto para dominar el mundo, o al menos un buen pedazo, con la ayuda de sus esbirros que no son –como en las primeras novelas de Ian Fleming– de izquierdas, sino de extrema derecha.
El jefe de Xpectra ya no quiere chantajear a los gobiernos de las principales potencias, como en las películas de 007, sino controlarlos directamente. Por eso ha contribuido junto a otros ricos colegas, a la reelección como presidente de EEUU de Donald Trump, un delincuente condenado por varios delitos que encaja perfectamente en los objetivos de la organización, y está financiando a la neonazi Alternativa por Alemania de cara a las elecciones de febrero, al ultranacionalista Nigel Farage en Reino Unido, y negociando con Giorgia Meloni, que es de su cuerda, el control de las comunicaciones en Italia.
Los ricos siempre han gobernado el mundo, hayan sido los nobles en la edad media o los grandes patronos en la era industrial. Incluso la revolución francesa cambió a unos ricos decadentes por otros ascendentes. La única revolución de los pobres, la revolución rusa, terminó –como sus réplicas– en el dominio de una nomenklatura corrupta alejada de la realidad e incapaz de hacer frente al capitalismo omnipotente. Sin embargo, su mera existencia fue suficiente para que éste se moderase y aceptara algunas concesiones hacia un estado del bienestar en las economías desarrolladas, y un cierto control del poder del dinero. Hasta que en los años 80 el evidente declive del llamado socialismo real permitió a Ronald Reagan y a Margaret Thatcher quitarse definitivamente la careta y desregular la especulación para dar paso al capitalismo financiero más insaciable que ha conocido la historia
Pero los ricos nunca habían querido gobernar directamente, parecían más cómodos en la sombra y preferían ejercer su poder a través de personas interpuestas, generalmente los partidos de la derecha tradicional, siempre atentos a preservar el “orden natural”, cuando no divino, de las cosas, y favorecer las “inversiones” –léase especulaciones– a cambio de una financiación suficiente para sobrevivir. Y en última instancia, cuando la población estaba ya muy irritada y frustrada por la situación, a través de partidos de extrema derecha, o fascistas, perfectamente capaces de convencer a los ñus de que lo que más les conviene es la libertad de los cocodrilos, y abortar así cualquier posibilidad de una revolución.
Ahora parece que esto ha cambiado. Los nuevos ricos dominan las redes sociales y los principales medios de comunicación, tienen ingentes cantidades de dinero y se ven capaces de manejar la opinión pública a su conveniencia si no en todo el mundo, al menos en los países más desarrollados. Así que han salido a la superficie y se proponen gobernar por sí mismos u ordenar abiertamente a los gobiernos lo que deben hacer, utilizando cualquier medio económico o político, incluyendo el recurso a partidos ultraderechistas, como los grandes propietarios alemanes e italianos utilizaron a los fascismos en el siglo XX.
El gobierno de los ricos nunca será el gobierno de los mejores, sino el de los más depredadores. En esos niveles la meritocracia no existe, es un invento de la derecha para justificar las desigualdades. Nadie gana miles de millones por sus méritos o su trabajo. Cuando no son fruto de la herencia de sus predecesores, que depredaron antes que ellos –y también cuando lo son–, se ganan o se aumentan quedándose con las plusvalías generadas por el trabajo de los demás, o mediante la especulación financiera.
Es evidente que la humanidad no está aún madura para una sociedad en la que cada uno aporte todo lo que pueda y reciba todo cuanto necesite. El egoísmo –casi siempre producto del miedo al futuro– demanda que el bienestar individual y familiar varíe de acuerdo con la cantidad y calidad del trabajo que cada persona aporte a la sociedad. Pero este planteamiento para ser justo exigiría partir de la misma línea de salida –lo que implicaría la supresión de la herencia–, y además no puede ser ilimitado, nadie puede aportar tanto que valga un millón de veces más que lo que aporta otro. Las diferencias de fortuna no se producen por la mayor o menor contribución a la sociedad, si fuera así los ricos serían los científicos, sino porque el sistema actual permite que algunos puedan ganar en unas horas decenas de millones sentados frente a un ordenador, por ejemplo especulando sobre los futuros del precio del café, que otros cultivarán con el sudor de su frente viviendo en condiciones precarias.
Las cifras son demoledoras. Según Bloomberg, la fortuna de Elon Musk asciende a 426.000 millones de dólares, es mayor que el Producto Interior Bruto de 157 países de los 193 que forman parte de Naciones Unidas, y casi el doble de la suma de la ayuda al desarrollo invertida en todo el mundo en 2023, que fue de 223.700 millones. Sin contar lo que haya gastado en sí mismo o en campañas políticas, considerando que comenzó su carrera profesional hace menos de 30 años, cuando fundó la empresa de guías urbanas Zip2 en 1995, si hubiera trabajado desde entonces 10 horas diarias, sin fines de semana ni vacaciones, los 365 días del año, habría ganado cerca de cuatro millones de dólares por hora trabajada. Además de él, solo en EEUU hay 813 billonaires, es decir milmillonarios, los auténticos ricos –aunque a veces los aspirantes a esta categoría son aún más agresivos–, que suman un capital de 5,7 billones (europeos) de dólares. Los 20 primeros de la lista Forbes –16 de ellos estadounidenses– han aumentado su fortuna desde el año pasado en 700.000 millones.
Naturalmente, estas personas no pueden gastarse estas astronómicas cantidades de dinero ni en varias generaciones. Así que lo que hacen muchos de ellos es invertirlo en opciones políticas que les sigan favoreciendo. Jeff Bezos, el segundo hombre más rico del mundo, compró en 2013 The Washington Post –el diario que descubrió el escándalo del Watergate– y ha bloqueado su tradicional apoyo al candidato demócrata en las últimas elecciones, que ganó otro milmillonario de oscuras finanzas, Donald Trump, con las donaciones de sus amigos, en especial Elon Musk, y en cuyo gobierno habrá al menos otros tres milmillonarios. Cuando Musk emplea parte de su fortuna para financiar a la extrema derecha, en EEUU y en Europa, lo que pretende es crear un entorno político favorable a los ingentes beneficios que les proporciona un capitalismo financiero desregulado y totalmente fuera de control.
En todo caso, el dinero que estos ricos poseen no es virtual, es real, compra horas de trabajo, compra propiedades, compra productos, compra servicios, compra vidas. Solo la fortuna de Musk podría comprar el trabajo de un millón de españoles que cobraran el salario medio anual en nuestro país, 26.948 euros, durante más de 17 años
Esto es absolutamente escandaloso. Pero a nadie parece escandalizarle, la mayoría de la gente lo percibe como un fenómeno natural e inevitable, algo así como la existencia del sol y los planetas. Los mismos que se rasgan las vestiduras porque el presidente de un gobierno democrático use –por razones de seguridad y agenda– un modesto avión privado para sus desplazamientos, o porque una pareja de representantes políticos elegidos democráticamente usen sus salarios – inferiores al de algunas secretarias de dirección de grandes empresas– para comprar con hipoteca una casa de clase media en las afueras, ven con indiferencia, cuando no con agrado, los obscenos aviones, yates y mansiones de los milmillonarios que han hecho su fortuna a costa de la pobreza de otros, probablemente también de los que les admiran.
Todavía hay muchos que creen que el único culpable de su bajo salario o de su dificultad para acceder a una vivienda digna es el político de turno, un señor o señora que se ha presentado a las elecciones para buscarse la vida o –en el mejor de los casos– para intentar contribuir a una sociedad más justa y mejor, cuyo poder real es ínfimo frente a la poderosa máquina capitalista, y aún disminuye cuando esa máquina consigue acrecentar con malas artes la defección de los ciudadanos hacia sus representantes. No obstante, cuando aún algún gobierno levemente izquierdoso se propone una tímida reforma –un mínimo impuesto a los enormes beneficios de la banca o de las empresas energéticas–, o alguna medida social que facilitaría la igualdad de oportunidades –impuestos progresivos a las herencias, escuelas no discriminatorias–, la máquina se pone en marcha para destruirlo, como está sucediendo en España, o como intenta Elon Musk con el gobierno de Keir Starmer en Reino Unido.
Los ricos –los de verdad– tienen el poder y lo van a seguir ejerciendo de una u otra manera y sin escrúpulos, abierta o solapadamente según las circunstancias. Lo perpetuarán y lo ampliarán en detrimento de los derechos de los demás, en la medida que el resto se lo permita. Ahora, una herramienta que siempre han usado, la desinformación, ha adquirido en sus manos un volumen torrencial casi imposible de controlar democráticamente, que intoxica a la sociedad y desvía su atención hacia los políticos –sobre todo hacia los que pretenden reformar algo–, hacia los emigrantes, los ecologistas, o los feministas. Hacia cualquiera que no sean ellos, mientras aumentan su fortuna y sus privilegios, sin que nadie se lo reproche.
Aquí no hay ningún James Bond que pueda destruir la organización mafiosa que intenta controlar el mundo. Solo una toma de conciencia colectiva –que hoy parece absurdamente lejana e improbable–, y la acción democrática que se derivara de ella, permitirían limitar y racionalizar esos enriquecimientos desmedidos, extravagantes, y el poder incontrolado que conllevan. En este asunto es difícil ser optimista de cara al futuro, pero al menos podríamos empezar por dejar de aplaudirlos mientras nos devoran.