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Trump 2.0: Nostalgia social y revolución política, por Alberto Vergara

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Es sabido que Karl Marx aseguró que la historia suele repetirse dos veces; la primera en forma de tragedia, la segunda como farsa. La frase me vino a la mente cuando Pedro Castillo ejecutaba su propia versión del autogolpe de Fujimori y probaba que en el Perú cuando la historia se repite aparece primero como tragedia y luego como episodio de Al fondo hay sitio.

Esto viene a cuento porque desde un lugar completamente distinto, Donald Trump desafía e invierte el viejo dictum marxista: su primera presidencia se nos aparece hoy como un reality show de mal gusto y, esta segunda, como una tragedia en plena forma. Durante su primer mandato, recuerdo una caricatura en The New yorker en la que unas personas comentaban algo así como “¿y qué tal si este presidente simplemente nos asegura la diversión cotidiana?”. Hoy ya nadie haría ese chiste. Como le dijo don Barzini a Vito Corleone, “times have changed”

Trump versión 2.0 es otra cosa. ¿Pero qué es? Estas semanas han aparecido una multitud de caracterizaciones del personaje, sus creencias y ambiciones. Quisiera utilizar este artículo para desbrozar mis propias confusiones y proponer una caracterización política que resulta casi un oxímoron: Trump como reaccionario revolucionario.

El reaccionario es la antítesis del progresista. No es un conservador preocupado por defender el statu quo sino alguien que desprecia los avances que produjeron el statu quo (de ahí la frase de Riva-Agüero a Luis Alberto Sánchez “no soy un conservador, soy un reaccionario”). El sueño del reaccionario es, en términos sociales, restaurar las jerarquías estamentales (en detrimento de los ciudadanos), y, en el plano político, regresar a un sistema donde el poder reside en pocas manos.  

Ese ha sido siempre el marco ideológico de Trump. No que lo haya hecho explícito ni que todas sus decisiones se expliquen por esto (muchas son simplemente estupideces, como cuando consideró que beber legía podía ser efectivo contra el covid-19), pero ese es, llamémosle, su reflejo ideológico.

En cuanto a su afán por reestablecer las jerarquías podríamos listar infinidad de ejemplos. Su aparición en la política se fundó en el disgusto que expresaba por Obama y diseminó el embuste según el cual no había nacido en EEUU (¿cómo un afro iba a ser norteamericano y presidente?); luego, lanzó su candidatura denigrando a mexicanos de forma genérica – malas personas, violadores--, y durante su presidencia, por ejemplo, conminó a un grupo de congresistas mujeres con orígenes familiares diversos a que “regresaran a su país”. Es decir, Trump rechaza consistentemente la idea de una ciudadanía fundada en la igual dignidad y capacidad de los individuos; la ciudadanía debería estar restringida a un solo tipo de personas: un hombre blanco, y mejor si es millonario.

Un ejemplo más: tras un accidente aéreo reciente en Washington DC en que murieron 64 personas, aseguró que las políticas de diversidad eran culpables del accidente. Con pilotos hombres y blancos no ocurrirían accidentes. Y, recientemente, Trump ha purgado muchos de los rangos altos de las Fuerzas Armadas, descartando a afroamericanos y mujeres. En síntesis, es un proyecto que anhela, cada vez con menos disimulo, la restauración de un orden social marcado por jerarquías adquiridas esencialmente al momento de nacer y que establecen quién está hecho para mandar y quién para obedecer; quién con el derecho a participar de la esfera pública y quién para permanecer en el ámbito privado.

Luego está la cuestión de la concentración del poder. Durante su primera presidencia siempre guardó más elogios para Kim Jong Un, Putin o Xi que para cualquier líder democrático (a Ángela Merkel siempre intentaba hacerle notar que no la consideraba una igual); al final del mandato, comandó un intento de golpe de Estado y como candidato anunció que le gustaría ser dictador; ya como presidente ha afirmado que quien está salvando a su patria no puede quebrar la ley. Busca, entonces, la concentración del poder y su ejercicio ilimitado.

Y aunque en su primer mandato probablemente deseaba lo mismo, ahora tiene los medios para lograrlo: mayoría en ambas cámaras, una corte suprema a la medida, un vicepresidente consagrado a la franela, el aparato burocrático purgado de resistencias y el FBI y el comando de las Fuerzas Armadas encabezados por fieles del culto trumpista (“Lo amo, señor. Pienso que Usted es “great”, señor. Yo mataría por Usted, señor.” Es lo que Trump asegura le dijo el nuevo jefe de las Fuerzas Armadas norteamericanas.)

Sin embargo, si en términos sociales Trump busca restaurar un orden jerárquico, en términos políticos no quiere rebobinar la historia sino un orden nuevo. Por eso es un reaccionario paradójico: el reaccionario revolucionario. Busca rupturas drásticas: con la tradición democrática y republicana norteamericana al jugar con la idea del monarca, su dinastía y corte patrimonialista; y, de otro lado, reorganizar el tablero internacional desde las más crudas relaciones de poder. Como proponen Iván Krastev y Stephen Holmes, con Trump EE. UU. reniega de su pretendida condición de “faro de libertad para el mundo” y admite que solo es otra nación egoísta.

Sus primeros pasos son los de todo revolucionario: demoler lo existente para intentar reconstruir de cero. En este camino Elon Musk resulta crucial y es, probablemente, la novedad más relevante respecto de su primer mandato. Ha quedado a cargo de una oficina abocada a destazar la burocracia estatal y así poder erigirla nuevamente. (Por cierto, con los mismos métodos, modales y hasta frases de cuando deshizo y rehízo Twitter). Además, proporciona un presupuesto inagotable para presionar focos de resistencia.

Musk también es crucial en este ímpetu revolucionario porque trae un proyecto global nuevo. Las ambiciones tecno-políticas de Musk y de muchos de los technobros --no technosisters— son de escala planetaria. En primer lugar, tienen la convicción de poder desechar a las democracias y reemplazarlas por alguna forma tecno-gerencial que sería más “eficiente” (el vicepresidente Vance, por ejemplo, suele citar al intelectual de internet Curtis Yarvin quien defiende un gobierno liderado por un monarca-CEO). Además, de manera perturbadoramente reveladora, Musk y otros encumbrados líderes de esta movida crecieron en la Sudáfrica del apartheid lo cual conecta con lo reaccionario. Y en segundo lugar, está la parte más tecnológica del negocio que va desde reducir las regulaciones sobre sus empresas en el mundo hasta preparar la migración hacia Marte para quienes puedan salvarse de la destrucción climática del planeta.  

Así, aquí hay otra novedad: aparece un proyecto reaccionario que, a diferencia de lo usual, además de una pata nacionalista, contiene una ambición planetaria. Una internacional reaccionaria, digamos. El desmantelamiento de USAID, por ejemplo, busca ahogar a la sociedad civil global frente a gobiernos autoritarios. Esta política puede tener manifestaciones económicas diferentes, pero coincide en el desprecio por la democracia. Por eso el enemigo principal de este cosmopolitismo reaccionario es Europa. (Putin y Trump ruegan que Europa decida sostener la guerra en Ucrania por sí sola y que en ese transe colapse).

La propuesta internacional es la de un mundo multipolar y sin ley. El mundo cartelizado entre poderes regionales. Los hegemones regionales autoritarios facilitan la nueva utopía global de reingienería social. Y también, por supuesto, la vieja costumbre del pillaje y la corrupción. En cualquier caso, el proyecto requiere pasar por encima de la voluntad de las personas y descartarlas como a hormigueros destruidos cuando se hace una carretera (la imagen es de Musk, según una periodista del New York Times). Con democracias esto es imposible. O mucho más difícil.

Así, la revolución no puede ser solo nacional, debe ser global. El trostkismo techy. Aparece una confluencia tácita de líderes providenciales: Putin, Modi, Xi, Netanyahu. Laissez-faire ahora significa algo distinto:  ya no una relación con bienes sino con las personas. Y los países. Cada poder regional se relame ante los territorios (y sus recursos) por confiscar en esta nueva época en que las naciones chicas de pronto reconocen que el zoológico se transformó en jungla (la metáfora es del periodista Simon Kuper). Ucrania es la víctima de esta semana: debe aceptar una guerra perpetua o cederle a Putin parte de su territorio y a Trump la mitad de sus minerales. La situación recuerda a quienes bolsiquean atropellados. O a Barzini y Corleone.

¿Podrán Trump, los technobros y la internacional autoritaria revolucionar el mundo? Por cada Lenin hubo centenas de revolucionarios fracasados. Quizás mañana Trump desata el caos, compuesto de una crisis económica norteamericana e inestabilidad global y termina fuera de escena pronto. Quizás. Sin embargo, algo fundamental ya se ha movido en el mundo. Un problema central es que en campaña Trump fue muy transparente sobre sus ambiciones: está cumpliendo su mandato. Y las dos fuerzas de resistencia más importantes siguen groguis: los Demócratas en EE. UU y, en el mundo, los europeos. Sin embargo, más allá de las estrategias que puedan adoptar, lo grave es, en realidad, que en el mundo se agotó la emoción democrática. La esperanza de una “sociedad abierta” ya no le sube la bilirrubina a nadie.




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