El feminismo en tiempos de reacción
El feminismo no es una identidad estática ni un eslogan vacío; es una lucha necesaria que ha incomodado desde su nacimiento al poder y, por lo mismo, ha sido resistida, manipulada y atacada desde múltiples frentes. Durante los últimos años, hemos presenciado un fenómeno que no es nuevo, pero sí particularmente virulento: una reacción organizada contra los avances feministas, un esfuerzo sistemático por desacreditarnos y devolvernos a las mujeres al lugar de siempre, al margen de la historia.
No es casualidad que, justo cuando el feminismo logró instalar debates centrales sobre el poder, el trabajo, la violencia de género y las decisiones sobre nuestro cuerpo, surgieran con más fuerza los discursos antifeministas disfrazados de “sentido común”. Nos dicen que ya hemos conseguido suficiente, que exigimos más de la cuenta e incluso que somos exageradas (la histeria moderna). Otros, con más descaro, han decidido tergiversarlo todo: ahora resulta que la violencia de género es un invento, que las mujeres queremos ser superiores a los hombres, que la lucha feminista es una amenaza, que somos mujeres en contra de otras mujeres y lo más descarado: que el feminismo es lo mismo que el machismo. Es un intento deliberado y brutal de vaciar de contenido la rabia y la urgencia de nuestra lucha.
Este antifeminismo no es una simple reacción espontánea, es una estrategia política. No se trata solo de comentarios misóginos en redes sociales o de algún influencer diciendo incongruencias para ganar interacciones; es una ofensiva articulada que tiene eco en medios de comunicación, en las leyes y en la justicia. Es la resistencia de un sistema que se ve amenazado, que sabe que cuando el feminismo avanza, se tambalean las estructuras de poder que por siglos han beneficiado a unos pocos.
Lo hemos visto reflejado en hechos no muy lejanos: en España, la polémica en torno a la ley del “solo sí es sí” fue utilizada para desacreditar los avances feministas. Lo que comenzó como un esfuerzo para reforzar el consentimiento en la violencia sexual terminó convirtiéndose en una excusa para atacar al movimiento, especialmente cuando algunos condenados vieron reducidas sus penas por errores en la aplicación de la norma. Más allá del debate jurídico, lo cierto es que cualquier tropiezo feminista (o de una mujer) es amplificado y utilizado como prueba de que exigimos demasiado, de que nuestras demandas son excesivas o irresponsables.
En el fondo, lo que molesta no es una ley en particular, sino la idea misma de que las mujeres tengamos derecho a decidir sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos. En Argentina, tras el avance de la ultraderecha al poder, se han recortado presupuestos para políticas de género y eliminado el Ministerio de la Mujer, en una clara señal de que, cuando el patriarcado recupera fuerza, sus primeras víctimas son las mujeres y diversidades. En Chile, la baja representación de liderazgos de mujeres en los municipios y el debilitamiento de discursos feministas en la política institucional muestran cómo, incluso en contextos progresistas, el feminismo sigue siendo incómodo para el poder y fácilmente desplazado de la agenda pública. Lo vimos en las últimas elecciones de gobiernos locales, donde cambios de administración pusieron en riesgo avances pioneros en materia de género. Estos casos evidencian que, más allá de los discursos, las prioridades pueden cambiar rápidamente y que la institucionalización de políticas feministas sigue siendo frágil cuando no hay un compromiso sostenido.
El mundo moderno no nos ayuda demasiado ya que, en los espacios digitales, la violencia de género se ha transformado en una nueva arma contra nosotras. Casos como el de Eva Murati, periodista deportiva acosada en redes sociales simplemente por ocupar un espacio tradicionalmente masculino, demuestran que el hostigamiento no es solo un problema individual, sino un mecanismo de disciplina social: una advertencia para todas aquellas que osen desafiar los roles que nos han sido impuestos. Y, por otro lado, el uso de la inteligencia artificial para la generación de deepfakes con contenido sexual no consentido, dirigido mayoritariamente a mujeres, evidencia cómo la tecnología también está siendo utilizada para perpetuar la violencia patriarcal de nuevas formas.
Ante este escenario, la pregunta es inevitable: ¿cómo nos reorganizamos? El feminismo no puede quedarse en la lógica de la resistencia pasiva, en la denuncia sin horizonte, en la indignación estéril. Necesitamos repensarnos, fortalecer la educación feminista como herramienta política, generar espacios de convivencia y disputa, abrir debates que convoquen a más personas y no solo a quienes ya están convencidas. La gran victoria del patriarcado ha sido convencernos de que somos pocas, cuando en realidad somos muchas más de las que imaginamos. Pero si el feminismo se convierte solo en un espacio de nicho, si nos alejamos del conflicto social y nos atrincheramos en discursos autorreferentes, dejamos el campo abierto para que sean otros quienes definan el mundo en el que vivimos.
El desafío hoy no es menor: construir feminismo en tiempos de reacción, cuando todo a nuestro alrededor nos dice que “ya es suficiente”, cuando el sistema busca convencernos de que nuestra lucha es anticuada o innecesaria. Pero la historia nos ha enseñado que cada vez que nos han intentado callar, hemos gritado más fuerte. Y esta vez no será la excepción.