¿Reformar o asegurar el poder?
Acausa de esa obsesión oficialista de anunciar iniciativas sin contar con ellas ni tener claro su propósito, concepto, diseño y posibilidad, el proyecto de reforma electoral lanzado por el gobierno arrancó mal: inició por animar la resistencia y sembrar la duda de si se quiere reformar o asegurar el poder.
Los errores cometidos antes y durante el lanzamiento de esa pretensión hacen pensar, incluso, que está destinada a no concretarse, pero sí a espolear la polarización a fin de evitar que el debate se centre en asuntos fundamentales, donde incide el peso y poder de Estados Unidos: seguridad y economía.
El absurdo de la situación generada es que, ciertamente, el sistema electoral y el régimen de partidos sí reclaman un ajuste profundo… si, en verdad, se quiere fortalecer sin encarecer la democracia y no sólo modelarla a los intereses del oficialismo.
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La falta de un concepto acabado de esa reforma se puso de manifiesto al precipitar dos cambios legislativos, en vez de encuadrarlos en el proyecto que, ahora, se impulsa.
El establecimiento de límites al nepotismo y la reelección consecutiva se realizó de manera aislada, no integrada. Ello, puso en guardia a los aliados de Morena, así como algunos de sus propios cuadros. La no reelección se postergó hasta el 2030, contraviniendo la idea presidencial de aplicarla en las próximas elecciones intermedias. Y en cuanto a las trancas impuestas al nepotismo, todavía hoy, aliados y propios de Morena buscan cómo saltarlas con tal de postular a algún familiar en un cargo de elección.
Aunado a ello, el manoseo de la intención de acabar ahora con los legisladores plurinominales, elegir a los consejeros electorales, reducir las prerrogativas de los partidos y bajar los costos electorales ha hecho sonar las alarmas no sólo a los aliados de Morena (cuyos votos en el Congreso son clave), sino también a los partidos opositores, así como a especialistas, intelectuales y académicos con experiencia en la materia que, aun sin conocer el proyecto de reforma, ya lo cuestionan, descalifican o resisten.
Puede jactarse Morena de contar con enorme poderío, pero no dar por seguros los votos requeridos para aprobar la reforma.
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A esos errores se agregó otro.
A fin de mostrar apertura para escuchar a diversos sectores políticos y sociales interesados en el tema, se pausó el ritmo originalmente previsto para presentar la reforma. Según el calendario establecido, el proyecto se conocerá hasta enero del año entrante, sin embargo, en el medio de ese lapso, estarán en juego importantes asuntos, determinantes del porvenir nacional inmediato.
¿Cuáles son esos asuntos? El término de la pausa conseguida ante Estados Unidos para imponer aranceles a las exportaciones mexicanas; el prolegómeno de la renegociación del tratado comercial; la incesante e inquietante presión estadunidense para combatir, en México, a los cárteles criminales, catalogados como terroristas; las fricciones y tensiones al interior de Morena que advierten una lucha anticipada por el poder; y, por si algo faltara, la discusión y aprobación del presupuesto del próximo año.
En esas aguas navegará el debate y la confección de la reforma electoral. De no llegar a puerto seguro, significaría un tercer fracaso para el oficialismo.
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Por lo demás, ese afán de mostrar apertura implica una contradicción.
Aun cuando ahora los tres poderes de la Unión son electos, por sí el Ejecutivo integró una Comisión sin considerar al resto para armar foros y consultas, así como para elaborar el proyecto de reforma. Una Comisión compuesta exclusivamente por colaboradores presidenciales, con un solo conocedor de la materia, Pablo Gómez, quien manifiesta disposición a oír, pero no a escuchar otras voces y sí a ejercer la mayoría parlamentaria. Hay quienes justifican esa decisión, presumiendo el propósito de evitar que el jaloneo por la sucesión presidencial pervierta la intención presidencial y de estampar “el sello propio”.
Difícil de comprender por qué, pretendiendo emprender una reforma con efecto sobre la democracia, el modelo electoral, el régimen de partidos y los poderes de la Unión, se integró una Comisión excluyente. Sólo en la idea del cambio de régimen, puede entenderse la gana de tocar el corazón del aparato circulatorio del poder.
Ahí radica la duda de si se quiere reformar o asegurar el poder.
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Más allá del propósito último del proyecto oficialista de reforma electoral, lo cierto es que ese sistema y el régimen partidista exige una revisión.
Los exconsejeros que, hoy, se envuelven en la bandera del instituto electoral no se toca, callan que varias de las reformas anteriores pervirtieron, deformaron o encarecieron el modelo electoral, y no derivaron del consenso ni el debate popular abierto, sino del arreglo cupular cerrado, de la política de cuotas, canjes y cuates.
Apuntes sobre este último respecto, podrían ser los siguientes. El retiro del carácter federal del instituto electoral para convertirlo en nacional sin desaparecer a los organismos y tribunales electorales estatales elevó el gasto y duplicó funciones. La fórmula de financiamiento de los partidos elevó a rango constitucional un barril sin fondo que no frena el dinero sucio en las campañas y, en el colmo, aleja a los partidos de la ciudadanía. La integración de listas cerradas de candidatos plurinominales y la reelección consecutiva se constituyeron en privilegio de élites partidistas y no en derecho ciudadano para dar voz a las minorías y premiar a quienes cumplían en el encargo…
Mucho hay que retocar, sin desgarrar las vestiduras ni las boletas.
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Mal lanzada y en un contexto complicado viene la enésima enmienda electoral sin dejar en claro si se quiere reformar o asegurar el poder.