El artista que vistió la libertad
“La moda es una fiesta”. Así se titula la exhibición temporal que el Museo de Artes Decorativas (MAD) de París dedica a Paul Poiret, uno de los primeros íconos de la moda del siglo XX.
Quizá su nombre no resuene con la familiaridad de Chanel o Dior. Sin embargo, fue él quien encendió la chispa que ambos transformaron en imperio. En sus diseños, de líneas fluidas y colores intensos, se adivina el eco de Klimt, del Fauvismo y del art nouveau. Su revolución no fue solo estética: fue corporal.
A inicios del siglo XX, cuando la mujer aún estaba atrapada en el encierro físico y moral de la Belle Époque, Poiret decidió liberar su silueta. Desterró el corsé, abrió el espacio para el movimiento y transformó el vestido en un manifiesto. Su moda no buscaba disimular el cuerpo, sino celebrarlo. Lo cubría con libertad, no con culpa.
Pero su gesto fue mucho más que una audacia estilística. Richard Thompson Ford, en su libro Dress Codes, recuerda que desde la Edad Media la ropa estuvo sujeta a leyes suntuarias que definían quién podía vestir qué, de acuerdo con su clase y linaje.
Durante siglos, la vestimenta fue una expresión de herencia y obediencia. Poiret invirtió ese principio: comprendió que el cuerpo podía ser un terreno de emancipación. Liberar a las mujeres del corsé fue, en realidad, un acto de insumisión política. Cada tela fluida era una declaración contra el poder que pretendía moldear los cuerpos y las costumbres.
Fue también el primero en concebir la moda como una obra total. Vestía a las actrices y bailarinas del cine mudo, convencido de que el vestuario era una extensión del personaje.
Fue el primer modista en lanzar su propia línea de perfumes, Rosine, nombrada así en honor a su hija. Fundó una escuela de artes decorativas, donde jóvenes artistas diseñaban telas y muebles, y publicó incluso un recetario, en el que trasladó su sentido estético al arte de la mesa.
En Poiret, el gusto y la forma eran inseparables. Sus fiestas teatrales y las ilustraciones que acompañaban sus colecciones creaban un universo coherente, exuberante y onírico. Mucho antes de que existiera la noción contemporánea de “marca personal”, Poiret ya había comprendido que el creador debía encarnar su propio mito.
Thompsom Ford, en el libro mencionado, observa que la moda moderna nació cuando el atuendo dejó de ser un reflejo de jerarquías heredadas y se convirtió en un medio de autoafirmación individual.
En el Renacimiento, la sastrería y la libertad de diseño transformaron el vestir en una forma de self-fashioning: el arte de inventarse a uno mismo.
Poiret, con su teatralidad y su instinto vanguardista, fue heredero de esa tradición. Si el siglo XVI descubrió que la ropa podía ser un vehículo de identidad, Poiret lo llevó al extremo: convirtió cada prenda en una narrativa personal. En sus manos, el vestido ya no era un disfraz social, sino un espejo de la imaginación.
Su vida pública confirmaba esa idea. Aparecía vestido con túnicas orientales, turbantes o caftanes, como un personaje salido de su propio sueño. Thompsom Ford señala que, en la política y la vida pública del Renacimiento, el poder era “un teatro de rituales”; Poiret trasladó ese teatro al ámbito del arte. Cada desfile, cada fiesta y cada perfume formaban parte de una misma obra: la representación del individuo como artista de sí mismo. Su casa no era solo un taller de costura, sino un laboratorio de estética y libertad.
Hay un episodio célebre que resume su destino. Al cruzarse, en una calle de París, con una joven Coco Chanel, vestida con un sencillo vestido negro, Poiret le preguntó con ironía:
–¿Por quién está usted de luto, Mademoiselle?
Chanel respondió, sin inmutarse:
–Por usted, Monsieur.
Aquel intercambio entre ambos maestros de la moda marca también el relevo entre dos concepciones de la modernidad. Poiret representaba la fantasía dionisíaca del arte; Chanel, la disciplina apolínea del diseño. Pero ambos entendieron lo mismo: que vestir no es un acto superficial, sino una forma de decir quiénes somos y qué mundo habitamos.
La exposición del MAD recuerda que Poiret solía repetir: “Soy un artista, no un modisto”. Esa frase, tan provocadora en su tiempo, anticipa lo que el libro mencionado llama la dimensión moral del estilo: la capacidad de la moda para cuestionar jerarquías y crear nuevos imaginarios de libertad.
El filósofo Gilles Lipovetsky ha descrito ese tránsito como “la individualización de la apariencia”: el momento en que vestir deja de ser obedecer y pasa a ser un modo de pensar. Poiret lo entendió de forma intuitiva: vestir podía ser también una forma de filosofar con telas.
Paradójicamente, el visionario terminó en el olvido. Mientras Chanel consolidaba su imperio, Poiret vendía dibujos y maniquíes para sobrevivir. La historia suele ser cruel con quienes se adelantan demasiado. Sin embargo, pocas revoluciones son tan silenciosas como la de la moda.
Un siglo después, su legado se reinterpreta con nuevos matices. En tiempos en que la moda discute sobre cuerpos reales, sostenibilidad o apropiación cultural, Poiret nos recuerda que vestir nunca ha sido un acto neutro. Elegir una prenda es, siempre, elegir una posición frente al mundo.
En el fondo, como lo demuestra la historia, cada época tiene su propio corsé: a veces hecho de satén, a veces de discursos sobre corrección o conveniencia. Poiret comprendió que la elegancia auténtica no consiste en obedecer las normas, sino en inventar las propias. En ese gesto profundamente moderno y profundamente humano, vistió la libertad.
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Mauricio París es abogado experto en Tecnología, Medios y Telecomunicaciones.
