Paroxismo por las notas
La vulgaridad ha llegado a extremos insospechados: en el programa de David Broncano, alguien del público comentaba que había traído preservativos de regalos para todos los asistentes. El anuncio fue recibido con aplausos y gritos y el humorista, extasiado, comenzaba a dar mamporros a su bombo.
Una anécdota, ciertamente, pero que ilustra el lodazal en que se ha convertido una televisión que, por detalles zafios como estos, no podemos decir que sea de todos. La cosa no ha cambiado mucho desde el “pan y circo” y eso que, como me dijo el otro día un amigo, las costumbres de los césares también llegaron hasta extremos soeces, según mostró Suetonio.
Nada ha cambiado, podría afirmar un optimista. Ahora bien, si se lee el curso histórico, quizá no haya razones para serlo, puesto que uno pensaría que el progreso habría de habernos desengañado, conduciéndonos a entornos culturales más sublimes. ¿Acaso no se puede considerar, por ejemplo, que, así como alcanzamos cotas nunca vistas en lo relativo a los avances científicos, podríamos haber llegado a grados mayores de refinamiento cultural?
No hay que ser un avezado historiador para darse cuenta de que la evolución de la ciencia y de las costumbres han seguido cursos desiguales, cuando no antagónicos. Tenemos todos las enciclopedias del mundo en el móvil, todos los cuadros inimaginables a golpe de clic, todos los libros de buenas costumbres y, sin embargo, nos cuesta darnos cuenta de que la cortesía nos obliga a ceder nuestro sitio en el autobús si hay algún impedido cerca.
En cuestiones sexuales, también se suscitan paradojas. La promiscuidad deja heridas emocionales en uno y otro lado, pero no parece que la creciente, y a veces excesiva, sensibilidad hacia la naturaleza haya mejorado nuestra capacidad para acoger y humanizar el deseo, ni para detectar las necesidades psicológicas de los otros.
Porque el sexo de usar y tirar no solo puede aumentar la morbilidad. Tampoco se trata únicamente de un problema moral. Antes que todo ella, se encuentra la vulnerabilidad de un cuerpo que emplea su intimidad o su yo más profundo como una mera moneda de cambio. Y eso nos expone al sufrimiento.
¿No se ve por todos los lados una contraposición clara entre la obsesión de los padres por la carrera profesional de sus vástagos y una desatención completa hacia su desarrollo moral?
Esta paradoja no es exclusiva de un sector de la población; afecta, según mi experiencia, a las familias más bienintencionadas, que llevan a sus hijos a colegios caros o que presumen de vivir en entornos moralmente saludables.
Si miráramos por el ojo de la cerradura en uno de esos hogares, podríamos ver que la insistencia en las buenas notas y las exigencias de mayor rendimiento académico centran las conversaciones entre padres e hijos. Y eso no tiene que despertar nuestros reproches.
Pero me atrevo a decir que las faltas de educación, la ordinariez o esos pequeños hábitos que oscurecen la generosidad de nuestros hijos deberían ser castigados con mucha más dureza que los deslices en los exámenes.
El paroxismo de las notas puede dar lugar a situaciones esperpénticas. Leo en The Wall Street Journal que en Estados Unidos los padres emplean estrategias cada vez más ambiciosas y extrañas para garantizar calificaciones más altas para sus hijos. Hacer los deberes del chaval para que no quede en evidencia o, peor aún, sustituirle en las manualidades no es solo una decisión equivocada porque les hurta oportunidades de aprendizaje; es erróneo porque se les impide vivir experiencias creativas o desafiantes y afrontar el éxito y el fracaso. Sobre todo, el fracaso.
Pues bien, al parecer, entre las familias de clase alta se está generalizando la costumbre de contratar profesores particulares. Pero ahí no acaba la cosa: supuestamente, como ha crecido la competencia debido al uso excesivo de herramientas de IA, los padres no quieren que los tutores ayuden al niño, sino que, como especialistas en la materia, escriban sus trabajos y los hagan destacar. Porque lo relevante es el éxito, claro.
Si lo relevante es tener tutores bien preparados que hacen los deberes ¿qué ocurre con quienes no pueden permitírselos? En países asiáticos, como Corea del Sur y China, las autoridades controlan las clases particulares e incluso las prohíben. Un profesor particular allí gana a menudo más que un docente en un colegio.
Vivimos en sociedades del conocimiento y la información y nuestra deriva nos conduce a malformaciones importantes. Por un lado, encontramos especialistas que tiene un CV abultadísimo, pero que observan solo una parte de la realidad y se obsesionan con ganar dinero o triunfar, sin pensar que ese enfoque exclusivo hacia lo profesional puede ser, a la postre, insatisfactorio.
Para evitar este paroxismo, recomendaría la lectura de La muerte de Ivan Ilich, la famosa novelita de Tolstoi, en el que el protagonista, a punto de morir, se da cuenta de que su exitosa vida es polvo, nada, comparada con la grandeza moral en la que ha vivido su cariñoso sirviente.