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¿Argentina realmente está cambiando? Pregúntele a su salmón

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Tierra del Fuego no es el lugar más obvio para buscar pistas sobre la rapidez con la que está cambiando Argentina. Sin embargo, la provincia más austral y menos poblada del país acaba de concretar un brusco giro de política que insinúa un cambio nacional mucho más amplio.

A comienzos de este mes, la legislatura local revocó una ley de 2021 que prohibía la salmonicultura en Tierra del Fuego, reabriendo la puerta a una industria que hasta hace poco se consideraba vetada. Las preocupaciones ambientales impulsaron la prohibición original, lo que convirtió a Argentina en el primer país del mundo en vetar de facto la cría intensiva de salmón en jaulas abiertas para proteger sus ecosistemas marinos. Sin embargo, la economía siempre fue complicada: Argentina importa casi todo el salmón que consume desde el vecino Chile, que adoptó la industria hace décadas y desde entonces se convirtió en el segundo mayor productor mundial, con exportaciones anuales que superan los 6 mil millones de dólares. Una oportunidad perdida, algo habitual en Argentina.

La revocación de la prohibición refleja el cambio de rumbo político bajo la presidencia de Javier Milei y una recalibración del equilibrio entre producción y medio ambiente. La agenda proempresarial y desreguladora del líder libertario está volviendo a poner sobre la mesa proyectos largamente congelados. En Mendoza, una provincia famosa por sus vinos de clase mundial y sus imponentes vistas a los Andes, un proyecto de cobre rechazado hace 14 años por razones ambientales vuelve a ganar impulso político. La gran minería ahora apuesta por las vastas reservas sin explotar de Argentina como la próxima frontera en la carrera global por asegurar minerales críticos. Esto se suma a la producción récord de petróleo en Vaca Muerta, en el sur del país, donde el cierre de acuerdos se aceleró desde que Milei asumió el cargo.

Lo ocurrido en Tierra del Fuego no se trata solo del salmón. Se trata de un país que reevalúa dónde termina la ideología y dónde empieza el realismo económico. Después de más de una década de crecimiento estancado, prácticamente sin creación de empleo en el sector privado y con distorsiones de política que empujaron a Argentina al borde de la hiperinflación a fines de 2023, el país está recuperando un sentido de racionalidad económica. Este puede ser el logro más significativo de los primeros dos años de Milei en el poder. Su insistencia en eliminar el déficit fiscal —basada en el argumento de que Argentina ya no puede vivir por encima de sus posibilidades— ha transformado el debate político y ayudado a conquistar votantes, como se reflejó en la reciente victoria de su partido en las elecciones legislativas.

De manera crucial, el giro se extendió mucho más allá de su propio espacio político. Sectores de la oposición e incluso los gremios comenzaron a adaptarse. El gobernador opositor de Tierra del Fuego que impulsó la reapertura de la salmonicultura, por ejemplo, había apoyado su prohibición cuatro años atrás.

En ese sentido, Milei también es un síntoma de un cambio social más profundo. Juan Germano, director de la consultora Isonomía, con sede en Buenos Aires, señala que la proporción de argentinos que dice preferir vivir en un país donde el Estado se encarga de la mayoría de las cosas en lugar de las empresas privadas cayó del 70% en 2011 al 41% este año. De manera llamativa, este creciente escepticismo hacia el estatismo coincidió con un fuerte aumento en la cantidad de argentinos que se perciben como clase baja en lugar de clase media, me dijo Germano.

Entonces, ¿Milei ya transformó radicalmente a Argentina? Sí, con un gran asterisco. El país ya estuvo aquí antes, más de una vez. La convertibilidad de los años 90, el boom de commodities de comienzos de los 2000 y las reformas tecnocráticas bajo la presidencia de Mauricio Macri en 2015 alimentaron la esperanza de que Argentina había superado sus ciclos de auge y caída, solo para que esas expectativas terminaran en lágrimas. Después de todo, esta es la tierra de los zigzagueos políticos. Legisladores y autoridades locales bailan al son del presidente mientras mantenga su popularidad: el mismo país que privatizó a la petrolera YPF para luego volver a nacionalizarla dos décadas después, en ambos casos bajo gobiernos del mismo movimiento peronista.

Aun así, pese a todas las advertencias que ofrece la historia, 2026 se perfila como un año decisivo en el que Argentina puede consolidar la idea de que el cambio llegó para quedarse. Se espera que la economía crezca más del 3% por segundo año consecutivo, la inflación anual va camino a desacelerarse por debajo del 20% y la reciente decisión del gobierno de relajar las restricciones cambiarias añadió mayor flexibilidad al marco macroeconómico. Los bonos soberanos cotizan cerca de máximos históricos, mientras que el riesgo país cayó a su nivel más bajo en años. Pase algo de tiempo en Buenos Aires y se sorprenderá lo tranquila y libre de conflictos que se siente la ciudad, y de lo mucho más barata que es en dólares que hace un año, para incomodidad de quienes aún reclaman una devaluación inminente del peso.

Más importante aún, el revés electoral de octubre dejó al peronismo —el histórico movimiento nacionalista que gobernó Argentina durante 18 de los últimos 25 años— a la deriva, dividido y con una necesidad urgente de reinventarse. Esa tarea no será fácil para una fuerza política envejecida cuyos instintos siguen siendo profundamente estatistas, en particular en su versión kirchnerista más radical asociada a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, que se encuentra bajo arresto domiciliario. O el movimiento muta en algo que ya no represente sus ideales fundacionales, traicionando sus raíces y a sus votantes centrales, o queda atrapado en una posición minoritaria, apostando a que el experimento de Milei finalmente descarrile.

“La menor posibilidad de que el kirchnerismo vuelva al poder es el mayor cambio estructural en Argentina”, señala Marcos Buscaglia, economista y fundador de la consultora Alberdi Partners. “El gobierno ahora puede jugar a la ofensiva, pero no es un cheque en blanco para Milei”.

De hecho, todavía muchas cosas pueden salir mal. Milei parece mucho más cómodo aplicando terapias de shock y grandes ideas económicas que gestionando el trabajo minucioso y cotidiano de la formulación de políticas sector por sector, desde infraestructura hasta salud. La falta de transparencia de su gobierno y su deficiente capacidad de negociación en el Congreso aún podrían resultar costosos, ya que sus profundos recortes presupuestarios podrían ser contraproducentes. El mercado laboral sigue siendo desigual, ya que las provincias dinámicas del interior podrían ganar terreno frente a los grandes polos industriales del Gran Buenos Aires. Y está, además, la eterna dependencia argentina del dólar, siempre capaz de descarrilar incluso el esfuerzo de estabilización más prometedor.

Pero lo que vi tras dos semanas en Buenos Aires fue alentador. Por obvio que suene, las reformas orientadas al mercado de Milei deberán ofrecer resultados tangibles: crecimiento sostenido, baja inflación y mejora de los niveles de vida. Si lo hacen, el costo político de abandonarlas tras el próximo ciclo electoral aumentará de forma marcada, evitando un regreso a las malas prácticas económicas, como se ha confirmado en otros países de América Latina, de Perú a México.

Sin elecciones hasta fines de 2027, el año próximo debería decirnos si esta vez Argentina puede mantener su rumbo reformista.




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