Una vida robada: la mujer que fue explotada durante 48 años en Costa Rica
¿Cuánto dinero cuesta una vida? María no quiere saberlo. Prefiere no conocer la cifra que marcó el inicio de su historia, cuando, siendo apenas una niña, fue vendida a una mujer costarricense que prometió darle educación y, en su lugar, terminó arrebatándole la infancia. Su niñez, su adolescencia y su adultez transcurrieron entre el silencio y el abuso.
Hoy, a sus 60 años, María apenas comienza a vivir, a aprender a leer y a escribir. Este es su relato descarnado: una historia de trata de toda una vida.
María nació en la isla San Andrés, en Colombia, en 1965. Era una de trece hermanos: diez hombres y tres mujeres. Cuando piensa en su madre, le vienen de inmediato memorias gratas. A su padre, en cambio, le guarda desprecio. “Llegaba borracho y todos íbamos parejos”, recuerda.
Pese a todo, vivía como cualquier niño debería hacerlo. En un patio amplio frente a su casa, corría y jugaba béisbol con sus hermanos y disfrutaba. María no es su nombre real, pues prefirió permanecerse en el anonimato por motivos de seguridad.
Su calvario comenzó en los albores de los años setenta. No recuerda el día exacto en que conoció a la mujer costarricense que la compró, pero sí rememora sus apariciones paulatinas. Para efectos del relato, la llamaremos Liliana.
Liliana conoció a la familia de María por medio de un tío suyo y, con el tiempo, empezó a visitar la casa de la isla con frecuencia, a interactuar con los niños. Esa señora era 34 años mayor que María y la llevaba a ella y a sus dos hermanas a la playa.
“Así fue como empezó la odisea mía”, dice.
A los seis años, María salió por primera vez de su isla. Sola. Su madre la envió en un avión hacia Costa Rica bajo la promesa de que en este país recibiría una educación y tendría una mejor vida. Sin embargo, el recuerdo le resulta confuso: más allá de eso, nadie le dio mayores explicaciones.
En su inocencia, dice, solo alcanzaba a “imaginar muchas cosas” y ninguna era negativa. “Uno en su niñez o su infancia no es consciente, menos yo, que era bien chiquitilla, flaquilla”, reflexiona.
Llegó a una casa grande en Desamparados, de dos plantas, cocina enorme y tres cuartos, donde vivían Liliana y sus dos hijas. Una de ellas terminaba el colegio y la otra estaba en la universidad.
Durante un tiempo, su madre viajaba desde San Andrés a Costa Rica para culminar los trámites de adopción en el Patronato Nacional de la Infancia (PANI), pero un día dejó de llegar y las promesas nunca se cumplieron. Desde entonces, comenzaron los abusos.
“Nunca me puso en la escuela, como fue dicho, sino que yo, en un banquito, empecé a hacer los quehaceres, para alcanzar la pila, para alcanzar la cocina”, relata con la voz cortada.
La niña, de tan solo seis años, fue sometida a un ciclo de trata laboral. Dormía en el cuarto de servicio y servía de maniquí cuando había que ajustar vestidos. Despertaba temprano para encargarse de todas las labores de la casa y se acostaba tarde, muchas veces hasta la una o dos de la madrugada, especialmente cuando Liliana recibía visitas que se extendían hasta altas horas de la noche. Ella debía atender.
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Liliana es una persona reconocida en el país y su nombre aparece en diarios de difusión nacional. Por los pasillos de su vivienda, María asegura que desfilaban presidentes, expresidentes, ministros, candidatos y otras figuras públicas. A todos los atendió.
“Me pegaban, verbalmente siempre fui maltratada con palabras por mi color de piel. Decía que los negros nacimos para ser esclavos y por eso no teníamos que estudiar (...). Decía que había que hacer lo que ella decía, porque para eso había pagado mucho por mí”, lamenta.
La golpeaban con ganchos de madera por cualquier razón: si el arroz quedaba masudo o si el piso no estaba bien limpio. No podía salir de la casa, salvo para ir a la pulpería que quedaba justo al frente. Tampoco se le puede llamar a eso libertad, pues le contaban los minutos y un solo retraso bastaba para desatar una golpiza.
En esa misma vivienda, afirma, fue abusada sexualmente por quien en ese entonces era la pareja de una de las hijas de Liliana. Su voz se quiebra al recordar ese momento, cuando el hombre aprovechó que no había nadie en casa para retenerla y agredirla.
“Me acuerdo muy bien que ella (la hija de Liliana) cogió un cuchillo y me dijo: ‘Si usted dice algo, con esto yo la mato’. Entonces, ahí quedó”, cuenta.
También, dice, recibió amenazas adicionales de esa mujer, quien le aseguraba conocer miembros de organizaciones delictivas afincadas en el Pacífico, capaces de atentar contra su vida.
Así transcurrieron décadas.
Entre enero del 2020 y junio del 2025, la Coalición Nacional contra el Tráfico Ilícito de Migrantes y la Trata de Personas ha acreditado 283 víctimas de estos delitos, 36 de ellas entre enero y junio del presente año. Se estima que la cifra de víctimas es mucho mayor que los registros oficiales.
‘Las heridas ahí están’
A los 20 años, María empezó a sentirse asfixiada. Tenía ya más de una década de recibir abusos y la invadía la rabia, pero no encontraba cómo salir. Había crecido bajo amenaza y eso, dice, la paralizaba.
Sin embargo, cuenta que, por esa época, comenzó a frecuentar la casa una mujer que llegaba con sus dos hijos. El mayor de ellos, poco a poco, se convirtió en su amigo, pues fue la primera persona en cuestionar el trato que recibía.
“Oiga, ¿por qué usted deja que le hablen tan feo, que la traten así? (...). ¿No le gustaría salir de aquí? Yo la saco”, le prometió.
Hoy, al mirar atrás, María sospecha que todo fue una trampa. En 1988, con apenas 22 años, dio a luz a su primer y único hijo. El padre desapareció poco después, y nunca volvió a saber de él.
Liliana no le permitió ponerle el nombre que quería; fue ella quien lo eligió. En el Registro Civil, la costarricense aparece inscrita como la madre del niño, al igual que María. También le prohibió dormir con él y no le permitía llevarlo al colegio cada mañana.
Los años que siguieron estuvieron marcados por el mismo abuso físico y psicológico, hasta que en junio del 2019, 48 años después de su llegada a Costa Rica, María logró salir.
Lo hizo “en el momento más duro para una madre”. Su hijo falleció en un accidente de tránsito cuando regresaba de celebrar su cumpleaños número 31 con sus amigos. El vehículo perdió el control y se estrelló cerca del cementerio de Guadalupe, sobre Circunvalación, el 23 de febrero de ese año.
“Gracias a Dios que él murió, porque si él hubiera quedado vivo y hubiera sido un vegetal, usted estaría atendiéndolo, con tantas cosas que hay que hacer en esta casa”, recuerda que le dijo Liliana tras el entierro.
En junio de ese mismo año, con ayuda de una vecina, María comenzó a sacar sus cosas a escondidas hasta que un día salió y no regresó más.
Hace cinco años, interpuso una denuncia ante el Organismo de Investigación Judicial (OIJ). La Fiscalía Adjunta contra la Trata de Personas y el Tráfico Ilícito de Migrantes confirmó a este diario que la causa se encuentra en la fase final de investigación. El caso se sigue contra dos personas: Liliana y una de sus hijas, por el presunto delito de trata de personas con fines de servidumbre doméstica.
Entre enero del 2023 y el 29 de julio del presente año, la Policía Judicial ha atendido 74 denuncias por presunto tráfico o trata de personas. Solo en los primeros siete meses del 2025 se registran 26 casos, dos menos que en todo el 2024.
Aunque el 40,5% de reportes corresponden a trata con fines sexuales, el 16,2% se relaciona con trata laboral.
Hoy, María vive con los amigos más cercanos de su hijo y llegó a la Fundación Rahab, una organización dedicada a la lucha contra la trata de personas que, desde su fundación hace 28 años, ha atendido a 3.109 víctimas de estos delitos y 15.000 víctimas indirectas: sus hijos.
Se trata de una organización sin fines de lucro que depende en gran medida de donaciones para continuar apoyando a víctimas de trata y a sus hijos, mediante ayuda psicológica, becas de estudio y otros insumos.
A través del número 8858-0589 reciben donaciones vía Sinpe Móvil, las cuales son deducibles del impuesto sobre la renta.
El apoyo de la fundación le permitió a María el acceso a educación, charlas y apoyo psicológico. En la actualidad, cursa tercer grado de la escuela y está aprendiendo a escribir. A sus 60 años, asegura, todo es nuevo: tomar el bus, visitar un estadio o caminar más allá de la pulpería.
En los últimos años, dice, también ha intentado reconectar con sus hermanos en Colombia, incluso, se enteró de que otro nació después de que ella fue traída a Costa Rica. A lo largo de los años, algunos han fallecido, entre ellos sus papás biológicos. Su madre murió en el 2020, poco antes de que María viajara a visitarla y, aunque cada día busca salir adelante, permanece la duda: “siempre me pregunté por qué mi mamá me mandó para acá”.
“A mí me marcó mucho el no poder ir a la escuela, el no haber tenido la infancia que todo un niño tiene: de jugar con otros, de compartir (...). Las heridas ahí están y hay cosas que he superado, poquito a poco, pero hay cosas que no. Son cosas dolorosas”, dice.
¿Cuánto costó su vida? Tras 48 años de abusos, prefiere no saberlo.