Como siameses
Cuando el tiempo pase y podamos ver en retrospectiva estos tiempos que vivimos, resultará difícil explicar, qué fue lo que hizo que de golpe, y sin ponerse aparentemente de acuerdo –con qué influjo lunar, con qué constelación galáctica, por qué razón–, los dos países más importantes de América del Norte comenzaran a padecer una enfermedad con los mismos síntomas: la democracia. Pero no sólo eso, sino que también empezaron a aplicar tratamientos de cabello de forma tan sincronizada que resulta inevitable ver una especie de reflejo entre ellos.
Donald Trump y Andrés Manuel López Obrador son dos figuras que se pueden considerar rupturas o accidentes de la historia. Ninguno de los dos, por mucha ambición que cargaran –uno en forma de billones de dólares y otro en forma de poder, mucho poder, todo el poder para el poder–, parecía destinado no sólo a ser presidente, sino a convertirse en el mandatario más autoritario y de mayor trascendencia en la historia reciente de sus respectivos países.
Si uno examina con cuidado el recorrido que los llevó hasta los palacios del poder, puede identificar claramente los momentos en que la historia hizo trampas y los colocó en la misma posición. Todavía hoy, en Santa Fe, se perciben los temblores que dejó López Obrador tras el desafuero, aquel error de cálculo garrafal del expresidente Fox, que pudo haberlo sacado del juego político e incluso, bajo su propia lógica de justicia, llevarlo a la cárcel y destruirlo.
En Manhattan, entre los rascacielos del real estate, entre bancos y clubes de ricos, todavía se percibe el temblor de Trump ante la posibilidad de que, de una forma u otra, su estafa terminara expuesta y acabara usando ese mono naranja con el que el sistema viste a quienes deben descansar a cuenta del erario.
Ninguno de los dos pisó la cárcel más que para inaugurarlas o para alegrarse de que otros sí lo harían en su lugar. Ambos sintieron miedo, alergia y rechazo por los jueces. Ambos lograron minar el sistema legal.
En Estados Unidos, donde existe una robusta tradición institucional, la crisis no implicó, como en México, empezar desde cero. Pero es inevitable preguntarse si algún otro presidente estadounidense habría osado siquiera soñar con una estructura en la que, mediante órdenes ejecutivas, pudiera eliminar el poder legislativo y contar con una Corte Suprema que les dijera a los jueces federales que ya no podían cuestionar las políticas del presidente y que, en caso de discrepancia, sería el propio Supremo quien fallaría.
Increíble pensar que un diseño hecho en 2014 pudiera coincidir tanto con lo que la realidad está cumpliendo al pie de la letra. Para que no quede duda: mientras uno parece escapar milagrosamente de todo –de las acusaciones, las sospechas, los pactos con los cárteles–, el otro ejerce el poder con una desfachatez que hace palidecer a cualquier dictador. Ni Bokassa, ni Gadafi ni Idi Amin se atrevieron a gobernar con el descaro con que lo hace Donald Trump.
Trump no sólo te impone un arancel; una vez que lo hace y mide la reacción popular, saca el aguijón y te clava la penalización económica. Si quieres seguir comerciando con el imperio, tendrás que pagar. Europa es el ejemplo. Un arancel de 15% ya es, por sí solo, difícil de digerir. Pero eso no basta. Por el honor, el privilegio y el supuesto beneficio de tratar con el imperio, ahora además viene la segunda parte: exigir 600 mil millones de dólares como parte de esta absoluta y pura manipulación comercial.
Desde el infinito, desde el más allá o desde sus tumbas, los dictadores –sin importar el color de su piel– mirarán con envidia este momento. Dos hombres firmaron un poder tan absoluto como el que ellos soñaron y lo ejercieron con consecuencias devastadoras: Andrés Manuel López Obrador, por un lado, y su hermano crónico siamés, Donald Trump, por el otro.
Esta columna, mientras se pueda, tomará estos lunes del mes de agosto como descanso y se volverá a encontrar con todos ustedes el primero de septiembre.