El pasado sábado, 8 de marzo, se suspendió el
Barça-Osasuna por la muerte del doctor
Carles Miñarro. Se hizo lo que se debía: no jugar. La casualidad quiso que otro 8 de marzo, de 1981, sí se disputase un
Atlético-Barça que a todas luces se tenía que haber aplazado. Y en cambio se jugó sin que tan siquiera hubiera debate. ¿Qué había pasado que fuera tan grave? Una semana antes, después del
Barça-Hércules (6-0) habían secuestrado a
Quini, el 9 del
Barça y pichichi de la Liga. Los raptores le esperaron en el parking de su casa y se lo llevaron sin dejar rastro. La noticia conmocionó al barcelonismo y dejó en shock al vestuario.
Schuster, la estrella alemana recién llegada, entró en pánico. No había noticias de
Quini… y la Liga prosiguió como si nada. Incomprensible. Una de las vergüenzas más grandes del fútbol español. El razonamiento no era, entonces, que “el espectáculo debía continuar” sino que, parando la competición, se daba fuerza a los secuestradores.
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