El riesgo autoritario en las elecciones del 2026
En los últimos 3 años, la contrarreforma electoral ha ido derribando las pocas barreras que aún frenaban la explosión de candidaturas. La eliminación de las PASO, la continuidad del voto preferencial, la flexibilización para armar listas y la relajación de los controles al financiamiento han creado las condiciones ideales para que el voto se diluya en la fragmentación. Es por eso que ahora, a menos de un año de las elecciones, se proyecta un número histórico de aspirantes a la presidencia, con al menos treinta y siete posibles inscritos, muchos de ellos aún susceptibles a tachas.
Sin embargo, no es la primera vez que el país enfrenta una campaña electoral atomizada. La experiencia sufrida en este régimen demuestra que, en un sistema débilmente institucionalizado, las alianzas electorales difícilmente se consolidan más allá de las promesas de componendas y, cuando lo hacen, suelen desplomarse tras cualquier mínimo episodio que ponga en jaque su estabilidad.
No obstante, lo más alarmante en este ciclo electoral no es solo la cantidad de postulantes. Se trata del debilitamiento intencionado de las reglas democráticas y la creciente captura de las instituciones por un Congreso empeñado en blindar sus prerrogativas y ampliar su poder a expensas del equilibrio de poderes.
Mientras las élites que hoy cogobiernan insisten en que el verdadero riesgo radica en la irrupción de un “antisistema”, la realidad muestra un peligro mucho más cercano y profundo. Frente a nosotros se consolida un régimen que se aleja cada vez más de su carácter híbrido, para convertirse en un autoritarismo más real. ¿Cómo? Conservando una fachada electoral, mientras gobierna mediante dinámicas autoritarias.
Este modelo, que intenta desesperadamente consolidarse, combina el desmantelamiento de los controles institucionales con un desprecio manifiesto hacia las demandas ciudadanas. Esta actitud es especialmente evidente frente a las regiones históricamente marginadas, donde la desatención estatal ha empeorado o ha sido sustituida por redes criminales vinculadas a economías ilegales.
Es, por lo tanto, que resulta apremiante que los candidatos democráticos asuman la responsabilidad histórica de presentar propuestas claras y viables que restauren la confianza ciudadana y el equilibrio institucional.
La fragmentación podría aumentar las probabilidades de que sean electas mayorías como la fujimorista en 2016. Y ello no garantiza un respiro para la democracia. Por lo tanto, el próximo mandatario, sin el suficiente número de senadores y diputados democráticos —y que busquen rectificar el daño causado por este régimen—, solo profundizaría la escasa gobernabilidad.
En otras palabras, los próximos comicios definirán el futuro democrático del Perú. Si la ciudadanía no reconoce la envergadura del riesgo, el desenlace no será solo un presidente débil o una representación dispersa, sino la normalización de un orden político con tendencias dictatoriales.