Venezuela como realismo trágico
El conflicto actual que vive Venezuela se ha internacionalizado como un asunto no solo de democracia contra dictadura, sino de jugada estratégica para las derechas, tanto en el escenario global, como para consumo interno en algunos países
Si Venezuela fuese hoy un género literario, bien podría caracterizarse de realismo trágico. La toma de posesión de Nicolás Maduro para un nuevo mandato (2025-2031) sitúa al presidente caribeño en el poco honroso panteón de tiranos, reales y ficticios, de la historia latinoamericana. Su asunción es la consolidación de un proceso de autocracia. La autoproclamada victoria sin el respaldo de las actas electorales –solicitadas hasta la saciedad por organismos de derechos humanos, países terceros y opositores– supone una novedad en los modus operandi del chavismo, que hasta ahora había respetado, más o menos, los procesos electorales. Se quebranta así la legitimidad de origen que se supone a todo régimen democrático y se abren, por tanto, las puertas a la dictadura.
El relato de esta tragedia sería incompleto si no se mira también lo que ha sucedido en la oposición en los últimos años. Por un lado, la constancia de que el país no cuenta con un proyecto interno lo suficientemente organizado y plural como para constituir una alternativa sólida frente a Maduro. Es probable que desde las elecciones de 2012, cuando Henrique Capriles lideró una propuesta que supo no solo competir sino hacer titubear al propio Hugo Chávez, Venezuela no haya encontrado esa oferta. Desde entonces, lo que ha primado han sido intentos de ubicar figuras de confrontación, con una estrategia personalista y articulada desde el exterior. El caso de Juan Guaidó es, sin duda, el más grotesco.
Por otro lado, está la deriva hacia una derecha cada vez más radical, que ha ido fagocitando el espacio opositor hasta presentarse como la única salida a Maduro. Es ahí donde entra en juego María Corina Machado, quien, como otros liderazgos regionales y globales de extrema derecha, ha pasado de ser una fuerza residual a ocupar el centro del tablero político. En ese sentido, y debido a la inhabilitación de Machado como candidata, la figura de Edmundo González –diplomático de oficio– ha de entenderse como un intento de suavizar posiciones, al menos en las formas. Un tándem que bien podría emular esa fórmula utilizada cuando hay candidatos proscritos, y que para el caso sería “González al gobierno, Machado al poder”.
A ello se une otro factor clave, y es el contexto regional que vive ahora mismo el continente americano, a apenas diez días de la toma de posesión de Donald Trump y con un Javier Milei que consolida su rol de líder en esa suerte de internacional reaccionaria, que tiene mucho de digital y que parece alimentar hoy Elon Musk. No es casual que la primera parada de González en su gira tras salir de España haya sido Argentina, ni que su gran objetivo fuera reunirse con Donald Trump (algo que, aunque no consiguió, sí conllevó que el estadounidense le reconociese como presidente electo). Tampoco es casualidad que dicha gira está patrocinada por el Grupo Idea, formado en su mayoría por ex presidentes de derecha latinoamericana más José María Aznar, Mariano Rajoy y… Felipe González.
Es de esta forma cómo el conflicto actual que vive Venezuela se ha internacionalizado como un asunto no solo de democracia contra dictadura, sino de jugada estratégica para las derechas, tanto en el escenario global, como para consumo interno en algunos países. En este último caso, la grandilocuencia con que algunas fuerzas de derecha y extrema derecha condenan al régimen de Maduro (que, por otro lado, contrasta con el silencio o desinterés hacia otras dictaduras) se ha convertido ante todo en un arma arrojadiza contra las fuerzas progresistas nacionales, convirtiendo Venezuela en un asunto de política doméstica. Sin duda, España representa un buen ejemplo de esta dinámica, donde el Partido Popular lleva años utilizando Venezuela como referencia habitual para atacar al Gobierno, hasta el punto de ubicarlo en el mismo campo semántico del “sanchismo”, como dos caras de una misma moneda. La concentración en la plaza de Sol del pasado jueves, con Alberto Núñez Feijoo a la cabeza, o las palabras de la secretaria general de los populares, Cuca Gamarra, trazando un disparatado paralelismo entre los actos de conmemoración en España por la muerte del dictador Francisco Franco y la toma de posesión de Maduro, son ejemplos de una estrategia recurrente que ha empleado como nadie la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso.
Este ruido no debería desviar la atención de la pregunta de fondo: ¿cuál es la salida hoy en Venezuela? Máxime cuando todo parece indicar que Maduro y la élite en el poder se van a atrincherar en sus posiciones, con un régimen cada vez más opaco y paranoico, y buscando en China y Rusia su principal apoyo. En América Latina, por su lado, estos apoyos –a excepción de las irrelevantes Cuba y Nicaragua– parecen menguar y, en esa clave, la posición de rechazo (Chile) o frialdad (México, Colombia o Brasil) que han mostrado los gobiernos progresistas de la región aíslan aún más a Maduro, quien encerrado en su propio laberinto podría, en un tiempo, verse forzado a seguir negociando una transición pacífica. Una vía que, siempre que tenga como objetivo primordial evitar un baño de sangre, requiere de sigilo, genuino apoyo a la democracia (la UE y España, en concreto, pueden jugar un papel crucial) y la paciencia necesaria que conlleva entender que, a diferencia de la ficción, el realismo mágico no funciona demasiado bien en la resolución de conflictos.