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¿Dos años sin Benedicto XVI?

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El título de estas líneas podría haberse escrito perfectamente sin signos de interrogación. Benedicto XVI, el Papa teólogo, murió de mañana el 31 de diciembre de 2022 . Es un hecho que no admite duda, que todo el mundo conserva en la memoria. Como aquel otro hecho histórico de su renuncia al ministerio petrino el 11 de febrero de 2013. Pero ¿nos hemos quedado sin Benedicto XVI? Tampoco es dudoso que la presencia de Benedicto XVI en la Iglesia haya pasado. No nos hemos quedado sin él. Pasan los años, pero su figura y su magisterio resultan cada vez de mayor actualidad. Son muchas las razones que avalan esta afirmación, pero nos quedamos aquí con una sola: su lúcido discernimiento de la cultura moderna es una aportación de valor permanente para afrontar con éxito la evangelización de estos tiempos que han devuelto a Occidente al paganismo, aunque de cuño moderno. Dentro de poco verá la luz un libro titulado 'Benedicto XVI, padre de la Iglesia, doctor de la esperanza'. En él recogemos los textos de un coloquio sobre el Papa alemán que lo presentan como un nuevo «padre de la Iglesia», precisamente porque ha sido capaz de abrir nuevos caminos a la Iglesia para una tarea con la que viene bregando desde hace tiempo, pero que tiene todavía pendiente: la evangelización de la Modernidad. Los padres de la Iglesia, en los primeros siglos, pusieron las bases de la evangelización de la cultura grecorromana, de modo que el helenismo no sólo resultó cristianizado, sino que conceptos básicos de aquella potentísima cultura, debidamente «bautizados», pasaron a constituir herramientas fundamentales para la evangelización de lo que hoy se llama el mundo occidental, es decir, de Europa y su ámbito de influencia en todo el mundo. Piénsese, por ejemplo, en ideas tales como «naturaleza», «sustancia», «conciencia», «persona», que pasaron de ser obstáculos en el camino de la fe cristiana a convertirse en estupendos aliados para su irradiación. Son los padres del Concilio de Nicea, del que en 2025 se celebra el decimoséptimo centenario, y quienes los siguieron en la Iglesia indivisa de las ocho primeras centurias. Hace unos meses Jaime Antúnez Aldunate publicó otro libro titulado 'Benedicto XVI, el Papa de la Modernidad'. El pensador chileno observa que Ratzinger sigue y seguirá muy presente en la Iglesia, porque, habiendo prestado una notable contribución al Concilio Vaticano II , desde antes y desde dentro del mismo, pocos o incluso nadie como él ha sido de hecho capaz hasta ahora de hacer fructífera la herencia de aquel gran sínodo en el que la Iglesia católica trató de hacer las cuentas pendientes con la Modernidad. El libro de Aldunate lleva un prólogo y un epílogo de sendos intelectuales, uno católico y otro agnóstico, Rocco Butiglione y Carlos Peña. Ambos coinciden en que el Papa Ratzinger toma postura frente a la Modernidad, pero más que para condenarla para ofrecerle una vía de salvación. ¿Cómo? Identificando precisamente en sus carencias, como el hedonismo y el racionalismo, los lugares de construcción de un posible puente con el fe cristiana. Esta ofrece una felicidad duradera a quien no conoce otra que la pasajera y un logos abierto al verdadero Infinito a quien pensando sólo de modo autónomo y finito acaba por asfixiarse en su propio bucle. Ese acercamiento a Benedicto XVI como el «Papa de la Modernidad» nos parece muy acertado. Sin embargo, el pensamiento del Papa teólogo presenta también otras vetas que permiten considerarlo efectivamente un «padre de la Iglesia de la Modernidad». Me refiero al redescubrimiento de las raíces teológicas de conceptos tan significativos para la cultura moderna como son los de libertad y esperanza. En ellos encuentra Benedicto XVI lugares en los que la Modernidad puede conectarse con la Revelación de Dios en Jesucristo para alcanzar en ésta la salvación de lo mejor de ella misma. Si el hombre moderno es celoso de su libertad de pensar y decidir, tal celo no puede resultar ajeno a la libertad del Dios que llama todo a la existencia sin obligación de necesidad alguna que no sea la del Amor creador que él mismo es; ni puede ser ajena tampoco a la libertad si cabe mayor de ese mismo Dios que ha decidido desde siempre acercarse a la única criatura hecha a su imagen y semejanza asumiendo él mismo, en el Hijo eterno, su misma condición de libertad finita en la carne humana. Los dones del ser y del perdón -segundo don de un ser mayor que el creatural- remiten a una historia de amor divino que se hace Palabra en Jesucristo. Dios se revela, se comunica a la Humanidad en esa historia de libertad fundadora. Dado que la revelación de Dios es en una historia de libertad divina y de libertad humana, la Palabra encarnada, que es su culmen, está a la espera de una respuesta. Tal respuesta le es dada a Cristo por su Iglesia. María, la Madre virginal, es la respuesta prototípica. Con ella y como ella, todos los bautizados, los santos, responden a la Palabra cada uno a su modo y en su grado. Así, en ellos la revelación alcanza su finalidad de salvación. En algunos, que han respondido de modo más entero, como Pedro, Pablo y todos los mártires, desde Esteban hasta Pedro Poveda y Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein); y como Agustín, Domingo, Francisco, Tomás de Aquino, Buenaventura, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Lisieux y Teresa de Calcuta... en estos y otros muchos, Dios manifiesta de modo vivo a los hombres de cada tiempo su rostro y su presencia. Cristo aparece en ellos de modo nuevo en la historia, según un plan providencial de revelación, de vital autocomunicación divina, que abre continuamente nuevos caminos a la Iglesia y a la Humanidad entera y le ofrece razones para la esperanza que salva. Asumiendo la nueva valoración de la historia y de la libertad propia de la cultura moderna, Ratzinger ha contribuido a una comprensión más profunda y más actual de la Revelación como acontecimiento histórico y personal. Es el acontecimiento personal único de Jesucristo y de su Iglesia, de sus santos, que abre a la Humanidad una esperanza que no defrauda y una libertad que no se autodevora. La Modernidad se halla en su paroxismo. Bajo etiquetas como «postmodernidad», «posthumanismo» y otras se esconden variantes del antropocentrismo radical que caracteriza a la Modernidad. ¿Va a desembocar ésta fatalmente en una forma de paganismo negador de la dignidad humana y de esperanza para los que han muerto y para los que ya no encontrarán razones para vivir y para transmitir la vida? Benedicto XVI es muy crítico con una Modernidad pagana, adoradora del nuevo ídolo del progreso, que tantas lágrimas y tanta sangre ha exigido ya a sus adeptos. Es crítico también con un cristianismo modernizado, carente de lucidez y un tanto acomplejado que se ha dejado seducir por los señuelos del nuevo ídolo. Pero, ante todo, el Papa Ratzinger sigue con nosotros como un profeta de esperanza para una Modernidad que todavía puede salvar sus mejores logros. Será un buen inspirador del Año Jubilar 2025 , abierto bajo el lema de la esperanza que no defrauda.



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