La irreverencia del carnaval: cuando la fiesta ríe, el poder tiembla, por Macarena Moscoso Barrio
La cultura en el Perú atraviesa tiempos oscuros. En los últimos meses, hemos visto un patrón sistemático de censura: el veto al Dúo Arguedas en el Gran Teatro Nacional por sus críticas al gobierno, la expulsión de la artista Johanna Casafranca del Santurantikuy por exhibir un cuadro con la inscripción "Ninguna mujer con Dina", la intervención policial en el desfile de alegorías de la Universidad de Bellas Artes del Cusco. La cultura, parece, solo es bienvenida cuando es dócil, cuando no cuestiona, cuando no incomoda al poder.
Frente a esta sistemática restricción de las expresiones artísticas críticas, el carnaval vuelve a emerger como el último bastión de la resistencia popular. "Dina Balearte provocas al pueblo / Con tus cirugías de todo te burlas", cantan las comparsas en la entrada del carnaval ayacuchano de este año, retomando y profundizando la protesta. Un año después de las primeras manifestaciones carnavalescas contra el gobierno, las máscaras vuelven a danzar y la música tradicional se mezcla con una indignación que, lejos de aplacarse, se ha intensificado. No es casualidad que el pueblo haya elegido el carnaval como escenario para manifestar su descontento. Desde tiempos coloniales, esta festividad ha sido el espacio donde las jerarquías se invierten y donde aquellos que normalmente deben callar encuentran su voz.
Durante el carnaval 2024, el Colegio de Abogados de Ayacucho tuvo que salir en defensa de estas expresiones populares, recordándonos que la libertad de expresión no es un privilegio sino un derecho fundamental. ¿Qué dice de nuestro país que necesitemos defender el derecho a cantar coplas de carnaval? La respuesta está en otra copla que resuena desde el año pasado: "No hay estado de derecho es dictadura / Si tú piensas libremente ya es delito".
La victoria del artesano Reynaldo Quispe en el reciente concurso de máscaras de Ayacucho, con una obra que satiriza el escándalo de los relojes y las cirugías de la presidenta, no es solo un triunfo artístico: es un manifiesto político que actualiza la protesta. Cuando el arte popular toma los escándalos de la clase política y los convierte en máscaras y coplas, está haciendo algo más que entretener: está construyendo memoria, está documentando la historia desde abajo, está resistiendo.
"Wayki Oscorima me mandas tu rolex / Dile es prestadito/ JAJAJA ", cantan las comparsas, en una referencia que cobra nueva relevancia tras un año de investigaciones inconclusas. La mezcla de quechua con castellano, fusionando la burla con la denuncia, se mantiene como sello distintivo de la protesta. El uso del bilingüismo no es casual: es una forma de afirmar que la crítica política también puede y debe hacerse en las lenguas originarias, que la indignación no necesita traducción cuando el abuso es tan evidente.
La presidenta Boluarte, con su tristemente célebre frase "Puno no es el Perú" y su reciente decisión de no asistir a la Fiesta de la Candelaria, sumada a aquella afirmación de que una familia puede alimentarse con diez soles ("Almuerzo y postre te doy por diez soles", siguen burlándose las coplas), ha profundizado su desconexión con la realidad de las regiones. Esta brecha no ha hecho más que crecer desde las muertes de 50 personas durante las protestas de 2023, muertes que el poder pretende minimizar pero que el pueblo recuerda con más fuerza.
¿Cómo olvidar cuando las heridas siguen abiertas? "Como una lechuga fresca te apareces / Porque ya no tienes sangre en la cara", cantan las comparsas, manteniendo viva la memoria de la represión. La campaña "De qué color son tus muertos" del año pasado nos recordó que el racismo y el centralismo siguen determinando el valor que se da a las vidas en nuestro país. El carnaval 2025 nos muestra un país donde el bajísimo porcentaje de aprobación presidencial se traduce en creatividad popular renovada, donde la indignación por los Rolex y las cirugías se transforma en arte cada vez más incisivo, donde la memoria de los caídos se preserva y actualiza en coplas y danzas. "Agonizando está la democracia", dice una copla, y, sin embargo, el pueblo encuentra formas cada vez más ingeniosas de mantener viva la protesta.
El Congreso tampoco escapa a la crítica carnavalesca: "No trabajan, no hacen nada, solo cobran rico", cantan las comparsas, en una síntesis que sigue siendo perfectamente válida un año después, reflejando el sentir popular hacia una institución que, lejos de representar al pueblo, parece empeñada en profundizar la crisis.
¿Por qué teme tanto el poder a estas expresiones populares? Porque el carnaval, con sus máscaras y coplas, con su mezcla de idiomas y tradiciones, con su capacidad de convertir el dolor en arte y la protesta en fiesta, representa todo lo que no puede controlar. La risa se convierte en el arma más afilada: mientras el poder necesita de la violencia para imponer su verdad, el pueblo encuentra en la carcajada colectiva una forma de poesía insurrecta. Cuando el pueblo ríe, el poder tiembla, porque la risa popular tiene la capacidad de desnudar las pretensiones de grandeza, de revelar las contradicciones, de señalar las injusticias. Es en esa transformación de la denuncia en celebración donde radica su verdadera fuerza poética y política.
La verdadera fuerza del carnaval no está solo en su capacidad de crítica, sino en su poder para mantener viva la memoria y actualizarla. Mientras las autoridades pretenden que olvidemos los muertos, las coplas los recuerdan cada vez con más fuerza. Mientras el gobierno insiste en su narrativa de normalidad, las máscaras muestran con más claridad la verdadera cara del poder. Mientras Lima se empeña en negar la realidad de las regiones, el carnaval la pone en primer plano.
"Llaqta Wañusqanta" (el pueblo que ha muerto), dice una copla en quechua, y en esas dos palabras se condensa todo lo que el poder querría que olvidáramos. Pero el pueblo no olvida, y mientras haya carnavales, habrá memoria. Mientras haya máscaras, habrá verdad. Mientras haya coplas, habrá resistencia.
La presidenta puede seguir evitando las regiones, pero el carnaval nos recuerda que el Perú está ahí, bailando, cantando, protestando, resistiendo. Y mientras el poder se esconde tras sus eufemismos y sus negaciones, el pueblo seguirá usando el arte y la fiesta como sus armas más poderosas. Porque cuando el carnaval se convierte en venganza, no hay poder que pueda silenciar la risa del pueblo.