¿Triunfo de abogados, derrota del Derecho?, por Pedro P. Grández Castro
Agradezco a La República por abrirme un espacio semanal. He querido titular esta columna con una palabra quechua: kausachun, expresión de júbilo colectivo —¡kausachun Perú!—. Kausachun derecho(s) quiere decir entonces: celebremos la defensa del Derecho y de los derechos. Del Derecho como conjunto de reglas e instituciones que hacen posible la convivencia pacífica; y de los derechos como “leyes del más débil”, en la feliz expresión de Luigi Ferrajoli.
En esta primera entrega, me interesa reflexionar sobre el papel de los abogados en la defensa institucional del Estado de Derecho y la Justicia. Muchas veces, la imagen del Derecho aparece distorsionada o manipulada, y lo paradójico es que gran parte de esa responsabilidad recae en quienes más deberíamos protegerlo: los abogados. Al fin y al cabo, somos “portadores del Derecho” y, nos guste o no, transmitimos al público la imagen de la ley y sus instituciones. No sorprende entonces que, como ha advertido Gustavo Zagrebelsky, “[…] a pesar de nuestra ubicuidad y omnipresencia, o precisamente por ello, no gozamos de buena reputación” (La justicia como profesión, Palestra, 2024, p. 17).
Esa mala reputación, sin embargo, no debería trasladarse sin más a las instituciones del Estado de Derecho. Pero ocurre con frecuencia en sociedades frágiles, donde los poderes se infiltran en leyes de privilegio o en interpretaciones ad hoc que corroen la justicia. En esos escenarios, la formación de los abogados, sus prácticas de litigio y la manera en que jueces y funcionarios interpretan las normas se vuelven decisivas. Una ley puede ser capturada por intereses en el Congreso, pero siempre queda un espacio de control: la revisión previa del Ejecutivo o, una vez promulgada, el examen judicial. Y en todos esos espacios, otra vez, son abogados quienes deciden.
Lo mismo ocurre en el Tribunal Constitucional, en el Poder Judicial, en el Ministerio Público o en la Junta Nacional de Justicia. Son abogados quienes razonan, interpretan, construyen silogismos para dar respuesta a los casos. Y muchas veces, sus decisiones terminan dando la victoria no a los valores del Estado de Derecho, sino a las estrategias de otros abogados que litigan por intereses contrarios a esos principios. Que el Derecho triunfe o tropiece —incluso hasta su derrota— depende en gran medida de nosotros.
Por eso preocupa cuando decisiones que para el sentido común violan abiertamente la Constitución, aparecen justificadas como triunfos del Derecho en boca de abogados que, en otros momentos, sostuvieron todo lo contrario. La incoherencia es un disvalor en cualquier discurso, pero en el derecho es especialmente corrosiva. La plasticidad con que algunos manipulan las normas para adecuarlas a sus intreses o al poder de turno es la perversión más peligrosa de la práctica legal.
Si existe un núcleo mínimo de consenso entre abogados, debería ser la defensa de las instituciones básicas y los derechos fundamentales, al margen de coyunturas o conveniencias de eventuales clientes. Esa es la tarea que realmente honra nuestra profesión.
En este punto, vale recordar lo que George Orwell escribió sobre las relaciones entre poder y literatura en tiempos también convulsos: “Si la literatura se convierte en simple sierva de la política, pierde su valor, porque deja de ser literatura.” Basta reemplazar literatura por derecho para advertir el riesgo: el Derecho no puede reducirse al discurso que el cliente o el poder de turno necesita en cada circunstancia, aunque aparezca rodeada de sofisticadas elucubraciones jurídicas.
De ahí que convenga desconfiar cuando los abogados proclaman el triunfo de la ley o la Constitución en defensa de sus propias causas: ese supuesto triunfo bien puede significar, con cierta frecuencia, la derrota del Derecho.