La política como guerra
La política democrática fue concebida como una forma civilizada de tramitar el conflicto, un sustituto de la guerra a través de reglas, representación y negociación. La idea era simple pero revolucionaria: en lugar de destruir al adversario, lo reconocemos como rival legítimo; en lugar de imponer por la fuerza, convencemos con votos. Pero en el mundo polarizado de hoy, esa distinción se ha desdibujado por completo.
La política se ha vuelto una lucha frontal por el poder, sin concesiones, sin reconocimiento del adversario y en la que todo se vale con tal de neutralizar al rival. Ya no se trata de ganar la siguiente elección, sino de asegurar que el contrario nunca más pueda ganar ninguna. Lo que ocurre hoy en Estados Unidos y México ilustra esta transformación.
Trump y Sheinbaum están haciendo lo mismo: cambiar las reglas del juego para inclinar la cancha a su favor. En ambos casos, la política ya no es competencia; es guerra.
En Texas se está librando una batalla descarnada que ilustra perfectamente hacia dónde va esto. Los republicanos, apoyados por Trump, promueven una redistritación que les garantizaría cinco distritos congresionales adicionales para 2026. No es una reforma técnica: es poder en estado puro. Como reveló The New York Times, desde la Casa Blanca el enfoque es claro: “guerra máxima en todos los frentes, todo el tiempo”. Trump tiene la iniciativa, las herramientas y la capacidad de convertir sus deseos en política estatal.
La respuesta demócrata ha sido igualmente dramática. Más de 50 legisladores estatales abandonaron Texas para romper el quórum legislativo y evitar que se vote el nuevo mapa electoral. Enfrentan multas de 500 dólares diarios y el FBI ahora colabora con el gobierno texano para localizarlos y forzarlos a regresar. Es decir: la política convertida en cacería.
Gavin Newsom, gobernador de California y defensor histórico de la redistritación “imparcial”, ahora amenaza con hacer exactamente lo mismo: rediseñar los mapas para arrebatar cinco escaños republicanos. “La superioridad moral de California no significa nada si nos deja sin poder”, declaró. Los demócratas han decidido tirar la toalla moral. Si los republicanos van con todo, ellos también.
En México, la ofensiva viene directamente desde Palacio Nacional, y es aún más brutal porque aquí la oposición simplemente no tiene fuerza para incidir en esta guerra. La reforma electoral que prepara Sheinbaum busca diluir la representación proporcional, reestructurar el INE, someter al voto popular la integración de su consejo general y reducir el financiamiento para actividades ordinarias de los partidos.
Desde Palacio Nacional, la reforma se presenta como una democratización de los órganos electorales y una reducción de costos. En una entrevista reciente, Pablo Gómez lo expresó así: ‘La conformación del próximo órgano electoral puede ser por elección. Gente elegida que se pueda declarar completamente independiente”.
Desde la oposición, se ve muy distinto: como un paso más para concentrar poder, debilitar contrapesos y eliminar la pluralidad. Esto no es interpretación, es el rumbo evidente de la reforma. Como advirtió Lorenzo Córdova: “toda reforma que proviene de una lógica de poder avasallante es, por definición, regresiva”.
Pero hay una diferencia crucial entre ambos países. En Estados Unidos, por más polarización que haya, la oposición tiene recursos, estados propios, capacidad de resistencia. En México, la oposición no tiene cómo hacerle contrapeso real al oficialismo. No tiene fuerza, ni visión, ni representación legislativa que la haga merecedora siquiera de ser tomada en cuenta. Y Morena no es el PRI: no siente ninguna necesidad de cuidar las formas ni de ceder nada a nadie. Va por todo y, a diferencia del sexenio pasado, ahora no hay quien lo detenga.
Esta es la nueva realidad: cuando la política se convierte en un juego de suma cero, cuando perder implica consecuencias incalculables, todo se justifica. La polarización convierte adversarios en enemigos y vuelve la política una batalla sin matices: unos encarnan la voluntad popular auténtica, otros son traidores; unos defienden la democracia, otros la atacan desde dentro.
Cuando cada lado adopta esa mentalidad y actúa para marginar e incluso perseguir a los contrarios, perder una elección se vuelve inaceptable. Quien tiene el poder no solo parte con ventaja, sino que carga con la mayor responsabilidad si el país retrocede democráticamente.
En Texas y en México estamos viendo el mismo fenómeno: el poder que trata de perpetuarse. El gran problema es que cuando todo vale para no perder, lo que se pierde es la democracia misma. Porque cuando la política se convierte en guerra, no hay vencedores reales. Solo quedan instituciones debilitadas, confianza erosionada y democracias que se vacían de contenido.