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Декабрь
2025

Crítica de 'La asistenta': una pelea de gatas con final sorpresa ★★ y 1/2

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La hemos visto mil veces en esos telefilmes ocultos en la programación de madrugada, cuando el insomnio nos obliga a digerir la violencia doméstica, los celos, la psicopatía entre cunas y fogones, como elementos insignes de un género que tuvo su época dorada en los noventa, en thrillers tan desmelenados como “La mano que mece la cuna” o “Mujer blanca soltera busca”. En este sentido, la adaptación del best-seller de Freida McFadden recoge los restos de esa narrativa ‘trash’ donde la locura, el adulterio y la competitividad femenina parecen los temas favoritos de la orden del día de Paul Feig y los sublima hasta extremos paródicos. Uno de los aspectos más simpáticos de “La asistenta” es precisamente que no parece tomarse demasiado en serio a sí misma, acentuando la dimensión ‘camp’ de sus excesos, que son muchos e implausibles.

Podría buscarse en su trama un comentario irónico sobre las ‘tradwifes’, esas esposas perfectas, símbolos del más recalcitrante conservadurismo trumpista, que entienden la celebración de lo doméstico, y la negación de cualquier deriva feminista, como auténticos signos de identidad. Sería, en todo caso, buscarle tres pies al gato, porque Paul Feig, que nos tiene mucho más acostumbrados a la comedia (“La boda de mi mejor amiga”) que al thriller, va al grano, no está demasiado interesado en subtextos, y plantea una pelea de egos en desigualdad de condiciones: a un lado del ring tenemos al ama de casa rica y elegante (Amanda Seyfried, algo así como una Joan Crawford vestida de ambición rubia), con hija hostil incorporada, y en frente, la asistenta para todo a la que contrata (una limitada Sydney Sweeney), que tiene un secreto que salvaguardar -está en libertad condicional- y que por nada del mundo puede perder el trabajo. Huelga decir que la tarea tiene doble fondo, porque la dueña de la casa está completamente loca, o lo parece.

En buena parte del primer tramo de la película, el elemento masculino (el marido) es un accidente, por lo que la relación sádica que se establece entre ama y esclava carece de interferencias, y es del todo gratuita e imprevisible. No desvelaremos, por supuesto, el tramposo giro de guion que desarticula el punto de vista de la normalidad impuesto por esa asistenta que duerme en el desván, como en las viejas novelas góticas, y que finalmente sucumbe a los viriles encantos de un señor Rochester que nunca debe de haber leído “Jane Eyre”. El giro, decíamos, transforma a la película, y a su discurso ideológico, pero lo hace a expensas de desempolvar, de un modo un tanto frívolo, el manual de malas conductas de la segunda ola del feminismo, aquel que blandía el “contra violación, castración” como indiscutible mantra.

Lo mejor: A ratos recupera el encanto desmelenado de clásicos del thriller de los noventa como “La mano que mece la cuna”.

Lo peor: Dos horas y diez son demasiadas para un material tan básico.




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