La vocación no llamó a Salvador Escobar (El Higuerón, Córdoba, 1947) desde los sueños de un niño que veía hacer algo y soñaba con repetirlo. A la vocación llegó por casualidad, sin saber del todo bien a dónde lo guiaban sus pasos y sin pensar en que aquello tenía que ser una pasión, más que un trabajo durante medio siglo: la restauración de Medina Azahara y de sus valiosos atauriques, que componía con destreza hasta que volvían a tomar la forma que tuvieron. No llegó precisamente después de haber pasado años en la Universidad y tampoco aprendió en libros. Salvador tenía 16 años y ni siquiera había podido completar la educación primaria . En El Higuerón no había centros de enseñanza. «Llegué de pinche , para llevar agua a los trabajadores que estaban en la excavación o a limpiar piezas de las que estaban apareciendo», resume. Como tantos cordobeses de aquellos años, Salvador Escobar había escuchado referirse a aquel yacimiento arqueológico que estaba frente al sitio en que vivía como ' Córdoba la vieja ', porque se interpretaba erróneamente que allí había estado la ciudad antigua. En aquella época era normal trabajar en la adolescencia e incluso antes, y un chaval de su edad le dijo que en Medina Azahara tenían necesidad de pinches, y se presentó. Él ya había trabajado antes en una granja y aquel trabajo le parecía mejor. Cuando recuerda sus primeros años en Medina Azahara aparece de inmediato el nombre de 'Don Félix'. Es Félix Hernández Giménez (Barcelona, 1889-Córdoba, 1975), el arquitecto que dirigió en aquellos años los trabajos de excavación y que también desarrolló su trabajo en la Mezquita-Catedral . «Uno siempre se acuerda de él. Como persona era impresionante y en el trato un caballero. Venía una vez por semana, pero desde las ocho de la mañana hasta que se hacía de noche. Si yo he aprendido algo ha sido nada en comparación con el conocimiento que él tenía», recuerda. Salvador Escobar iba en bicicleta hasta Medina Azahara y subía la cuesta por la carretera, todavía sin asfaltar, hasta el acceso al yacimiento por el norte, la misma por la que siguen entrando los visitantes. Medina Azahara tenía ya mucho excavado, porque se había empezado en la época de Ricardo Velázquez Bosco , a principios del siglo XX. El Salón Rico no era demasiado distinto al que ahora espera la ansiada reapertura: «Ya estaba levantado y cubierto en parte, la más central, y las saletas laterales se estaban cubriendo». De pinche pasó muy pronto, en un mes y medio, al Salón Rico . Él mismo y quienes trabajaban con él observaron que tenía la intuición de casar piezas. Los atauriques del Salón de Embajadores de Medina Azahara eran un puzzle difícil. Alguna vez, mil años antes, habían formado un todo y era necesario unirlos, como pasa con los pedazos de un jarrón que se ha roto y que alguien con paciencia quiere que vuelvan a ser uno. Así que le encomendaron unir unas piezas con otras, desentrañar la lógica de la forma en que encajan para que recobrasen el aspecto y la ubicación precisa que tuvieron. «Hacer cases», le llama. Fueron muchos atauriques, dice, y ríe. «No era mi misión, pero parece que me vieron especial habilidad para eso», recuerda. Hacía hileras, composiciones y después se comprobaba que había acertado. Era difícil, pero hay que aclarar muchas cosas. Era material esparcido , pero no mezclado. Es decir, aquel joven que había entrado como pinche tenía delante de sí sólo atauriques , sin contaminación de otros materiales, y eso en parte simplificaba su tarea. Por sus manos pasaba la recomposición de la belleza formal de la ciudad y al mismo tiempo él aprendía lo importante que era. No era fácil: en algunos días podía hacer más de una decena y a la mañana siguiente, sin haber cambiado nada, apenas había frutos. «Recomponía bloques , quizá no completos, pero era suficiente para que Don Félix pensara en qué tablero podía ir», dice. Casi por causalidad, al haber probado un trabajo para el que tenía habilidad, aquel adolescente que todavía no comprendía bien Medina Azahara, había encontrado su vocación . Para eso había que tener en cuenta la forma de la composición y de la talla. En ese momento había poco personal cualificado trabajando en la ciudad califal de Abderramán III y así estuvo doce años. Cuando posa frente a la portada de la Casa de Ya'Far recuerda la fecha exacta, porque en el momento en que trabajaba en la recomposición de los atauriques fue cuando nació su hija. El esplendor que ahora presenta se debe en parte a su capacidad para observar cómo sigue el dibujo y cómo pueden encajar dos piezas. Se hizo en dos partes en dos épocas distintas y era un desafío distinto al que podía haber sido el Salón Rico, por haber trabajado en la portada. Para entonces ya había seguido formándose: consiguió el Certificado de Estudios Primarios, acudió a la Escuela de Artes y Oficios y en 1978 acudió a una convocatoria extraordinaria con la que tras varias pruebas, escritas, orales y prácticas, consiguió el título de restaurador con el que siguió trabajando en lo que ya era una pasión para él. «Pero para hacer los cases no hacía falta tanta lectura», es su recuerdo. Siguió por el Gran Pórtico Oriental , que no estaba levantado ni mucho menos con el aspecto actual o la alberquilla. Medina Azahara no tenía visitas regulares, sólo en la última época de Félix Hernández y sobre todo a partir del momento en que la Junta de Andalucía asumió la gestión del yacimiento. Fue entonces cuando llegó Antonio Vallejo, que en 1985 se convirtió en el director. En sus primeros años había días en que estaban Félix Hernández, un peón para la excavación y el propio Salvador Escobar con su trabajo. A partir de los 80, Medina Azahara se transformó y la llegada de Antonio Vallejo , del que ensalza la capacidad de trabajo y el conocimiento. No ha dejado de aprender todos los días de cada uno de los que han pasado por allí, y también ha podido enseñar a los demás: «He sido generoso por sentido, porque de forma inmediata he dicho al director lo que he sacado, porque somos un equipo y tenemos que estar como un equipo, y eso siempre ha existido en Medina Azahara». En el museo está también la reconstrucción de una de las portadas, en la que participó de forma activa en la unión de las piezas que habían llegado dispersas después de tanto tiempo. Salvador Escobar pasea por la ciudad califal de Abderramán III con el paso de quien asistió al resurgimiento de los caminos y al momento en que se trazaban las rutas para los visitantes. No hay trabajador que no lo reciba con una sonrisa. Está orgulloso de todo lo que ha hecho, sin excepciones. «Uno en el momento primero no es consciente de lo que estaba haciendo, pero pronto se da cuenta, y eso está llegar al momento en que se hizo Patrimonio de la Humanidad », explica. No se había trabajado para ello, pero sí lo considera merecido. Aquello ya fue en 2018 y él había alcanzado la edad de la jubilación en 2012. Dejó de trabajar, pero no perdió el vínculo con Medina Azahara y muchos le siguieron preguntando como uno de los mejores testigos de aquellos años. Hasta ahora, que la Junta de Andalucía acaba de rendirle un homenaje por su casi medio siglo en la delicada tarea de casar atauriques para que fascinen a los visitantes que llegan a Medina Azahara. Señala a un lugar en el que él conoció abrevaderos para las mulas con que trabajaban no en la excavación que él conoció, sino en la anterior, la de Velázquez Bosco. ¿Cómo ha vivido Salvador Escobar el largo cierre del Salón Rico? «No es lo que se desea, pero es a lo que se obliga. Hacer la fachada sin cortar a las visitas del público no es lo más agradable, pero es lo necesario». Al cabo de tantos años Medina Azahara ha cambiado en la forma en que la ven. Admite que siempre ha escuchado la frase de que la ciudad califal tiene más consideración por los foráneos que por los propios cordobeses. No quiere entrar en ello, piensa que es una forma de verlo, pero es optimista y piensa que la etapa en que no la conocían ha pasado. Ahora la valoran como uno de los tesoros de la ciudad. A sus 78 años, Salvador sube con agilidad las rampas y las escaleras que trepan por Medina Azahara. Tiene muchos años de entrenamiento en la dureza de un lugar en que la lluvia, el calor y el frío muchas veces atacaban sin posibilidad de protección: «Lo he hecho por vocación, porque este trabajo, sin vocación , mata».