El martes 22 de julio el Consejo de Ministros aprobó el anteproyecto de ley de información clasificada . De convertirse en ley, sustituirá a la actualmente vigente, de 1968, reformada en 1978. La actual ley permite declarar 'materias clasificadas' informaciones cuyo conocimiento por personas no autorizadas pueda dañar o poner en riesgo la seguridad y defensa del Estado. La clasificación en 'secreto' o 'reservado' corresponde exclusivamente al Parlamento por ley, al Consejo de Ministros y a la Junta de Jefes de Estado Mayor, que son también los competentes para desclasificar, competencia que no puede ser transferida ni delegada. Si las autoridades consideran que una información clasificada puede llegar a un medio de información han de notificarle la clasificación, para evitar su difusión en desconocimiento de esta circunstancia, sin que por ello puedan prohibirla o sancionarla, puesto que las únicas sanciones que se prevén son las incluidas en el Código Penal y las disciplinarias. El Código Penal castiga la revelación de información clasificada como delito contra la seguridad del Estado con penas de uno a cuatro años, que además se aplica en su mitad superior cuando el sujeto conoce la información por razón de su cargo o la revelación consiste en dar publicidad al secreto por algún medio de comunicación social o de forma que asegure su difusión. También condena a la autoridad o funcionario que por imprudencia grave da lugar a su conocimiento con pena de prisión de seis meses a un año. Y la propia ley de secretos oficiales establece que la contravención por funcionarios de sus disposiciones da también origen a infracción disciplinaria muy grave. Los especialistas vienen reclamando desde hace años la aprobación de una nueva ley equiparable a las de los países de nuestro entorno: que homologue la clasificación con la que opera en nuestro entorno político, que atribuya la competencia exclusiva para clasificar al Consejo de Ministros –y, acaso, a los ministros competentes en materia de «seguridad y defensa» respecto de los niveles más bajos de secreto– y no a órganos militares, que establezca plazos de desclasificación y que regule el control judicial de las decisiones sobre clasificación. Iniciativas legislativas anteriores ha habido muchas, en la mayor parte de los casos provenientes del Partido Nacionalista Vasco y con el trasfondo político de la desclasificación de documentos que pudieran revelar o confirmar informaciones sobre la llamada guerra sucia contra el terrorismo, pero ninguna ha cuajado. En la anterior legislatura, en agosto de 2022, el Gobierno aprobó un anteproyecto de ley de información clasificada. El texto incorporaba medidas reclamadas como la homologación de la clasificación a las de la OTAN o la Unión Europea, el establecimiento de plazos de desclasificación o de control judicial con protagonismo del Tribunal Supremo, pero concitó la unanimidad en el rechazo, tanto por los especialistas como por parte de los órganos consultivos (Consejo de Transparencia, Consejo Fiscal, Consejo General del Poder Judicial), derivada de tres grandes objeciones. Primero, permitía clasificar información por motivos más allá de la seguridad y la defensa, incluso con una cláusula general abierta. Segundo, habilitaba para clasificar a un listado interminable de autoridades de todo tipo y de diverso rango, relacionadas con cualquier materia y no solo con la seguridad y la defensa, e incluso delegar la potestad de clasificación en órganos inferiores. Tercero, contenía un régimen sancionador administrativo, que se solapaba con el penal en buena medida y de una enorme contundencia en las cuantías de las multas, susceptible de provocar un efecto disuasorio respecto del ejercicio de la libertad de información. Ante lo contundente del rechazo, pagado formalmente el peaje político a los socios y ganado ese tiempo, el anteproyecto se guardó en un cajón y durmió el sueño de los justos. Pero las deudas se reclaman, los cajones se reabren y del sueño se despierta, y, de nuevo en verano, esta vez en julio de 2025, el Gobierno ha desempolvado el mismo anteproyecto, pulido solo en algunas de sus más groseras extravagancias, pero «del árbol torcido, nunca rama derecha». De nuevo, probablemente ante la urgencia en contentar a sus socios, se ha limitado a algunos retoques cosméticos en los frentes que habían concitado un mayor rechazo. En el primero, estableciendo, genéricamente, que la clasificación debe estar vinculada a las amenazas o perjuicios a la seguridad y defensa nacional. En el segundo, reservando al Consejo de Ministros, sin posibilidad de delegación, la clasificación de 'alto secreto' y 'secreto', pero manteniendo la posibilidad de declarar como 'confidencial' y 'restringido' en las vicepresidencias y en los distintos ministerios, así como otras autoridades civiles (como la Secretaría de Estado de Seguridad, la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias o la Dirección Nacional de Inteligencia). En el tercero, rebajando mínimamente en las cuantías el contundente régimen sancionador administrativos que, además, son competentes para imponer todos los órganos que lo son para clasificar. El añadido de un régimen sancionador administrativo, junto al penal y el disciplinario ya existente, ha suscitado una justificada alarma en los medios de comunicación. Se trata de una excepcionalidad de la regulación española. El anteproyecto establece la «preferencia del proceso penal sobre el procedimiento administrativo sancionador», pero lo cierto es que crea una trama en que cualquier información puede ser clasificada por cualquier ministerio y por otras autoridades, si entiende que tiene una 'relación' con la defensa y la seguridad nacional, y, para redondear el 'chilling effect', pueden acordar motivadamente el cese de la presunta actividad infractora, incluso con anterioridad a la iniciación del procedimiento sancionador, si consideran que existe «una urgencia inaplazable para la protección provisional de los intereses implicados». El texto incorpora entre los criterios de graduación –que no de exención– de las sanciones «el ejercicio del derecho a la libertad de información», sin mayor precisión, dejado a la apreciación del órgano político. Difícilmente un texto así pasará el filtro del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y su exigencia de determinación legal en las limitaciones a la libertad de información. Esta adición de una temible potestad sancionadora administrativa en manos de autoridades políticas –que, por cierto, tiene sus antecedentes en la regulación de la comunicación audiovisual, aunque al menos ahí a nivel estatal en manos de una autoridad 'independiente'– se encuentra en la línea opuesta, no solo a los países de nuestro entorno, sino al derecho europeo . Que las leyes establezcan las reglas, que los gobiernos las apliquen y que los tribunales diriman los conflictos y, en su caso, impongan las penas es un viejo principio que está en la base de la separación de poderes. Que por razones prácticas haya sectores, como el tráfico o el consumo, en que convivan sanciones administrativas y penales, es conflictivo, pero puede entenderse. Que eso pase en una materia tan definitoria de la democracia como es la libertad de información, nos aleja de Europa y nos aproxima a otros modelos, también conocidos, de los que más nos valdría huir.