Cuando Roberto Bolaño prologó “Los jefes” y “Los cachorros” de Mario Vargas Llosa
Los lectores de Roberto Bolaño (1953 – 2003) quieren saber todo de él. No hay dato que quede en el aire, ni anécdota que pueda calificarse de menor. Si hoy hablamos y discutimos la obra y vida de Roberto Bolaño, se debe a que detrás de su poética (novelas de lectura imprescindible: Los detectives salvajes, Estrella distante y 2666, por ejemplo) hay igualmente una leyenda. Pero esta leyenda vital, que se construyó desde la más absoluta marginalidad (Bolaño comenzó a disfrutar del reconocimiento pasados los 40 años), resulta más que atractiva para el seguidor, porque alrededor de ella se han forjado no pocos discursos nutridos por la épica existencial. A diferencia de muchas figuras literarias que sonaron en su momento y que hoy están algo olvidadas, la del chileno no es que se mantenga vigente, todo lo contrario, no deja de suscitar interés, especialmente para las nuevas generaciones de lectores. Así lo vimos hace unos meses, cuando 2666 y Los detectives salvajes estuvieron en la lista de los 100 mejores libros del siglo XXI para el New York Times.
Sobre la relación de Bolaño con Perú, se sabe de su cercanía con el grupo poético Hora Zero. Bolaño era un admirador de la poesía de Enrique Verástegui, intercambió cartas con Jorge Pimentel y los postulados de Hora Zero sirvieron de acicate para que un joven Bolaño y su amigo Mario Santiago Papasquiaro fundaran el infrarrealismo en México en 1975. Bolaño, antes que escritor, se calificaba de lector voraz y entre sus preferencias estaba la poesía, y en ese terreno la tradición poética peruana, una de las más sólidas del siglo pasado, lo seducía. Se colige: no extraña que Bolaño haya puesto a los poetas peruanos como parte de su obra de ficción (al respecto, revisar Los detectives salvajes).
Cuando falleció en junio del 2003 en Barcelona, Bolaño tenía 50 años. ¿Por qué estaba presente Bolaño? Por sus libros, se entiende. Pero también por sus opiniones que revelaban a un contreras de manual, a alguien dispuesto a ser parte de las más encendidas polémicas, con mayor razón si estaban inscritas en el terreno de la literatura. Esta actitud no conocía dimensiones: podía levantar el dedo crítico en dirección al autor menos talentoso y mostrar el mismo rigor hacia referentes como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa.
A razón de esta postura, que no rendía pleitesía a las vacas sagradas de la narrativa latinoamericana, se llegó a creer –la habladuría de la leyenda- que Bolaño era un escritor radical, cerrado en cuanto a la manera en que miraba el mundo. Esta impresión se hizo más fuerte con su muerte.
Hace muchos años, en mi etapa de librero, un amigo me llegó a hablar del prólogo de Roberto Bolaño a Los cachorros y Los jefes de Mario Vargas Llosa, incluidos en la colección Las 100 joyas del Milenio que lanzó en los noventa el diario español El Mundo. Cuando mi amigo me comentó de ese texto, sencillamente se me hizo difícil de creer (que no le gustara la posición política de Vargas Llosa no me llamaba la atención, era lo natural para un hombre calificado de izquierda, pero sí que haya escrito del Vargas Llosa escritor).
Es sabido que el autor de Estrella distante no se expresaba nada bien del hoy Nobel de Literatura, ya sea por su postura política y su propuesta literaria, al punto que, en una entrevista, que pueden encontrar en YouTube, no duda en calificarlo de viejo macho de la literatura latinoamericana.
Pues bien, ¿qué dice el detective salvaje?
No mucho, la verdad. Es decir, Bolaño no es pródigo en elogios y es más que nada descriptivo. Sin embargo, el arranque de su prólogo es no menos que fenomenal y adictivo.
Cito:
“En el recuerdo de mis lecturas juveniles hay cuatro novelas cortas escritas por autores que más bien solían escribir novelas largas, cuatro novelas que al cabo de los años conservan toda su carga explosiva original, como si tras estallar en una primera lectura volvieran a estallar en una segunda y en una tercera lectura y así sucesivamente, sin llegar nunca a agotarse. Son, sin lugar a dudas, obras perfectas. Las cuatro hablan de derrotas, pero convierten la derrota en una especie de agujero negro: el lector que meta su cabeza allí sale temblando, helado de frío o cubierto de sudor. Son perfectas y son ácidas. Son precisas: la mano que maneja la pluma es la de un neurocirujano. Y son también una fiesta del movimiento: la velocidad de sus páginas hasta entonces era inédita en la literatura de lengua española. Estas novelas son El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar, El lugar sin límites, de José Donoso, y Los cachorros, de Vargas Llosa.
La publicación es del año 1999. Y me pregunto: ¿Bolaño era lo suficientemente conocido para prologar a un grande? En apariencia no. Quizá se le convocó porque estaba en pleno ascenso, en franca proyección, porque un año antes había obtenido el Herralde de Novela con Los detectives salvajes, novela que consiguió el Rómulo Gallegos un año después. No encuentro otra razonable explicación. Solo una: como lector, Bolaño sabía dividir al hombre político del escritor.