La vida ordinaria, por Raúl Tola
Cuando escribió su «Ulises», James Joyce partió de una premisa: en literatura no hay historia pequeña. En manos de un buen escritor, con la inteligencia y sensibilidad adecuadas, capaz de darle el enfoque y escoger el estilo y la técnica convenientes, la historia más intrascendente, la anécdota más superficial o el episodio más ligero pueden convertirse en una ficción poderosa, que resuma los altibajos y contradicciones de nuestra naturaleza y que, al mismo tiempo, consiga divertirnos, conmovernos y transformarnos. Es lo que Joyce consiguió de manera casi milagrosa en «Ulises» con las poco más de 24 horas en la vida de Leopold Bloom, su protagonista, que, mientras recorre Dublín cruzándose y descruzándose con personajes como su esposa Molly, Stephen Dedalus o el antipático Buck Mulligan, es elevado a las alturas de los héroes de la mitología griega (de ahí que el título sea el nombre del protagonista de «La Odisea»).
Esta idea dio origen a una novela sorprendente, provocadora y revolucionaria. Para ello, Joyce empleó una infinidad de recursos narrativos que, en su momento (la primera edición, publicada en París por Sylvia Beach, es de 1922), recompusieron la forma de escribir, al mismo tiempo que causó escándalo por su tratamiento libérrimo de la sexualidad, la escatología y la sordidez que habita en una mente cualquiera, que lo hicieron blanco de la censura, entre acusaciones de pornografía y blasfemia.
Joyce se hizo conocido por el monólogo interior, ese flujo de la consciencia que reproduce la manera en que nuestra mente funciona, encadenando ideas, imágenes y sensaciones de formas que muchas veces parecen arbitrarias. Pero «Ulises» es un compendio de técnicas literarias que demuestra como pocos la vocación omnívora de la novela, ese mecanismo que, para cumplir sus propósitos, puede aprovecharse de todas las posibilidades de la palabra escrita: la epístola, el diálogo, la poesía, el libreto, etcétera. Parte de su efecto proviene de la búsqueda de su autor de un estilo nuevo, que cuidaba la sonoridad de cada sílaba —algo que se pierde en las traducciones al español—, jugaba con el sentido del idioma y llegó a crear eso que Borges llamó «centauros de palabras», construidos al combinar el inicio de una palabra y la terminación de otra.
Cuando uno recorre Dublín tras los pasos de Leopold Bloom, como lo hice hace unos años en compañía de mi querida amiga Carmen McEvoy, descubre hasta qué punto son irrelevantes los hechos que se cuentan en «Ulises». Desayunar, ocuparse en el baño, comprar una pastilla de jabón, asistir a un entierro, comer en un restaurante, visitar un bar, tomar una cerveza y volver a casa: episodios que la persona más anónima e inocua cumple de manera cotidiana, sin pensar en ellos.
La idea de que, con el tratamiento correcto, cualquier historia contiene el germen de la literatura, ha tenido una larguísima lista de seguidores en todo el mundo, pero probablemente sea en los Estados Unidos donde ha arraigado más, produciendo los resultados más abundantes y notables. Los personajes de Hemingway, Raymond Carver o Richard Ford suelen ser ordinarios, domésticos, de una simplicidad aplastante. Sus historias transcurren en escenarios corrientes: una gasolinera, un motel de carretera, una panadería, una casa de los suburbios, un supermercado. Pero son, al mismo tiempo, extraordinariamente humanos y en sus pequeñas miserias los lectores vemos reflejada nuestra lucha diaria, lo que nos hace identificarnos, sufrir con ellos y vivir sus contadas alegrías.
Es en estos lugares sin alma que Elizabeth Strout ubica su universo narrativo. Para ello inventa Crosby, un pueblo costero en el estado de Maine habitado por hombres y mujeres solitarios, atribulados, anodinos, cuyas vidas se ven sacudidas por pequeñas fracturas: una enfermedad, un matrimonio, un viaje, una jubilación, un encuentro. A lo largo de diez libros, en los que los mismos personajes aparecen, desaparecen, se encuentran y distancian, este microcosmos le ha permitido revelar lo inusual de lo simple. Como dice la propia Strout: «No creo haber conocido a una sola persona cuya vida, si llegara a conocerla, no fuese extraordinaria».
Un ejemplo es Olive Kitteridge, su personaje más conocido, protagonista del libro homónimo que ganó el Premio Pulitzer en 2009 e inspiró una serie de HBO con Frances McDermontt en el papel de Olive. Se trata de una profesora de matemáticas subida de peso, malencarada y sin dobleces, que dice brutalmente lo que pasa por su cabeza, a quien temen sus alumnos, sus vecinos, su esposo Henry y su hijo Christopher, pero que, al mismo tiempo, es dueña de un fondo noble, una empatía secreta, una generosidad abrumadora y un sentido común irreprochable, que la convierten, con sus juicios, pensamientos y actitudes, en una suerte de consciencia moral del pueblo. Lo mismo sucede con Lucy Barton, su otra creación emblemática, una mujer de orígenes rurales que se crio en la pobreza y la ignorancia más estremecedoras pero que, gracias a una fuerza secreta que habita su interior, destaca en el colegio, consigue una beca, estudia en la universidad y se hace escritora, lo que despierta extrañamientos, sospechas, desconfianzas y envidias entre los suyos.
A diferencia de las exploraciones de Joyce, y en la línea de Hemingway, Carver o Ford, el estilo de Strout es parco, contenido, preciso y funcional, lleno de silencios y sobreentendidos. Sus narraciones balancean muy bien las acciones y los pensamientos, permitiendo una visión periférica de los personajes, a los que sentimos conocer como si fueran de carne y hueso e interactuaran con nosotros a través de las páginas impresas. Strout tiene novelas clásicas como la magnífica «Mi nombre es Lucy Barton», pero en otros casos recurre a un formato muy peculiar, de relatos independientes, con nombres propios, que mantienen un tono y algunos acontecimientos en común, como la aparición de un personaje o la referencia a hechos pasados, lo que los hace funcionar también como episodios de una novela.
Aunque muy estimada por la crítica y un buen número de lectores en los Estados Unidos, es recién en estos años que la obra de Elizabeth Strout ha comenzado a despegar definitivamente, alcanzando la proyección que de veras merece. El año pasado apareció «Cuéntamelo todo» —catapultado a la categoría de superventas en Estados Unidos, luego de ser elegido libro del mes del club del libro de Oprah Winfrey—, donde coinciden y dialogan todos los personajes de sus anteriores publicaciones. Saldrá en español a inicios de febrero y pienso comenzar a leerlo en cuanto termine este artículo.