Fe de erratas, por Mirko Lauer
Un capellán evangélico para Dina Boluarte en Palacio es una mala idea. No tanto por el capellán o por lo evangélico, sino por Boluarte misma. Luego de haberla visto dando vehementes vueltas en torno de dos papas católicos, el país descubre en ella (si le creemos al que iba a ser capellán) una inclinación hacia el lado evangélico del cristianismo.
El gobierno se ha apresurado a desmentir la historia, haciendo hincapié en la preeminencia y carácter oficial del catolicismo en el Perú, con lo cual parece cerrado el asunto. Pero el locuaz pastor evangélico Anthony Lastra tiene otras opiniones, y exhibe en TV papeles de compromiso que complican la situación de la presidenta.
En la versión de Lastra Boluarte lo había invitado a Palacio porque se sentía incómoda con el catolicismo, y porque encuentra en el protestantismo más cosas que le interesan. Lo cual es una sorpresa, pues su relación con la fe romana ha aparecido como mucho más que un formalismo oficialista. ¿Siempre fue una evangélica clandestina?
Quizás no estamos ante un tema religioso, sino ante uno político, en cuyo caso la posible invitación a Lastra habría sido un intento de endulzar la relación con el influyente lobby evangélico del país. Es un 14% de la población, cuyos dirigentes en algunos momentos han demostrado tener considerable fuerza y muñeca electorales.
Con el partido de su hermano Nicanor en la cuerda floja, cabe preguntarse cuál sería el interés electoral de Boluarte. Tal vez le interese colocar a alguna gente en determinados partidos, y así cuidar sus espaldas en el próximo Congreso. Cabe preguntarse si Fuerza Popular o Alianza para el Progreso aceptarían semejante acuerdo, y qué ganarían con eso.
Con el comunicado del gobierno que desmiente la invitación a Lastra, Boluarte queda mal con los católicos y los evangélicos, ambos con derecho a sentirse traicionados. No calculó lo respondón que iba a resultar el joven pastor, con el cual ella y su primer ministro tienen fotografías. Ya ella se encargará de explicarlas.
Lo sucedido evoca, muy a la distancia, la historia de Rasputín, el místico ruso cuyos consejos la zarina Alejandra prefirió a los de la Iglesia ortodoxa. En este caso la sangre no ha llegado al río, y el Perú se ha salvado de una pugna religiosa en Palacio de Gobierno.