Cuando el calor sube a la mesa, el clima detrás del precio de la comida
Ir al supermercado se ha vuelto un ejercicio de memoria: comparar cuánto costaba el jitomate hace un mes, cuánto el aceite, cuánto la carne. La cuenta siempre sube. Los medios lo llaman “inflación”, como si fuera un simple ajuste económico o un tema de aranceles entre países. Pero la raíz de este fenómeno está mucho más cerca de nuestras vidas de lo que creemos, es el termómetro del planeta el que está dictando, cada vez más, el precio de nuestra comida.
En España, la sequía y las olas de calor redujeron las cosechas de olivo en más de 30%, llevando el precio del aceite a niveles récord. En India, la ola de calor del verano de 2022 obligó al gobierno a restringir la exportación de trigo para evitar una crisis interna. Este año, los precios mundiales del café se dispararon 280% en apenas un mes tras una ola de calor extrema en África Occidental, mientras que el cacao aumentó 55% debido a la sequía en Brasil.
En México, la sequía en el norte del país ha reducido la producción de maíz y encarecido la carne. En Sinaloa, considerado el granero nacional, la falta de lluvias afecta la producción de maíz blanco, con repercusiones directas en la tortilla, base de la dieta mexicana. La crisis no se limita al campo: en los mares de México, el 34% de las especies comerciales ya están catalogadas como “en deterioro”, lo que amenaza la seguridad alimentaria y los ingresos de miles de familias pesqueras. La tendencia es global. Según la FAO, en julio los precios mundiales de los alimentos básicos alcanzaron su mayor nivel en más de dos años.
No solemos poner en perspectiva cuánto la temperatura moldea nuestras vidas porque somos seres de costumbre. Pero para dimensionarlo, entre la última era glacial (hace 20,000 años) y hoy, es apenas 6 grados de diferencia en la temperatura promedio global. Eso bastó para transformar un planeta helado en el mundo que conocemos. Cualquier alteración adicional, así sea una fracción de un grado más, desordena todo: los patrones de lluvia, los tiempos de siembra, la logística de distribución. En México, más del 37% del ingreso de los hogares más pobres se gasta en comida, cada peso extra en el jitomate o en la tortilla es un golpe directo a la estabilidad familiar.
El problema no es lineal, es en cadena. El calor prolongado estresa a las plantas, disminuye la polinización y reduce los rendimientos. La falta de agua obliga a invertir más en riego, justo cuando el recurso es más escaso. Las lluvias extremas arrastran la capa fértil del suelo, que tarda siglos en formarse, y dañan caminos y carreteras, encareciendo el transporte. El aumento de la temperatura también favorece la proliferación de plagas y enfermedades, lo que implica más gasto en pesticidas y mayores pérdidas de producción. Al final, es un círculo vicioso: se gasta más para cosechar menos.
El encarecimiento no termina en el campo, trasladar alimentos por las carreteras mexicanas implica también pagar “cuotas” ilegales al narcotráfico. Es un costo oculto que se suma a la cuenta final del consumidor, y que hace que un kilo de pollo o de jitomate en el mercado llegue todavía más caro.
La agricultura moderna se construyó bajo una lógica de abundancia, estaciones predecibles, agua suficiente, tierras fértiles. Ese modelo está resquebrajándose a una velocidad que no habíamos imaginado. Aquí surge una pregunta incómoda: ¿vamos a dejar que el viejo principio de “sobrevive el más fuerte” sea el que defina quién tiene acceso a la comida? Como especie hemos evolucionado, sería un error pensar que nuestra única opción es resignarnos a esa lógica. Nuestra verdadera ventaja evolutiva ha sido la capacidad de cooperar, de innovar, de organizarnos para sobrevivir juntos.
Por eso, hablar de inflación sin mencionar el clima es contar apenas la mitad de la historia. No se trata únicamente de subsidios o de ajustes monetarios. La verdadera respuesta está en reconocer que aún estamos a tiempo de invertir en adaptación: en sistemas agrícolas resilientes que aumenten la productividad por metro cuadrado de tierra cultivada, en innovaciones que usen y reciclen mejor el agua, en modelos de economía circular que reduzcan pérdidas a lo largo de la cadena, en seguros paramétricos que protejan a los agricultores frente a extremos climáticos y en políticas públicas que entiendan que cada grado cuenta. Sin embargo, menos del 4% del financiamiento climático global se destina hoy a la agricultura y los alimentos.
Cada incremento de precio también significa más malnutrición, más familias obligadas a migrar, más jóvenes vulnerables a las filas del crimen organizado. Cuando un recurso esencial como la comida se vuelve más escaso y caro, también se convierte en un botín que el narco y otras redes criminales buscan controlar. Todo está conectado: clima, economía, seguridad, migración.
Parte de la solución también está en nosotros. La próxima vez que empuje el carrito del súper, piense en el agua que dejamos correr sin necesidad en la regadera, en el plástico que usamos una sola vez, en la comida que se desperdicia en casa. El precio de los alimentos no es solo un asunto de mercado. Lo que hagamos o dejemos de hacer en materia de energía, consumo y solidaridad definirá si enfrentamos este futuro con miedo y escasez, o con la capacidad humana de responder con empatía y visión compartida.