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Ejecución a sangre fría y miedo urgente, por Juan De la Puente

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Es cada vez más fácil retirar del poder a un presidente en el Perú. Exceptuando a Castillo, desalojado en respuesta a su fallido golpe de Estado, registramos cuatro presidentes que abandonan el cargo con rapidez. La renuncia de PPK, forzada por el segundo pedido de vacancia, se gestó en siete días (del 15.3 al 22.3 de 2018); la vacancia de Vizcarra, en igual tiempo (del 2.11 al 9.11 de 2020); en tanto, Merino fue expulsado luego de cinco días de gobierno por la furia social (del 10.11 al 15.11 de 2020). Boluarte fue despedida en apenas 16 horas.

La resaca constitucional dificulta reparar en lo sucedido. Destituir a un presidente de un país teóricamente presidencialista en 16 horas, sin un impeachment cierto y proceso, con 122 votos de 130 legisladores, es una experiencia insólita que habla por sí misma. La celeridad fue fruto del miedo y de la sangre fría de la destreza.

Las revoluciones suelen devorar a sus hijos. Las regresiones también. En el primer caso ocurre generalmente para desviarse, y en el segundo para salvarse. En este último caso, sin embargo, es el temor el que moviliza los más crueles desenlaces.

Eso ha sucedido con la caída de Dina Boluarte. Su presidencia no acabó por la mano de sus adversarios, sino de sus aliados. Murió de fuego amigo. El tribunal que la retiró del poder estuvo formado en mayoría —dos tercios— por sus devotos socios. En términos constitucionales, Boluarte fue destituida, aunque en realidad fue descartada, suprimida, es decir, ejecutada.

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Para efectos prácticos, su gobierno había terminado hace meses, pero el Congreso lo mantuvo con respiración artificial. Su caída fue en cámara lenta, desde el 13 de septiembre con las marchas Z y los paros de los transportistas. A inicios de octubre, el proceso político peruano experimentaba algo más que una crisis permanente: un bloqueo significativo. El Gobierno no podía sostenerse y la opinión pública no podía tolerar más ineficacia.

Algunos de los grupos corresponsables del auge delictivo marcaron tardía distancia con Boluarte y pretendieron continuar la campaña electoral sin comprometerse con ese escenario bloqueado. No lo lograron. El rechazo violento a Philip Butters en Juliaca, el 8 de octubre, desfogó esa obstrucción y exhibió la tesitura de un nuevo ciclo que no figuraba en la mayoría de previsiones, marcado por el activismo ciudadano transformado en una oposición social constante, vigorosa y singular, con efecto inmediato en la estabilidad del Gobierno y el Congreso.

Los aliados/tutores de Boluarte —el pacto— acusaron el impacto de este hecho. Las piedras de Juliaca llegaron hasta Lima. Lo sucedido acabó por agotar su constante esfuerzo por fijar como principal eje electoral el dilema sistema/antisistema o caviar/anticaviar. Reconocieron el nuevo ciclo y ello explica la cascada de mociones de vacancia y el origen del fuego amigo contra su aliada en pocas horas.

Entre conceder y huir hacia adelante escogieron lo segundo, aunque en el apuro el pacto cometió un error: en lugar de alejarse del Gobierno, se comprometieron más con él. Un gobierno tutelado por el Congreso fue innovado por uno parlamentario directo. El relato que toma forma no es que sale Boluarte y entra Jerí: es Boluarte más Jerí; el Gobierno es el Congreso y el Congreso es el Gobierno.

La sombra de Merino que planeaba sobre Jerí se ha disipado y, por ahora, el presidente del Congreso y del Gobierno sobrevive. En cambio, sobre él planea otra sombra: la de Boluarte, es decir, un rechazo que irá creciendo al punto que las elecciones se asumen como un proceso contra ellos, un referéndum contra el poder que el pacto parlamentario quería evitar a toda costa. La campaña #PorEstosNo escala.

El papel movilizador del miedo no es poca cosa. El apuro en la destitución de Boluarte avisa que el temor es la principal certeza cognitiva del pacto y que este carece de límites y coherencia. Ese temor responde a las interrogantes racionales, como por qué las mociones de vacancia enumeraron razones no tomadas en cuenta en los anteriores intentos de vacancia de Boluarte o que fueron archivadas por el Congreso; por qué se decidió por la ejecución sumaria de 104 votos mínimos y no por los 87 votos que habría implicado un proceso de varios días; o por qué evitaron formar una nueva mesa directiva del Congreso que permitiera mayor certidumbre al gobierno de transición.

El miedo político es una complejidad irresuelta. Su papel decisivo se justifica tanto desde la inducción como desde la intuición, desde el miedo legítimo (Hobbes) hasta el miedo como emanación del mal (Arendt), de modo que medirlo, como sucede con la desconfianza, el rechazo y la cólera contra el poder, es espinoso. En el caso peruano, reconocer que existe ya es un paso. Gonzalo Portocarrero (1949-2019), en diversos trabajos, clasificó nuestro miedo político en dos categorías: el de los subalternos y el de los poderosos. Los primeros, temerosos del abuso; los segundos, de la insumisión de la muchedumbre y de la pérdida de su poder y privilegios.

El segundo miedo está instalado hace siglos, desde la crisis colonial. En la última etapa apareció en las segundas vueltas de las elecciones de 2006, 2011 y 2021. La que irrumpe ahora es todavía más urgente: aparece mucho antes de la primera vuelta de abril de 2025 y atrapa a gran parte de la élite política y económica peruana que cree que ese miedo se justifica.

El miedo urgente se ha disparado. El hecho más importante del proceso electoral es, hasta ahora, el rechazo violento a Philip Butters en Juliaca, un suceso que imprime en las elecciones un carácter disruptivo. La violencia electoral que se asoma no es entre partidos o candidatos de un mismo partido en pugna por el voto preferencial, sino una violencia entre una parte de la sociedad y los políticos, especialmente del pacto gobernante.

El rechazo activo contra los políticos en campaña es una forma de contrapolítica, una recusación activa de la práctica electoral y el rechazo a la promesa de representación pactada. Las élites se han ganado este rechazo y están conectadas a él a través de las múltiples crisis irresueltas —los 19 estados de emergencia fracasados, por ejemplo— y las respuestas oficiales insensibles a los reclamos y expectativas sociales.

El segundo hecho más importante del proceso electoral es el techo de las candidaturas del pacto gobernante, un estado de cosas que agranda su temor. La lectura transversal de las encuestas —porcentajes, territorios, grupos sociales y posición ideológica— indica que los espacios electorales se forman de modo incompleto. Un pequeño grupo ha definido su voto, del que emergen dos tendencias: 1) los candidatos del pacto apenas superan el 20%, un espacio electoral anclado en Lima, interesados en la política, votantes de derecha y de los sectores A/B; y 2) dos tercios de los electores no han decidido su voto, con énfasis en los sectores D/E, fuera de Lima, el país rural, los no interesados en la política y los que se definen como centro y de izquierda.

Un país insatisfecho que rechaza al poder y al pacto gobernante se ubica en un código menos electoral e institucional y más político. En un escenario de incertidumbre electoral, la incertidumbre de las élites y de la derecha es mayor, y la de la sociedad, no tanto (“tu incertidumbre no es como la mía”). En el juego de las incertidumbres de arriba y abajo, el Congreso ha atado el resultado electoral a la presidencia de Jerí, cuya administración debe proyectar buenas vibras electorales y, por lo mismo, gobernar con un mínimo de eficacia. Menuda tarea. El pacto y su gobierno se han atrincherado en Lima y alrededores (en 15 días, Jerí no ha salido de Lima), y el país se mueve en dos escenarios a la vez: los partidos en campaña por el poder y la sociedad insumisa y en campaña contra el poder. Otra brecha singular.




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