La política del tahúr
Ya se sabe lo que pasa con las concesiones: no tienen límites. Cualquier padre lo sabe, así como los buenos negociadores que, conscientes de que, si ofreces la mano te pueden coger el hombro, calculan muy bien las primeras ofertas. Ya solo por esto, resultaría preocupante lo que ocurre en el gobierno de España, dispuesto a dar más de lo que la contraparte piensa y que está tan poco preparado para las transacciones que juega siempre con las cartas marcadas.
Cada semana nos desayunamos con algún nuevo pacto o cesión que coge por sorpresa incluso a los propios beneficiarios. Algunos de los que están presenten en la mesa de intercambios, donde uno de los postores juega con España como si se tratara de fichas de casino, ha comentado su sorpresa porque quienes se sentaban enfrente duplicaban, sin habérselo pedido, sus promesas.
Estaría equivocado quien viera en esta actitud algo parecido a los impulsos del ludópata. Algo puede haber, pero todo ello se parece más a la persona superficial, al megalómano que se juega precisamente lo que no es suyo. De ese modo, construye su ego a base de préstamos que transfiere, sin preguntar, a los demás.
Lo que se esconde detrás de la Ley de Amnistía, de la cesión de competencias y, tras las últimas noticias, la condonación de la deuda autonómica es esa idiosincrasia. Sin embargo, el riesgo es mayor que el que apuesta todo a una carta o vive de echar faroles y los pierde.
“La ruptura con la convicción de que las libertades tienen un suelo quebradizo y frágil, llevó al 68 y de allí a las democracias lábiles y precarias de hoy”
Pensándolo bien, hemos llegado a un momento de crisis institucional sin parangón. Este invierno que atravesamos dura ya más de lo deseable y a mi juicio va a tener repercusiones duraderas, pues ha erosionado como nunca antes la legitimidad de la política y el prestigio de quienes se encargan, supuestamente, de cuidar de lo que es de todos.
El problema de fondo es que estamos dilapidando formas de vida que han acumulado logros y victorias a base de eficacia y de mostrar su utilidad para la convivencia política. Los mecanismos del Estado de Derecho constituyen el ethos del civismo y los expertos tienden a pensar que, en ausencia de ellos, empezaremos a inclinarnos hacia otra forma de régimen.
La Edad Moderna terminó terriblemente con el horror de los campos de concentración y la institucionalización de la vesania; la posmodernidad pintaba mejor cuando solo la representaban unos cuantos hippies que llenaban de grafitis los muros de la Sorbona. Sin embargo, el riesgo de totalitarismo no ha desaparecido.
No piensen que se trata de una exageración. En gran parte, el consenso de la posguerra muñido entre izquierdas moderadas y conservadores se asentaban sobre el reciente recuerdo de la estación a la que había llevado el tren del radicalismo; la ruptura con la convicción de que las libertades tienen un suelo quebradizo y frágil, es decir, que los mesianismos constituyen siempre una posibilidad permanente de la historia, llevó al 68 y de allí a las democracias lábiles y precarias de hoy.
Muchos de los que cuentan con más renombre en la filosofía política han alertado de que, en el campo de lo humano, son mucho peores los estragos que puede ocasionar un tonto que los que se derivan de los demonios más truculentos. Al sanguinario se le ve venir; el tonto puede alcanzar el poder mostrando su candidez e inocencia y, con ella, cargarse lo construido con tanto tesón durante años y años.
Se me escapa los proyectos que puede tener el gobierno; no sé nada de sus líneas estratégicas y en muchas ocasiones tengo la impresión de que improvisan sin reparar en el coste económico y moral que tienen sus decisiones de última hora. Hay críticos de esa coalición zombi que controla los mandos de la nave tanto en la derecha como en la izquierda.
Lo más preocupante, con todo, no son las añagazas que se emplean desde la Moncloa con tal de no dejar ni un momento la poltrona presidencial. A mi juicio, Sánchez inopinadamente ha sido el beneficiario de su propia ineptitud, hasta el punto de que sus decisiones están dinamitando la única esperanza que teníamos de cambiar las cosas: el papel de la oposición.
Entiéndase bien, pues se trata de un problema que apuntó en su momento Wittgenstein y en el que se han concentrado muchas de las mentes más brillantes de la filosofía analítica. El filósofo vienés sabía que un juego no tiene un sentido establecido: está definido por reglas arbitrarias, a veces absurdas, pero que lo dotan de consistencia. De ahí que resulten tan graves las trampas: en el momento en que uno mueve a su antojo una ficha del ajedrez, el juego como tal se desvanece.
“Sánchez inopinadamente ha sido el beneficiario de su propia ineptitud, hasta el punto de que sus decisiones están dinamitando la única esperanza que teníamos de cambiar las cosas: el papel de la oposición”
La política posmoderna es peligrosa precisamente porque obvia las reglas del juego, es decir, no reverencia lo que da sentido a la democracia: el respeto a la ley, la búsqueda del bien común, la lealtad institucional, la importancia de las formas… Pero no crean que el peligro de esa forma de actuar tiene que ver solo con el aumento de los errores o la toma de decisiones que, desde la otra barandilla política, se consideren erróneas.
Esa forma de actuar descoloca a quienes sí respetan las reglas. La treta más genial de Sánchez no ha sido la que la ha llevado a la Moncloa, sino todas esas decisiones de tahúr que han desconcertado a la oposición y a quienes velan por los acuerdos, la Constitución y las decisiones judiciales.
Dicho con toda crudeza: no hay oposición en España porque Sánchez se ha cargado las reglas que casi todos siguen y por eso siempre tienen las de ganar. Aunque todos los demás, por desgracia, salgamos perdiendo.