El discreto encanto del capitalismo de Estado
Al analizar las políticas públicas de Donald Trump, suele ponerse el foco en el impacto que tienen sus aranceles sobre el comercio mundial. Sin embargo, esa medida es solo una pieza de un entramado mucho más amplio con el que está transformando el sistema económico estadounidense hacia lo que podría definirse como un capitalismo de Estado con sello norteamericano.
Y en México, no nos quedamos atrás.
Greg Ip, jefe de comentaristas económicos de The Wall Street Journal, describió, en un artículo publicado ayer, las características de este modelo, citando ejemplos reveladores del nuevo intervencionismo estatal.
Algunos casos son la exigencia de Trump para que Intel despidiera a su director ejecutivo; la imposición de un arancel del 15% a las ventas a China de ciertos chips fabricados por Nvidia y AMD; la “acción dorada” que el gobierno obtendrá con la compra de US Steel por parte de Nippon Steel, que le permitirá influir en las decisiones estratégicas de la empresa; y la aplicación de aranceles sin la aprobación del Congreso, invocando una legislación que le otorga amplios poderes en caso de “emergencia económica”.
Trump no es el primer presidente en adoptar un enfoque intervencionista. Biden destinó 400 mil millones de dólares al desarrollo de energías limpias y sus aplicaciones mediante la Ley para la Reducción de la Inflación. Obama, por su parte, inyectó cuantiosos recursos para rescatar a empresas como aerolíneas y automotrices durante la crisis financiera de 2008. Incluso George W. Bush aplicó fuertes apoyos para salvar al sistema bancario tras la quiebra de Lehman Brothers.
No obstante, es Trump quien ha llevado esta estrategia a una dimensión inédita, interviniendo directamente en decisiones corporativas —como el caso de Intel— o usando su influencia para obstaculizar a empresarios con quienes mantiene disputas personales, como Elon Musk.
El capitalismo de Estado no es exclusivo de Estados Unidos. China lo ha practicado durante décadas, aunque buena parte de su impresionante crecimiento se debió al dinamismo del sector privado.
No es casual que, bajo el mandato de Xi Jinping y su giro hacia un mayor control estatal, la economía china se haya ralentizado. Ejemplos como el del fundador de Alibaba, Jack Ma, muestran cómo la disidencia empresarial puede derivar en represalias políticas, incluyendo la cancelación de proyectos como la oferta pública de Ant Group.
En Europa, países como Francia han mantenido una fuerte presencia estatal en sectores estratégicos, desde la energía hasta la industria aeronáutica, y aunque en algunos casos ha garantizado estabilidad, sus resultados en crecimiento económico han sido modestos. Italia también ha recurrido a este modelo para rescatar bancos o empresas emblemáticas, con costos fiscales significativos.
La fascinación por el intervencionismo estatal se alimenta de la percepción de que el capitalismo liberal ha fallado en mejorar la vida de amplios sectores.
En Estados Unidos, el proteccionismo busca revitalizar la manufactura y recuperar empleos perdidos. En México, las transferencias sociales masivas se han convertido en la principal vía de redistribución de recursos, aunque su impacto de largo plazo sobre la productividad es incierto. En Brasil, el fortalecimiento de empresas estatales como Petrobras ha sido presentado como una vía para mantener el control sobre sectores estratégicos, pero con un historial mixto en términos de eficiencia.
La gran incógnita es si estos modelos serán sostenibles y efectivos a largo plazo.
Muchos economistas perciben que, si bien el mercado no resuelve todos los problemas, el Estado rara vez asigna recursos con mayor eficiencia.
La intervención excesiva tiende a generar distorsiones, despilfarro, clientelismo, corrupción e ineficiencias que terminan por minar los objetivos iniciales.
La tentación de usar el poder económico del Estado para fines políticos —favorecer aliados, castigar adversarios o buscar rédito electoral— es una amenaza constante.
El reto es encontrar un equilibrio: reconocer que hay ámbitos donde la acción estatal es necesaria —infraestructura, regulación, innovación estratégica—, pero se debe evitar que los líderes políticos, ya sean de Estados Unidos, China, México o cualquier otro país, dirijan la economía como si fuese una empresa personal.
La historia demuestra que, cuando se concentra demasiado poder en manos del Estado para decidir quién gana y quién pierde, el costo lo termina pagando toda la sociedad.