Las chicas malas se ponen hialurónico y las buenas hacen ‘hip thrust’
Pocas cosas gustan más que una mujer arrepentida de haberse operado, pero si hay una, esa es exponer públicamente las intervenciones más o menos invasivas que han llevado a cabo mujeres famosas. Hay cuentas en internet enteramente dedicadas a ello y casi nunca cuentan con el propio testimonio de las implicadas. Simplemente juntan fotos de la actriz, modelo o cantante de turno que mostrarían una aparente evolución a lo largo de los años únicamente explicable a través de la cirugía plástica: bichectomías, rinoplastias o rellenos de hialurónico. La fascinación rápidamente da paso al escándalo: “Mutilación facial”, “con la cara tan bonita que tenía”, “da miedo”, “lo natural siempre resultará más atractivo”.
Son comentarios reales en una de estas publicaciones, haciendo referencia a una actriz cuya foto de “operada” muestra, a lo sumo, lo que puede cambiar un rostro si depilas las cejas de una u otra forma, si haces contouring para destacar pómulos, si llevas una melena que disimula la mandíbula o luces un corte que la remarca más, si aplicas el eyeliner con mayor o menor inclinación o si tu cabello es rubio o cobrizo. La frivolidad e insignificancia que se le ha otorgado a la belleza la ha despojado, a ojos de una buena parte de la sociedad, de toda la parte técnica y metodológica. Si desconoces el trabajo que hay detrás de un makeover —empezando por los conocimientos de colorimetría y de morfología facial—, eres incapaz siquiera de reconocer los efectos de uno.
Estos días que tanto se habla de la presión estética y de los peligros de las modificaciones corporales a raíz del vídeo viral de una influencer asegurando que “el ácido hialurónico no se reabsorbe”, es buen momento para recordar que todo el mundo interviene su cuerpo de mil formas, pero unas se juzgan y otras se celebran. La sociedad transige con lo supuestamente natural, premia lo que supone un esfuerzo y castiga lo artificial o lo que se consigue “haciendo trampas”. No es lo mismo broncearte gracias a unas merecidas vacaciones en la playa que ir directamente a darte unas sesiones de rayos UVA, a pesar de que seguramente lo primero sea más caro que lo segundo. Tampoco es lo mismo dejarse las uñas un poquito largas con paciencia para luego hacerte una manicura sencilla que ponerte unas extensiones de uñas acrílicas. Por supuesto que no se ve igual que adelgaces con Ozempic o pasando por quirófano a que lo hagas entrenando seis días a la semana en un gimnasio y haciendo una dieta bien restrictiva. Las chicas malas se chutan ácido hialurónico y las buenas se matan a hacer hip thrust.
La filósofa Heather Widdows, investigadora de la Universidad de Warwick (Inglaterra) especializada en estética y modificaciones corporales, señala en esta publicación científica que si bien todas estas pueden ser “prácticas no placenteras en sí mismas” —depilarse, machacarse en el gimnasio o pasar por quirófano—, no dejan de ser actos que refuerzan nuestra agencia y autonomía, algo que sí parece ser placentero. En palabras de Widdow: “La mejora del cuerpo [aunque sea subjetiva] está conectada con nuestro sentido del yo”.
Las modificaciones corporales son graduales, claro que sí, y por eso las implicaciones no son idénticas. No es lo mismo pasar por una cirugía y un postoperatorio que ir al gimnasio tres veces por semana. Tampoco es lo mismo teñirse las canas o ponerse rubia que aumentarse los labios o disimular las arrugas con un pinchacito. El espectro es amplio e innegable, pero de lo que hablo es de la legitimidad que se le otorga a todo aquello en lo que se aprecia un esfuerzo constante y significativo frente a todo lo que supone “tomar el camino más corto”. Hay decisiones estéticas que se han normalizado frente a otras: tomar batidos proteicos para aumentar masa muscular en la fase de volumen y así luego poder moldear tu cuerpo levantando un porrón de kilos por algún motivo es mucho menos alarmante que las mentiras del skin care.
Por eso, si hablamos de presión estética y cirugía plástica, los alarmismos no deberían tener cabida. Las modificaciones más extremas ni siquiera son un asunto reciente. Hay casos de reconstrucciones faciales por heridas de guerra documentados 3.000 años antes de Cristo. En la Edad Media, por ejemplo, muchos textos médicos incluían consejos para que las mujeres jóvenes se redujesen los pechos, ya que el tamaño del busto se relacionaba con la experiencia sexual, como explica Kim M. Phillips en este artículo científico: “Argumentando que los pechos eran carne legible, en la que un observador podía leer el honor de una joven, la supresión de los senos no solo respondía a unos cánones de belleza idealizados, sino que también protegía la reputación sexual”. También en la Edad Media la gente se aplicaba productos abrasivos en la cara para conseguir una tez más blanca, signo de distinción. En el siglo XV, Serafeddin Sabuncuoglu documentó el procedimiento contra la ginecomastia —el crecimiento considerado excesivo de las mamas masculinas—, como recoge esta otra publicación. Y aunque la historia del corsé es mucho más amplia, en la Europa de los siglos XVI y XVII su uso se extendió para que niñas y mujeres tuviesen una postura correcta —la limitación de los movimientos se relacionaba con la compostura femenina—, como señalaba Eloísa Sánchez Amillategui.
La comunicadora Júlia Salander publicó recientemente un vídeo asegurando que “el ácido hialurónico no se reabsorbe” tras encontrarse en internet con un vídeo con la resonancia magnética de una paciente que se habría inyectado este compuesto: “Lo que vemos en verde es el ácido que se ha encapsulado generando inflamación crónica y deformando la cara. Pero, vamos a ver, a nosotras no nos habían vendido esto. Uno de los reclamos de las clínicas es prometernos que en unos meses el ácido se va”.
La dermatóloga Leire Barrutia publicó otro vídeo en respuesta al de Salander en el que señalaba lo siguiente: “No sabemos qué tipo de ácido se ha puesto [la paciente en cuestión]. Hay muchísimos tipos: reticulados, no reticulados, con distinto grado de modificación, con distinta concentración. Tenemos que saber también cuándo fue la última sesión y cuánto volumen le pusieron en esa última sesión. La medicina no es tan sencilla como decir: ‘Se ve ácido, entonces no se reabsorbe’”. La médica recordaba que el ácido hialurónico no solo se utiliza en medicina estética, sino que “se lleva utilizando muchos años en medicina regenerativa”: “Es un componente natural que con los años y con algunas enfermedades se va perdiendo”.
Por último, la dermatóloga añadía que sí se reabsorbe “porque tenemos en el cuerpo de forma natural una enzima, la hialuronidasa, que se encarga de romper estas moléculas de ácido hialurónico y de ir disolviendo este producto”. “De hecho, cuando hay alguna complicación, que las hay y por eso hay que hacerse siempre estos tratamientos en un médico especializado, podemos inyectar hialuronidasa y con eso sabemos que disolvemos el ácido hialurónico”, añadía. Todo esto lo explicaba maravillosamente bien, de la mano de expertas, mi compañera María G. Dionis.
Más allá de problematizar la presión estética, que es algo que ya han hecho teóricas y académicas a lo largo de las últimas décadas, me interesa poner sobre la mesa qué nos estamos perdiendo en la conversación cuando solo hablamos de las intervenciones corporales como imposiciones patriarcales indeseables. En primer lugar, como dice Heather Widdows, esas críticas “pueden acabar siendo tan vergonzosas como las imperfecciones físicas que nos llevaron a embellecernos en primer lugar, como si algunas de nosotras fuéramos superiores a la maquinaria cultural mientras otras nos lanzamos desesperadamente a las vías de los deseos culturales”.
En segundo lugar, hay evidencia, como muestra este metaanálisis, de que la cirugía plástica mejora la calidad de vida de quienes pasan por quirófano, tanto a nivel físico como mental. Los autores del paper señalan que, aun así, son necesarios “más estudios [de diferentes cirugías estéticas] para comparar la magnitud de los distintos procedimientos y ayudar así a los cirujanos a comprender qué es lo que más ayuda a la salud de los pacientes”.
En tercer lugar, el alarmismo no es un buen aliado de las decisiones informadas. De hecho, en todo caso, promueve cierta clandestinidad. Si una amiga te dice que se va a pinchar ácido hialurónico y la respuesta es que está sucumbiendo a la presión estética y que, además, es peligroso, así, sin matices, quizá busque acompañamiento y respuestas en un lugar menos adecuado. El convencimiento de modificarse el cuerpo no desaparece insuflando culpa. Esta misma semana se hacía pública una sentencia del llamado “caso silicona”, por el que una mujer que se hacía pasar por médica ha sido condenada a casi 30 años de prisión por inyectar silicona industrial (en vez de ácido hialurónico) a, al menos, 37 mujeres a las que ha provocado lesiones crónicas.
La irreversibilidad de un tratamiento es un factor que hay que tener en cuenta, claro, pero no solo en la cirugía plástica, sino en cualquier travesía de modificación corporal. Se habla mucho de la pillow face —un rostro aparentemente hinchado por un exceso de ácido hialurónico— a causa de la mala praxis de algunos especialistas, pero no tanto de la mala praxis de algunos entrenadores de gimnasio cuyos inocentes consejos, encapsulados en fórmulas saludables, acaban por desencadenar dismorfia corporal.
Hace poco, Raffaella, una conocida a la que tengo mucho aprecio, me contó que se había puesto pechos. A sus 60 años. “¡Con un pie casi en la tumba!”, me dijo. “Entre el pelo rubio y las tetas, vas a ser la Dolly Parton del cementerio”, le respondí. Estaba feliz y resplandeciente. Llevaba años esperando a atreverse —y a poder costearlo—. Pensé, entonces, que la irreversibilidad también es irse de este mundo sin ser vista como una anhela.