Una catástrofe estadounidense
Acabamos de recibir un anticipo del extraño flujo de conciencia que emanará de la Casa Blanca durante los próximos cuatro años: Estados Unidos podría empezar a expandirse territorialmente apoderándose de Groenlandia, del canal de Panamá y quizá también de Canadá.
Tal vez el senador Marco Rubio, candidato a secretario de Estado del presidente electo, Donald Trump, debería advertirle a su jefe que ese tipo de elucubraciones geopolíticas brillantes podría hacer que los rusos se pusieran a pensar en recuperar Alaska.
Trump es un hombre profundamente ignorante cuyo conocimiento del mundo parece limitarse a lo que aprendió mirando televisión.
Durante su primera presidencia, los líderes mundiales, especialmente muchos de los políticos europeos con los que se reunió, se quedaron paralizados ante su tabula rasa mental.
La única vez que fue sorprendido con un libro en la mano —la Biblia, nada menos— fue en la tristemente célebre sesión fotográfica en la iglesia de San Juan durante las protestas por George Floyd en Washington.
Como si la ignorancia no fuera suficiente, el presidente electo de Estados Unidos fue declarado responsable de agresión sexual y es un delincuente condenado, amigo de nativistas y racistas, golpista y agitador, y un mentiroso serial que pregona las virtudes de los caníbales de ficción.
Es un estafador clásico, y pareciera que más de la mitad de los votantes estadounidenses no se cansan de él.
Mucho antes de las elecciones presidenciales del 2024, la clase política estadounidense sabía todo lo que había que saber sobre la incapacidad de Trump para el cargo, y tampoco se inmutó.
Trump, procesado en dos ocasiones durante su primer mandato, fue proclamado por los senadores de su partido como un líder apto para dirigir la mayor democracia de Occidente.
Al votar dos veces a favor de la absolución de Trump, los senadores republicanos se negaron a inhabilitar definitivamente a Trump para la presidencia de Estados Unidos, y así, de forma deliberada y directa, permitieron su regreso.
El efecto dominó de esta catástrofe va mucho más allá de ponerle mala cara al “sueño americano”. En efecto, socava los cimientos del orden político en todo el mundo.
¿Qué legitimidad tienen ahora las democracias occidentales para exigir que otro régimen o político respete las reglas y normas internacionales? ¿Cómo deshonramos con cara impasible a los Aleksandr Lukashenko y Nicolás Maduro de este mundo cuando niegan los resultados de unas elecciones que perdieron? ¿Qué credibilidad y efecto esperar al denunciar las mentiras de Vladímir Putin sobre su guerra criminal en Ucrania cuando Estados Unidos tiene un presidente que inventa hechos alternativos?
Lenin dijo célebremente que los capitalistas, por interés propio, les venderían a los bolcheviques la cuerda con la que estos más tarde los ahorcarían.
La clase política estadounidense superó las expectativas de Lenin. Quienes facilitaron el regreso de Trump tejieron la cuerda de la anarquía, ataron la soga, metieron nuestra cabeza colectiva adentro y colgaron a la República estadounidense, todo ello sin ninguna ayuda de los bolcheviques.
Algún día, estudiantes sabios mostrarán cómo todo esto fue consecuencia de la actual revolución de la información, que probablemente está teniendo un mayor impacto en las relaciones sociales y el discurso público que el que tuvo en su día la invención de la imprenta.
Antes de intentar comprender por qué las instituciones existentes parecen no procesar estos cambios revolucionarios y salvaguardar al mismo tiempo un orden democrático liberal, debemos señalar que no sería la primera vez que empeños comunes, que son relevantes y elaborados, se apagan con un gemido.
Los fundadores de Estados Unidos, grupo excepcionalmente talentoso de pensadores políticos sutiles y escritores de talento, previeron muchos de los escollos que harían descarrilar el sistema de gobierno propuesto y lo defendieron brillantemente en El federalista.
Sin embargo, a pesar de su conciencia de la locura humana y de la arrogancia personal, no erigirieron murallas institucionales para proteger la Constitución de Estados Unidos de quien fuera presentador de un reality show televisivo y propietario del concurso de Miss Universo.
Un hombre que aparentemente entró sin avisar en un camarín lleno de concursantes adolescentes semidesnudas hoy está llevando el intrincado e inspirador proyecto ilustrado de los fundadores al borde del abismo.
Trump no lo está haciendo solo, por supuesto. Entre sus facilitadores no solo se encuentra la clase política estadounidense, sino también algunas personas extremadamente ricas (incluida la más rica del mundo) y, más relevante aún, 77 millones de votantes estadounidenses.
La última vez que una gran nación cuyo peso en los asuntos mundiales iba mucho más allá de sus fronteras cayó en manos de un demagogo que escupía odio, hicieron falta 12 años y 70 millones de muertos para que Occidente pudiera empezar a recoger los pedazos.
Construir y mantener un orden institucional liberal requiere años, si no generaciones, de mucho esfuerzo, así como funcionarios visionarios y algún milagro ocasional.
¿Cuánto tiempo llevará reconstruir lo que Trump destruirá? En las mejores circunstancias, deberemos esperar cuatro años para obtener una respuesta.
Mientras tanto —aunque un psicólogo muy amigo opine que mi sentimiento no es más que un signo de senilidad—, no soy optimista.
Jan T. Gross, profesor emérito de Guerra y Sociedad y de Historia en la Universidad de Princeton, es autor de Golden Harvest (Oxford University Press, 2012).
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