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La gran hambruna española: una tragedia que se convirtió en arma política

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Durante décadas, la posguerra franquista ha sido envuelta en una niebla de mitos, justificaciones y omisiones. La narrativa oficial atribuía los duros años inmediatamente posteriores a la guerra civil a causas externas: las ruinas del conflicto, el aislamiento internacional, la escasez de lluvias. Sin embargo, «La hambruna española», de Miguel Ángel del Arco Blanco, demuestra que aquella penuria no fue sólo resultado de inclemencias ajenas al régimen. Fue, en gran medida, una hambruna provocada y sostenida por decisiones políticas, con más de 200.000 víctimas mortales entre 1939 y 1942. Su tesis es que se trata de una tragedia silenciada durante décadas, cuyos responsables fueron el diseño económico, la corrupción y la represión sistemática del nuevo Estado. Del Arco Blanco, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Granada, recoge años de investigaciones en archivos, prensa y testimonios para explicar la existencia de la hambruna y su dimensión política. «Este libro prueba que tuvo lugar, la identifica, explica sus causas, quiénes fueron sus víctimas y cuáles fueron sus consecuencias. Sin embargo, esta hambruna dista mucho de formar parte de la memoria colectiva de los españoles», señala el autor.

La obra empieza por un análisis de las causas de la hambruna, diciendo que la destrucción de la Guerra Civil, aunque relevante, no fue determinante. Así lo reconoce incluso la documentación interna del propio régimen, como en un informe de la Diputación de Jaén de 1939 que relativizaba los efectos económicos de la contienda. A este respecto, el factor clave fue la política económica autárquica adoptada desde el principio por [[LINK:TAG|||tag|||633618f159a61a391e0a15f7|||Franco]] y sus ministros, consistente en buscar la autosuficiencia del país sin depender del exterior. El resultado fue un colapso económico que derivó en el desabastecimiento masivo, el racionamiento fallido y una corrupción generalizada. «La autarquía fue una política voluntariamente aceptada y decidida por Franco y sus hombres. Ellos conocían sus efectos, sabían que la gente fenecía de hambre, que las enfermedades galopaban sobre los cuerpos de los más pobres. Y no dieron marcha atrás», escribe.

A esta estrategia económica se sumó la orientación política del régimen, que se alineó con las potencias fascistas durante la Segunda Guerra Mundial. España exportó alimentos y materias primas a la Alemania nazi mientras su población sufría una carestía creciente. Esta colaboración provocó un bloqueo económico por parte de los aliados, especialmente Reino Unido y más tarde Estados Unidos, lo que agravó aún más la escasez interna. En palabras del autor: «Entre 1939 y 1942, el régimen tuvo que elegir entre pan o imperio. Escogió imperio». Además, la corrupción se convirtió en otro pilar estructural del sistema. El mercado negro (el estraperlo) floreció a la sombra de la miseria, impulsado por las mismas autoridades que debían combatirlo. Funcionarios, falangistas, alcaldes, miembros del Ejército y hasta miembros del clero participaron en redes ilegales de distribución de alimentos, elevando los precios y negando el acceso a los productos básicos a gran parte de la población. «Tener el carné falangista aseguraba un trato preferente. Para la obtención de comida o para realizar negocios, la militancia en el partido único era casi tan necesaria como el aire», recoge el libro.

Otro elemento central fue el uso deliberado del hambre como instrumento de represión y control. El franquismo convirtió el acceso al alimento en un privilegio político. Los vencidos en la guerra –republicanos, sindicalistas, opositores– fueron excluidos del reparto de cartillas de racionamiento, del acceso al empleo, de las redes de ayuda social. «El hambre fue también un arma para castigar a los republicanos, dentro y fuera de las cárceles», recuerda Del Arco, quien aporta pruebas documentales de cómo los presos murieron de inanición en centros penitenciarios, como ocurrió en Huelva, donde incluso se dieron órdenes de falsificar certificados de defunción. En general, las consecuencias sanitarias fueron tremendas, con la proliferación de enfermedades infecciosas en plena guerra: tifus, paludismo, tuberculosis, viruela o difteria se propagaron con rapidez en un país sin infraestructuras, sin asistencia médica y sin medios higiénicos. Durante esos años, el 35% de las defunciones en España se debió a enfermedades evitables.

En paralelo, los precios de los alimentos aumentaron de forma considerable. El mercado oficial fijaba precios por decreto, pero los productos apenas llegaban a los ciudadanos. Sólo estaban disponibles en el mercado negro, donde los precios eran inasumibles. Un informe británico citado por el autor señala que en 1941 el coste de vida en España había aumentado un 300% respecto a 1939, y que todo debía conseguirse «en silencio y pagando un ojo de la cara». Asimismo, la hambruna golpeó con especial dureza a las regiones agrícolas del sur: Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha y Murcia. Zonas rurales sin servicios básicos y con enormes desigualdades sociales fueron declaradas «zonas de hambre» por la propia administración franquista. Además, el ejército recibió un trato privilegiado, con economatos propios y acceso a productos escasos. Las políticas de asistencia, como las gestionadas por Auxilio Social, resultaron insuficientes, y se priorizó la educación política de los niños antes que su nutrición.

Mientras tanto, la ayuda internacional fue entorpecida por el propio régimen. Las ONG que intentaron colaborar con alimentos y medicamentos fueron rechazadas o se les impusieron condiciones que las obligaron a marcharse. No fue hasta los acuerdos con Estados Unidos en 1953 cuando España comenzó a recibir ayuda alimentaria en cantidades significativas. Para entonces, la hambruna había quedado atrás, pero sus huellas seguían presentes. Por último, el libro aborda las formas de resistencia y solidaridad que surgieron en aquel contexto. Robos y hurtos proliferaron como estrategia de supervivencia, y las redes informales de trueque y ayuda mutua se multiplicaron. «Tú me das aceite y yo te doy harina, para sobrevivir», recuerda un testimonio recogido en Jaén. Algunas mujeres cruzaban la frontera con Gibraltar para traer alimentos a escondidas. La cocina del hambre generó sus recetas, basadas en castañas, algarrobas o pan negro. En los peores momentos, se recurrió incluso al consumo de restos, animales callejeros o alimentos caducados.

También cabe decir que, frente a esta situación, hubo protestas, aunque nunca generalizadas. El miedo, la represión y el hambre desmovilizaron a una población exhausta. Pero también hubo coplas, chistes o grafitis. «Menos Franco y más pan blanco», decía uno de ellos. O este otro, cantado en Andalucía: «Virgen de la Magdalena, anda y le dices al Caudillo, que nos quiten los cardillos y nos traigan habichuelas».




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