Elección judicial: ¿qué podemos hacer?
En otros momentos he sostenido que participar en la elección judicial es la decisión ética para evidenciar los problemas de diseño de la reforma, contener las implicaciones en términos de captura total de la función jurisdiccional y preservar los rasgos de identidad –separación de poderes, garantía de los derechos fundamentales y pluralismo democrático– de nuestro convaleciente Estado constitucional.
La abstención, por el contrario, facilita que los poderes fácticos y las aplanadoras –clientelares, corporativas y criminales– impongan a todos los juzgadores del país; esto es que una minoría movilizada de un dígito de participación electoral implante facciones que tengan la última palabra en la decisión del contenido del derecho y en la adjudicación de nuestros derechos.
Pero resuelto el dilema en el sentido de la participación, surge inevitablemente la pregunta sobre las reglas, los derechos, los canales y los instrumentos que posibilitan a los ciudadanos a involucrarse activamente en la defensa de principios, causas y, en general, de los valores en juego en la inédita elección judicial.
A diferencia de los procesos para renovar a los poderes Ejecutivo y Legislativo, el nuevo modelo judicial excluye expresamente a los partidos políticos de cualquier forma de intervención en la elección. Efectivamente, están impedidos para postular candidatos y promover el voto bajo una plataforma común y, también, para realizar las actividades de vigilancia y de defensa de los intereses directos y difusos que se afectan o ponen en peligro por actos u omisiones de las autoridades o por las conductas desplegadas por los competidores. Por ejemplo, en la elección judicial no existe, como sí sucede en las otras elecciones, un representante ante los consejos del órgano electoral habilitado para debatir la regulación administrativa, las decisiones organizativas o la instrucción y resolución de procedimientos sancionatorios.
En ese sentido, cada candidatura judicial es en sí misma un partido político para el ejercicio de sus derechos, el goce de sus prerrogativas –todavía en duda– y para el cumplimiento de las reglas del juego. Parte de la lógica institucional de los sistemas de partidos es que éstos pagan las consecuencias jurídicas de los actos de sus militantes, simpatizantes y candidatos. Enfrentan, por tanto, incentivos a asumir internamente deberes de cuidado e implementar acciones preventivas y correctivas de disciplina para evitar precisamente esas consecuencias. Pero, al mismo tiempo, la competencia política entre los partidos se traslada inevitablemente al terreno de las controversias jurídicas y litigiosas por el cumplimiento de la ley. Esa supervisión recíproca aumenta el riesgo y tiende a equilibrios virtuosos. Los partidos se desenvuelven, en buena medida, como contralores de la lealtad democrática del proceso.
El modelo judicial excluyó a los partidos, pero no a otras formas de asociación para fines políticos. Las agrupaciones políticas nacionales –y locales–, dice la ley, “coadyuvan al desarrollo de la vida democrática y de la cultura política, así como a la creación de una opinión pública mejor informada”. Tienen derechos específicos de participación en procesos electorales, sin que se les pueda aplicar por analogía o mayoría de razón la exclusión hecha a los partidos políticos.
Una agrupación política nacional para la elección judicial es el vehículo institucional, transparente, regulado y fiscalizado para organizar no sólo a los candidatos que se identifiquen con un sistema de valores y que estén dispuestos a defenderlo, sino también a los ciudadanos que no se rindan ante la apatía, el miedo o la inevitabilidad de la cargada. Un espacio para promover el voto por los candidatos auténticamente republicanos que ejerzan su libertad desde la independencia, para vigilar a la autoridad electoral y para denunciar la intervención del poder, sobre todo del dinero público y las fuentes de financiamiento extralegal. Una estructura cívica equipada de convicción y voluntad para multiplicar los esfuerzos colectivos.
Las nuevas reglas del juego exigen actitudes pragmáticas. Aprovechar estratégicamente los márgenes que da la ley. Esas resorteras que de pronto tumban gigantes de una pedrada.