Las Fuerza Armadas y nosotros, por René Gastelumendi
La sorpresiva fricción diplomática con Colombia a raíz de las declaraciones del presidente Gustavo Petro sobre la soberanía de la Isla Santa Rosa en la Amazonía nos propone un debate mucho más profundo y recurrente en el Perú. De pronto, el rol de las Fuerzas Armadas, que en tiempos de paz se desvanece de la conversación pública, salvo intentos de golpe, muertes en protestas o visos de corrupción, adquiere un vigor inesperado. El país, que se acostumbra a ver a sus militares en operativos de apoyo cívico, en la tibia lucha contra la minería ilegal o en paradas militares por televisión, se encuentra de nuevo contemplando su función más primordial: la defensa de la soberanía y la integridad territorial. La defensa de la patria.
Esta situación, reitero, nos obliga a repensar nuestra relación con las instituciones militares, una relación que, en el Perú, está plagada de contradicciones.
El primer punto de esta reflexión es cómo una necesidad estratégica, a menudo impopular, puede adquirir una nueva lógica en un momento de tensión. Las polémicas compras de aviones para la Fuerza Aérea del Perú (FAP) por parte del gobierno de Dina Boluarte, envueltas en sospechas de corrupción y cuestionadas por su alto costo en un país con tantas carencias, adquieren un sentido particular. En tiempos de paz, el gasto de miles de millones de dólares en aeronaves de combate parece un lujo insostenible, cuando menos un gasto superfluo. No son pocas las voces que se levantan exigiendo que esos fondos se destinen a la salud, la educación o a la lucha contra la inseguridad. Y tienen razón. Sin embargo, en un escenario de amenaza diplomática, la obsolescencia de una flota aérea de más de 40 años se convierte en una vulnerabilidad tangible. Una fuerza disuasiva creíble y potente, argumentan los estrategas, es la mejor herramienta diplomática para evitar que una disputa verbal y diplomática escale hacia lo bélico. No se trata solo de la capacidad de combate, sino del poder de enviar un mensaje de firmeza. En este contexto, el gobierno tiene el argumento de la necesidad, aunque esto no absuelva las dudas sobre la transparencia del proceso de adquisición.
Pero la complejidad de esta relación no termina ahí. La valoración de nuestras Fuerzas Armadas no puede desvincularse de su historia reciente. Mientras el país exige que los militares defiendan la integridad territorial, una parte de la sociedad los sigue mirando con profunda desconfianza. ¿Cómo olvidar las sombras de la guerra interna? Las páginas de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) siguen frescas, documentando violaciones a los derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y masacres que empañaron la imagen de una institución que, se supone, debía defender a todos los peruanos. Del mismo modo, el involucramiento de las Fuerzas Armadas en la muerte de más de 50 civiles durante las protestas contra el gobierno de Dina Boluarte sigue siendo una herida abierta. También, hay que decirlo, pervive el gran daño reputacional que le ocasionó la siniestra figura de Vladimiro Montesinos y buena parte de una corrupta plana mayor con la que se confabuló para robar y aniquilar.
Sería injusto y parcial obviar los momentos de gloria que también forman parte de la historia militar del Perú. Desde la defensa del territorio en el Combate del 2 de mayo, pasando por la valiente resistencia en la Guerra del Pacífico, hasta la sufrida victoria en el conflicto del Cenepa en 1995 y el rescate de rehenes a manos de terroristas en la residencia del embajador japonés en 1997, el honor y la capacidad de las Fuerzas Armadas peruanas han sido motivo de orgullo nacional. Estas gestas heroicas no solo marcaron hitos en la defensa de la soberanía, sino que también cimentaron una tradición de sacrificio y patriotismo que la sociedad peruana pondera y recuerda.
Es un dilema moral y político que persiste. ¿Cómo puede la sociedad peruana confiar plenamente en una institución que, mientras protegía la estabilidad del Estado, cometió atrocidades en su nombre? Este historial de abusos no solo generó dolor, sino que también sembró una profunda desconfianza en la ciudadanía, especialmente en las zonas rurales andinas que más sufrieron el conflicto. Las críticas políticas hacia las Fuerzas Armadas no provienen solo de la coyuntura, sino que están ancladas en un pasado doloroso que sigue sin resolverse del todo.
Surge entonces una paradoja aún más profunda: pese a todas estas reservas y cuestionamientos, cuando las papas queman, como ocurrió al inicio de la barbarie de Sendero Luminoso, es en las Fuerzas Armadas en las que nos refugiamos como niños. En aquellos años de pánico y vacío de poder, cuando el Estado y las fuerzas policiales se vieron sobrepasadas por la violencia, la población, y el propio gobierno, recurrimos a los militares como último recurso para contener la amenaza terrorista. Esa misma institución, que más tarde sería responsable de lamentables abusos, fue vista en ese momento como el único baluarte capaz de restaurar el orden y proteger a la nación del colapso y, hoy, ante un enemigo externo, lo volvemos hacer.
El resultado es un juego de espejos en la opinión pública. Por un lado, se espera que las Fuerzas Armadas sean los guardianes de la soberanía nacional, capaces de responder con contundencia a cualquier provocación externa. Por otro lado, se las mira con recelo debido a su falta de transparencia en los procesos de compra y, lo que es aún más grave, por la memoria de un pasado de violaciones a los derechos humanos. La tensión con Colombia no hace que estos cuestionamientos desaparezcan, sino que los pone en pausa y abre la posibilidad de replantear nuestra relación con los uniformados.
El incidente de la Isla Santa Rosa no es solo una disputa territorial. Es un recordatorio de que la identidad de nuestras Fuerzas Armadas es un asunto inacabado, sin resolver, pendiente. Hasta un duelo de narrativas que no siempre se da sobre datos objetivos. La discusión que tenemos hoy no es solo sobre la necesidad de las armas, sino sobre la necesidad de una institución militar que sea moderna, capaz y, al mismo tiempo, democrática, transparente y respetuosa de los derechos humanos. Una institución que pueda defender nuestra soberanía en el exterior sin generar dudas sobre sus acciones en el interior.
El debate debe incluir una dosis de realismo. Un conflicto con Colombia, por menor que sea, sería lamentable y tendría consecuencias devastadoras para ambas naciones. Una guerra es la derrota de la diplomacia y de la razón, y sus resultados son siempre la pérdida de vidas, el colapso de la economía y un retroceso en el desarrollo que costaría décadas revertir. Sin embargo, en un mundo que sigue regido por la geopolítica y los intereses nacionales, nunca faltará un irregular quequiera invadir o pelear, es inevitable, lo estamos viendo. Por ello, la existencia de unas Fuerzas Armadas fuertes y bien equipadas es la póliza de seguro de una nación contra la irracionalidad y la amenaza externa, a pesar del costo, la polémica y el peso de su propia historia.