En los primeros años noventa, coincidiendo con la Exposición Universal, vino a Sevilla un sacerdote vasco-madrileño que pretendía abrir en la ciudad La Taberna del Alabardero , restaurante de éxito en los aledaños del Palacio Real de Madrid y que en pocos años había cosechado las mejores críticas del público y de la prensa . Estaba dando los primeros pasos con la Escuela de Hostelería, pero su intención era establecerse en la ciudad con local propio para lo que andaba buscando una casa céntrica, a ser posible una casona antigua, una casa sevillana con su patio de luces y todos los resabios de los edificios incomparables de esta tierra. Era don Luis de Lezama Barañano, alavés de Amurrio, que había sido párroco en distintos pueblos de la capital de España, especialmente en Chinchón, después de haberlo sido en Entrevías, junto al Pozo del Tío Raimundo , uno de los destinos menos codiciados por la curia de aquella diócesis. Poco después don Vicente Enrique Tarancón lo ficharía como secretario personal en el Arzobispado. De aquel tiempo en Chinchón le venía su afición taurina que le llevó a promocionar a bastantes muchachos, por lo que fue conocido como el «cura de los maletillas». Después de algunas pesquisas y de visitar no pocos edificios, don Luis se quedó prendado de una casa en la calle Zaragoza que había sido residencia del ilustre escritor y académico don Juan Antonio Cavestany. Y allí se iniciaría la aventura hispalense de la Taberna , cuyo grupo ya internacional, el Grupo Lezama, tiene hoy quinientos empleados , diez restaurantes –uno de ellos en Washington- y tres escuelas de hostelería que han formado a cientos de profesionales de los servicios de restauración y que actualmente ocupan puestos preferentes en otros tantos negocios del arte de dar de comer. No se puede pasar por alto una mención muy especial a la Escuela de Hostelería de Sevilla que, desde sus comienzos en la plaza de Molviedro hasta nuestros días en el Pabellón de la Navegación en la Cartuja, ha formado a varios miles de profesionales que han revitalizado una profesión que se había ido dejando a gentes no cualificadas y que hoy ocupan los mejores puestos del sector. Algunos se han puesto al frente de negocios de éxito e incluso figuran ya en los listados del estrellato Michelin . Desde hace casi medio siglo me ha unido una amistad fraternal con Luis de Lezama. Es el cura de mi familia. Hemos viajado juntos y hemos estado en todos sus establecimientos, incluso en el de Washington, donde coincidimos un día con el matrimonio Clinton y con Michelle Obama . Le hice escribir los domingos en ABC. He sido su monaguillo en misa y hemos pasado veladas inolvidables en su caserío de Amurrio donde te despiertas con las esquilas de las vacas del prado cercano. Hemos estado sin rechistar en el bulevar de San Sebastián mientras temíamos que nos reconocieran los simpatizantes de la ETA que se manifestaban en los años bravos. En fin, hace un par de meses tuve el honor de pronunciar su laudatio, que solo podía ser la síntesis de la admiración y la amistad que nos une, en el acto de entrega del premio de gastronomía de la Cámara de Comercio de Sevilla. Pero no podemos olvidar las otras actividades del Padre Lezama. Consagrado al sacerdocio desde 1962 y licenciado en Periodismo por la Complutense, ha sido enviado especial en numerosos puntos conflictivos del Planeta como en los Altos del Golán , y en territorio israelí entrevistó a Golda Meir. Pero lo que nunca olvidó como informador es su viaje a Montevideo en 1972 donde entrevistaría a los supervivientes del accidente aéreo de la selección uruguaya de rugby. Por su programa de radio en la Cope recibió el Premio Ondas que concede la Cadena Ser. Necesitaría al menos medio periódico si intentase hacer el relato completo del currículum de tan insigne presbítero que ha tenido tiempo a lo largo de su vida de hacer mil cosas sin dejar ninguna a medias. Así lo entendió el cardenal Rouco Varela cuando le encargó la construcción de una parroquia en el madrileño nuevo barrio de las Tablas y ya puesto en faena sacó tiempo y recursos para levantar a su lado un colegio al que bautizó como Santa María la Blanca , advocación que recuerda a su Patrona de Álava y a la iglesia de la judería hispalense. Allí ha desarrollado hasta su jubilación, con dedicación y entrega, una admirable labor pastoral que incluía misa dominical infantil con reparto de globos y piruletas. Con uno de estos caramelos obsequió al Papa Francisco y algunos años después el Santo Padre lo distinguiría con una audiencia personal y privada en su residencia de Santa Marta del Vaticano. Recuperada definitivamente para el ámbito de la Cultura, el Grupo Lezama ha llevado a sus más altas cotas la gastronomía con platos cuyo único denominador común es la excelencia trufada por las viejas artes de la cocina española y salpimentada por la entrega de todo un equipo de profesionales que vibra con su oficio y hace verdad aquello del trabajo bien hecho. El alma de todo ello ha sido desde hace medio siglo don Luis de Lezama al que hoy despedimos con respeto y emoción. El Páter, como familiarmente le llamábamos, ha sido también presidente de Eurhodip , la asociación que reúne a todas las escuelas de hostelería de la Unión Europea; ha dado de comer a los miembros de la Cumbre Iberoamericana en el Palacio Real, y ha viajado por medio mundo llevando como bandera las esencias de la cocina española. Sevilla, que ha rotulado con su nombre una rotonda de la Cartuja, sigue estando en deuda con el Padre Lezama que gracias a la fundación de su Escuela de Hostelería en esta ciudad está proyectando el buen hacer de sus fogones por toda España con cientos de jóvenes profesionales formados a la vera del Guadalquivir. Es por lo que, recogiendo el sentir de tantos y tantos amigos, me permito sugerir que don Luis de Lezama Barañano sea nombrado hijo adoptivo de Sevilla como reconocimiento a los grandes servicios prestados a la hostelería hispalense.