El supremacismo ideológico y el auge del extremismo
Cuando el ciudadano se siente una mera comparsa en un drama que le es ajeno –desconectado de oportunidades, humillado por discursos que percibe como condescendientes y convencido de que las instituciones sirven a otros–el agravio se convierte en identidad. Y la identidad agraviada busca certezas simples, enemigos nítidos y catecismos morales. La ideología populista ofrece ese atajo: divide el mundo entre un «pueblo puro» y unas «élites corruptas», y se arroga la representación exclusiva de la voluntad general. No es un mero estilo, como han explicado Cas Mudde y Jan‑Werner Müller, sino una lógica intrínsecamente antipluralista que niega la legitimidad misma del discrepante.
Esta desconexión democrática es palpable. En democracias avanzadas, una media del 64% declara estar insatisfecha con el funcionamiento del sistema y reclama cambios de calado. Es un malestar acumulado, no un episodio pasajero. La psicología social conoce bien los engranajes: la polarización de grupo –descrita por Cass R. Sunstein– muestra que los afines, al deliberar entre sí, endurecen sus posturas; la polarización afectiva –documentada por Shanto Iyengar– transforma al adversario en enemigo moral. Ambos mecanismos, unidos, impulsan la caída en barrena del debate público y convierten las conversaciones en trincheras. La radicalización se produce, cada vez más, en las redes sociales y la víctima de la desinformación y la manipulación se convierte en un nuevo y fanatizado militante de su «causa sagrada».
De adversarios a enemigos
Las democracias no descansan solo sobre reglas escritas, sino también sobre normas tácitas de tolerancia mutua y autocontención. Cuando estas últimas se deshilachan –como advierten Steven Levitsky y Daniel Ziblatt– el juego parlamentario se transmuta en guerra cuasi-religiosa y la excepción se normaliza. La política deja de ser negociación para convertirse en demolición. En paralelo, las plataformas digitales premian la indignación y la descalificación: el lenguaje supuestamente moralizante y el discurso del odio generan mayor difusión. No es conjetura: los estudios sobre contagio de la indignación describen el atractivo del antagonismo y su rentabilidad en la economía de la atención.
Supremacismo ideológico
Llevo discutiendo desde hace tiempo este concepto con familiares y amigos, el supremacismo ideológico. No remite a raza, credo o nación, sino a una certeza doctrinal que se alza por encima de la duda y del pluralismo. El supremacista ideológico no quiere persuadir; quiere purificar y eliminar al contrario, al disidente. Por eso demoniza al discrepante, lo criminaliza y deshumaniza. Anne Applebaum ha descrito cómo esa tentación anida en los sectores más extremos de derechas e izquierdas, forjando círculos de lealtad, intelectuales orgánicos y ecosistemas mediáticos que cierran filas en torno a una «verdad irrefutable». Este mecanismo se manifiesta en dogmas sacralizados; en grandilocuencia punitiva, donde el discurso moral se usa como arma de exclusión; y en la deshumanización transversal, que justifica linchamientos reputacionales, cancelaciones y justifica, o por lo menos tolera, la agresión. El resultado es doble: totalitarismos (incluso los más suaves) cercenan la libertad de expresión en nombre de la pureza y anestesian la moral ante la violencia política, presentada como defensa necesaria frente al enemigo.
La legitimación de la violencia
Una minoría ruidosa ha empezado a justificar la violencia contra el «enemigo político» previamente demonizado. La frontera entre protesta y coacción se difumina y la política de choque se vuelve rentable: ocupa agenda, fideliza a los propios y oculta fallos estructurales propios.
En el plano retórico, la criminalización del rival –«genocida», «fascista», «traidor»– es gasolina para la agresión. El lema «from the river to the sea», usado por la congresista Rashida Tlaib (MI‑12), pone de manifiesto su radicalidad irracional y violenta. Es la representante que el pasado viernes día 19 de septiembre, acusaba con gritos histéricos a todos los republicanos de ser fascistas, añadiendo: «no es una mala palabra, son hechos irrefutables». Europa tampoco es inmune: los servicios de seguridad alemanes registraron en 2024 un aumento significativo de delitos vinculados a extremismos de derecha y de izquierda, con incrementos muy acusados en ciertos indicadores de violencia de motivación izquierdista.
Política de choque
Esta fiebre extremista corroe los cimientos de los sistemas de partidos. La paulatina desaparición o vaciamiento de las formaciones tradicionales elimina amortiguadores. Francia e Italia escenifican el colapso de sistemas heredados. Alemania y España resisten mejor, pero el centro se estrecha. En Alemania, AfD se consolidó como segunda fuerza en las europeas de 2024, mientras la nueva formación de Sahra Wagenknecht (BSW) irrumpió por la izquierda con un discurso soberanista: la pinza perfecta para asfixiar la zona templada. En España, el soufflé de Podemos y Sumar se desinfla: en las europeas de 2024 obtuvieron 2 y 3 escaños, muy por detrás de PP (22) y PSOE (20); la fragmentación a la izquierda del PSOE coexiste con un clima enconado que estrecha el espacio moderado.
Extremismo en el Partido Demócrata
Seamos claros: [[LINK:EXTERNO|||https://www.larazon.es/internacional/america/penetracion-extrema-izquierda-partido-democrata-estados-unidos_2025072768855119f4ec026a96bc9891.html|||la «Squad» no es socialdemócrata]]; es la vanguardia parlamentaria de la izquierda radical en el Partido Demócrata. Tras las primarias de 2024 perdió dos escaños –Jamaal Bowman (NY‑16) y Cori Bush (MO‑1), pero mantiene un núcleo duro con Alexandria Ocasio‑Cortez (NY‑14), Ilhan Omar (MN‑5), Ayanna Pressley (MA‑7), Rashida Tlaib (MI‑12), Greg Casar (TX‑35), Summer Lee (PA‑12) y Delia Ramírez (IL‑3) o Maxwell Frost (FL-10). Su huella programática y retórica es tangible: posiciones que están en línea con las izquierdas más duras de occidente, no son ni socialdemocracia y están casi en las antípodas del partido demócrata de Clinton, Johnson o Kennedy.
A su alrededor orbita un ecosistema activista –en especial los Democratic Socialists of America (DSA)–, el epicentro de este movimiento. La guinda del pastel es Zohran Mamdani, asambleísta estatal y socialista radical declarado, candidato demócrata a la Alcaldía de Nueva York en 2025, con apoyos públicos de alto nivel. Mamdani se presenta con un programa abiertamente de extrema izquierda y postulados marxistas, aunque él no los reconozca como tales.
Del desprecio a los políticos a poner en solfa la democracia
La deriva sigue un patrón reconocible: primero se ataca –a menudo con razón, (por corrupción, incompetencia, mediocridad)– a políticos concretos; luego a partidos; después a la clase política; más tarde a las instituciones; y, por último, a la democracia misma. El cóctel es explosivo: desafección profunda y normalización del «daño justo». El Edelman Trust Barometer 2025 registra que más de la mitad de los jóvenes de 18‑34 años aprobaría alguna forma de activismo hostil –desde la desinformación hasta la violencia física–. Si a ello se suma el declive del capital social (menos asociaciones, menos confianza cívica), la gobernabilidad se vuelve frágil y la crispación encuentra campo abonado. Todo esto tiene una evidente e innegable repercusión en la geopolítica, pues las sociedades polarizadas alimentan la nueva confrontación entre bloques, potencias regionales o vecinos. Esto se traduce en una nueva y preocupante proliferación de pequeñas y grandes renovadas guerras frías. No hay una sola Guerra Fría; hay varias, solapadas, que trenzan finanzas, tecnología y geopolítica. Ese entorno premia el relato de choque y enfrentamiento.
España, Alemania, EE UU y una misma fiebre
España conserva un bipartidismo resistente (PP‑PSOE), pero el centro se estrecha entre una izquierda fragmentada –Sumar y Podemos– y una política de choque que crispa el espacio público. Alemania mantiene su ingeniería institucional, aunque la consolidación de AfD y el crecimiento de BSW (partido de extrema izquierda populista y anti-inmigración) por la izquierda anuncian un Bundestag más crispado y Länder con aritméticas complejas. Los informes de la Verfassungsschütz (la seguridad federal interior de Alemania) registran aumentos relevantes en la criminalidad política tanto de extrema derecha como de izquierda. Estados Unidos vive una hiperpolarización cultural y mediática; la Squad –extrema izquierda, no socialdemócrata– ha condicionado la narrativa demócrata hacia posiciones de choque, mientras la derecha despliega su propio repertorio de radicalización. Es el círculo vicioso perfecto.
¿Cómo frenamos la caída?
Reconectar con el ciudadano. Dignidad material –empleo, vivienda, servicios evaluables– y simbólica –respeto y escucha–. No con sermones, sino con resultados. Ejecución presupuestaria transparente por programas, auditorías independientes y consecuencias políticas por incumplimiento. Por ejemplo, la prohibición constitucional de gobernar sin presupuestos.
Recoser las normas. Reafirmar tolerancia mutua y autocontención institucional: compromisos cruzados para no usar mayorías coyunturales para cambios estructurales. Firmeza sin humillación; derrota del adversario sin demoler las reglas.
Desactivar la economía de la indignación. Transparencia algorítmica, opción cronológica por defecto, acceso a datos para investigación independiente y etiquetado que frene la amplificación del agravio. Códigos de conducta parlamentaria contra la deshumanización y obligación de rectificación pública cuando se difame de manera demostrable.
Reconstruir el espacio cívico. Servicio cívico voluntario con reconocimiento académico y fiscal; proyectos que mezclen a jóvenes de entornos distintos; alfabetización mediática para luchar contra la desinformación. Cuanto más tejido cooperativo, menos terreno para el supremacismo ideológico.
Cortafuegos frente a la violencia política. Umbral penal claro para la coacción y el acoso –en calles y en redes–. Discrepancia, sí; violencia, nunca.
Política exterior coherente. Apoyar a aliados y exigir estándares democráticos a quienes soliciten cooperación. Condena sin eufemismos del terrorismo y sus proxys.
Epílogo
Hobsbawm cerró su obra con una advertencia: los extremos prosperan en la incertidumbre. El nuestro es un tiempo de incertidumbres superpuestas que vuelven tentadora la promesa de la pureza y el choque. De ahí que el lenguaje de la exquisitez democrática –procedimientos, límites, respeto al discrepante– deba redoblarse. La democracia se degrada por pasos cortos y gestos cotidianos; y se recupera del mismo modo: con instituciones que cumplen, líderes que suman y ciudadanos que no confunden firmeza con furia. Si no, el extremismo –de derecha e izquierda– seguirá devorando el centro y la moderación hasta que sólo sea un nebuloso recuerdo de un pasado mejor.