No será la Asamblea Constituyente, será el terremoto de Lima, por René Gastelumendi
El eco lejano de un grito de alerta en la radio. Un mensaje, un sonido en la pantalla del celular. Un leve movimiento que se convierte en un rugido aterrador de la tierra. ¿Cómo reaccionaríamos, de verdad, si un terremoto de gran magnitud sacudiera Lima? No hablo del simulacro. Hablo del día en que la historia de nuestra ciudad se reescriba en segundos, no por decreto ni por votación, ni por una asamblea constituyente, ni por una dictadura o una protesta, sino por la fuerza implacable de la naturaleza y, más cruelmente, por nuestra propia negligencia, indiferencia.
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Incluso antes de que la tierra empiece a temblar, ya habremos fallado. La prueba más reciente, el sistema de alerta SISMATE, que en un simulacro o una falsa alarma emite ese sonido agudo e intrusivo en nuestros celulares. Para muchos, ese pitido no es una señal de salvación, sino una molestia, un estorbo a nuestras actividades cotidianas. Es un recordatorio de la desorganización, de los mensajes contradictorios y de la desconfianza que tenemos en las mismas autoridades que intentan vanamente de advertirnos. El SISMATE, con su promesa de unos segundos vitales, es en realidad el epitafio simbólico de nuestra falta de preparación; una alerta que solo subraya nuestra incapacidad para actuar con disciplina y serenidad.
Vamos al grano. Cifras más, cifras menos, El 80% de las construcciones ennuestro país es informal. El 80%. No se trata de una cifra cualquiera, es la fotografía de una tragedia que ya está construida. Son millones de viviendas levantadas sin licencia, sin planos, sin supervisión de ingenieros. Casas que se sostienen sobre cimientos de arena, ladrillos sin la resistencia adecuada y sueños de progreso que ignoran la geología más elemental. Estas edificaciones no están construidas para resistir, están construidas para existir, y en un gran terremoto, la diferencia será morir o vivir herido.
Lima, sobre todo la nueva gran Lima, la norte, la sur, la este, de alguna manera, está construida para morir. Y lo peor es que, en el fondo, lo sabemos. Es una verdad que empujamos al rincón de la conciencia. ¿Cuántos de nosotros hemos conversado con nuestras familias para saber qué hacer, dónde ir, qué refugio cercano hay? La respuesta, aterradoramente, lo sé, es casi ninguno. La ciudadanía, a pesar de las alertas y las lecciones del pasado, vive en la inopia de la suerte.
Los expertos, desde hace años, hablan del “silencio sísmico” en la zona de Lima, una acumulación de energía en la placa tectónica que se liberará con un sismo de gran magnitud, similar al que arrasó la ciudad en 1746. No es una profecía, es un hecho científico. Es una cuenta regresiva que hemos decidido ignorar, dejando que la falta de un ordenamiento territorial serio y la informalidad se conviertan en los mayores arquitectos de nuestra tragedia. Según las proyecciones más conservadoras de organismos como INDECI y el IGP, un terremoto de gran magnitud podría dejar una cifra espeluznante: cerca de 110,000 fallecidos, más de 2 millones de heridos y 600,000 viviendas inhabitables o totalmente destruidas. Esto significaría que, solo en nuestra capital, más de 2.5 millones de personas se quedarían a la intemperie. Estos no son números abstractos; son vidas, son familias enteras, son el patrimonio de un país que se desvanecería en un instante. Pensemos en las laderas de los cerros de Lima, donde miles de familias han edificado sus hogares. En ese escenario, un sismo no solo haría temblar la tierra, sino que desataría un alud de escombros, tierra y dolor. La pérdida de vidas humanas en esas zonas sería inimaginable, no por la fuerza de la naturaleza, sino porque hemos permitido que la necesidad, la desidia y la informalidad crearan un polvorín.
La apatía de la ciudadanía es palpable. Sin ir más lejos, esta semana vimos el caos que generó una alerta de tsunami en toda la costa peruana tras el terremoto en Rusia. El pánico, la desinformación y el desorden reinaron. La gente no sabía qué hacer, cómo evacuar, a dónde ir. Ahora, imaginemos ese escenario, pero con la tierra aun temblando, el polvo de los edificios caídos oscureciendo el cielo y la confirmación de una ola gigante aproximándose. El tiempo de reacción sería mínimo, pues si el sismo ocurre en Lima, el tsunami llegaría en cuestión de minutos, unos 10. Si bien terremotos en países cercanos también podrían generar olas, la inmediatez de un sismo local convierte la prevención en una carrera contra el reloj. Las vías de escape colapsarían, los planes de emergencia se desvanecerían en el caos y el mar, que hoy contemplamos, se convertiría en un muro de agua que lo arrastra todo a su paso. Las zonas costeras de nuestra capital, densamente pobladas e históricamente negligentes con la prevención serían barridas.
La experiencia más reciente de una crisis generalizada fue la pandemia de COVID-19. Vimos con impotencia cómo nuestro sistema de salud colapsó. La falta de camas UCI, la escasez de oxígeno, los hospitales desbordados, el personal médico agotado y la ineficiencia logística. Esa fue solo una demanda sostenida en el tiempo que, aun así, nos dejó con más de 220,000 fallecidos, convirtiéndonos en uno de los países con la mayor tasa de mortalidad per cápita en el mundo. El terremoto de gran magnitud generaría esa misma demanda, pero de manera instantánea y masiva. Los principales hospitales de Lima, muchos de ellos con más de 40 años de antigüedad y estructuras que no cumplen con las normas sísmicas actuales, se convertirían en las primeras víctimas. El sistema colapsaría antes de poder empezar a reaccionar. En ese momento, las cifras de heridos se convertirían en cifras de muertos por falta de atención, tal como ya lo vivimos con el virus.
A esta tragedia humanitaria se le sumaría la ruina económica. El terremoto de Pisco de 2007, que fue un sismo regional, representó un 2.8% del PBI del país. Un evento de gran magnitud en Lima, el caótico corazón económico del Perú, podría generar pérdidas de hasta 17,730 millones de dólares, arrasando con la infraestructura, la inversión y el empleo de manera devastadora. Un golpe que hundiría al país en una crisis de la que sería casi imposible recuperarse.
Y aquí, en este abismo de irresponsabilidad, se encuentra el silencio de la clase política. En las campañas electorales, la discusión sobre el gran terremoto no aparece. Ni un solo candidato se atreve a enfrentar este asunto con la seriedad que requiere, porque es un tema de largo plazo que no genera votos inmediatos. Nuestra idiosincrasia es cortoplacista; preferimos apostar, ignorando que el día del desastre, el azar no juega. El desastre es el único tema que no es debatible, ni ideológico, porque es una consecuencia, no una opción. En ese momento, los blindajes y los cálculos de los políticos no servirán. No habrá mensaje presidencial, ni parada militar, ni Te Deum que valga. Solo habrá una inmensa, dolorosa y telúrica asamblea constituyente, en la que la naturaleza nos obligará a ver quiénes somos y qué hemos construido, no en la tierra, sino en el alma, el núcleo de nuestro país.
Quizás el desastre no esté a la vuelta de la esquina, o quizás sí. Lo que es seguro es que hemos dejado pasar demasiada negligencia, como una macabra invitación a la naturaleza, para que nos aleccione y nos refunde. Hemos tenido décadas para prepararnos, para planificar, para educar, para exigir. Y hemos fallado. No nos importa, hasta que ocurre. La única manera de honrar a los que se irán ese día, y de salvarnos a nosotros mismos, es empezar a tomar en serio la prevención. Empezar a reconstruir no solo los edificios, sino la mentalidad de un país que se ha acostumbrado a vivir al filo del abismo. No esperemos a que el desastre nos obligue, tal como lo estamos haciendo. La prevención es una deuda que ya hemos tardado demasiado en pagar y el ordenamiento territorial una ingenua utopía.