Mi primer recuerdo de Amador Palacios es en la cafetería Toledo, en Zocodover , en el salón de té del piso superior: no paraba de escribir poemas breves en servilletas. Supe que estaba ante un poeta de guardia, 24 horas, 365 días. Una persona que reescribe la realidad y lo llena todo con sus versos. Un poco, la antítesis del gran Pedro de Orellana, preso de la Inquisición de Cuenca, al que la realidad le fue achicada, inmurándolo en su calabozo: él solo pudo llenar de poesía los muros de la celda y escribir su cancionero en viejos papeles arrugados, sirviéndose de una vara de mimbre afilada y de la sangre de su muñeca, a modo de tinta. La sangre de un poeta, como tituló el gran glamuroso Cocteau: dos formatos de poetas, de casta y destino tanto como de vocación. Había uno llegado a Toledo con un destino burocrático y, para no apagar mi lado literario, Enrique Trogal , luego director de las Jornadas Internacionales de Poesía de Cuenca, y Carlos de la Rica , nuestro común editor, me recomendaron contactar con Amador Palacios . Había otro link, otra conexión, él había sido, como yo, discípulo de Antonio Martínez Sarrión , el novísimo albacetense. (Hay que decir que el pupilaje por entonces consistía en unas cuantas sesiones de farra compartida, con incontables copas y otros elixires, amén del consabido fervor poético). Toledo, que debutaba por entonces como capital autonómica, era un vértice, un imán de anhelos , superpuesto a su esencia inmutable y a su excelso mudejarismo. El Castillo de San Servando se pobló de políticos y políticas de rodríguez y en la discoteca Máscara juristas, con y sin título, bailaban con artistas, chonis y macarras. Nos juntábamos gentes de la Mancha manchega y de las abruptas serranías, a veces tamizadas por unos años en Madrid y otros distritos universitarios. Las ganas de cambio efervescían. Amador era un referente literario, un lugar de encuentro . En su casa/laboratorio de San Cristóbal podías encontrarte a cofrades de una pospostista vanguardia, con el gran Pepe del Saz (ese inolvidable gato de Cheshire, tumbado en la rama de su higuera) a la cabeza, a entonces jovenzanos lidiando sus armas primeras ( Santiago Sastre ) o a maestros ya consagrados e indiscutibles, como el mentado Sarrión, Claudio Rodríguez , nuestro maestro y amigo Carlos de la Rica o el Premio Nacional de Traducción, el gran Ángel Crespo . Ángel, uno de los grandes poetas hispanos del siglo XX, que era de Ciudad Real, desde donde lanzó al mundo en Lanza su Jueves Postista, venía de la docencia del español en Puerto Rico y le habían ofrecido la cátedra de Literatura comparada en la naciente UCLM, pero aquello no se llegó a concretar. Animaba mucho el cotarro Alfonso Castro, periodista y poeta , jefe de prensa por entonces del gabinete Bono y director de la Revista Castilla-La Mancha. Había diseñado una revista verdaderamente vanguardista sobre artes plásticas, un gran activo de siempre en la Región, creo que se iba a titular Tendencias, pero alguien no dio el plácet final. Alfonso representaba el lado dionisiaco y un sí es no es pasoliniano de la cultura y de la noche (Noche de peces, título de su poemario antológico), mientras que el poeta Jesús Maroto (ah, ese polo negro Fred Perry de mangas largas) representaba el lado elegante, dandy, chic y apolíneo. Entretanto, Fernando Garrido , Harry , de regreso de su master de diseño en Milano, dibujaba la noche a la luna de Toledo y fotografiaba bellezas regionales (alguna acabó siendo top model internacional). Podíamos haber conseguido, mejorado incluso, la calidade, el acento o ese cierto glamúr cultural de Galicia, Andalucía, Murcia o Extremadura. Pero por estos lares el nivel político ha desconfiado casi siempre de la cultura. Y eso que aquí hemos tenido con alta responsabilidad política a personalidades intelectuales tan relevantes como Juan Sisinio Pérez Garzón, Alfonso González Calero, Jesús Fuentes Lázaro (ese primer presidente destronado de la etapa socialista, reinventado como cronista de su ciudad y su cultura) o el propio José María Barreda . Aquellos años fueron de todo menos aburridos. Era como un mosaico de teselas móviles que se encajaban y soltaban pero que no dejaban de fulgurar. Siempre me he preguntado por qué el Tarot no incorpora los dos arcanos del Tiempo (Cronos y Eon, el tiempo lineal y el circular, el ocho o la culebra): sí, ya sé que están la Rueda de la Fortuna, el Mundo y la Muerte, pero echo de menos algo más explícito. Pasó aquel periodo. Murió Ángel Crespo. Murió Carlos de la Rica. Nuestros patriarcas cordiales murieron. En la academia de Cuenca, de la que Carlos me había hecho miembro numerario, curiosamente, muerto él, que era cura, empezaron a resonar frufruses sotanescos y, últimamente, me diz que hasta una descolorida camisa azulenca. Así que pasé a supernumerario. No me importa demasiado: siempre me atrajo más el Nobel que la Academia. Al tiempo que desarrollaba su carrera poética (había sido accésit del Adonais), a través de sucesivos poemarios, que conjugan ironía, ternura y fogonazos de iluminación con una incesante exploración verbal, y que hoy alcanzan la treintena, Amador Palacios desplegaba una intensa labor , colaborando en Barcarola, la gran revista de Literatura albacetense, intensificando vínculos con la cultura lusa (tan cerca, tan lejos), investigando la historia de las vanguardias del siglo XX (con especial acento en el postismo, tan nuestro y tan de nadie) y estudiando a Gabino Alejandro Carriedo , el gran poeta palentino, sobre el que escribió hace unos años una documentada biografía novelada. Amador se dedicó a fondo también a la labor de periodista poético, tan desatendida en España , y dirigió revistas y suplementos como San Juan ante Portam Latinam, La mujer barbuda y puede que alguna otra que ahora no recuerdo. En todas nos daba cancha a literatos adláteres y nos concitaba en sabrosos saraos poéticos, que nos hacían sentirnos como en una logia surrealista o en aquellas fiestas underground de los beat de San Francisco, donde lecturas, versos y proyectos se intercambiaban antes o después de las inolvidables sesiones de music-hall casero protagonizadas por Xaro, artista multimedia . 'El abrazo de la soledad' se abre con una cita de Pier Paolo Pasolini que es toda una declaración de principios: se trata de una novela transversal porque, sobre el marco más o menos establecido de la novela, incorpora poesía, crítica de poesía, autobiografía, memorias, y meditación. Mucha meditación. Reflexiones filosóficas y científicas sobre la vida pero, fundamentalmente, sobre los dos grandes misterios que nos hacen y nos deshacen (hay quien dice que también nos rehacen, pero jamás aportan pruebas convincentes de ello): el tiempo y la muerte . Y otro género, que rara vez se tiene en cuenta, el silencio. La música es otro leit motiv de la novela de Palacios, conocido melómano. Y además, trata de un escritor ateo que decide ingresar en un convento a vivir el tramo final de su existencia. Siendo un libro muy culturalista, plagado de citas y lúcidos pensamientos, es de una grata amenidad. Se lee no de un tirón (en realidad, ni siquiera los de Agatha Christie o Stephen King se leen de un solo tirón) pero sí que apetece regresar a él cada tarde, noche o mañana (los horarios de lectura son personales e intransferibles). El tono es conversacional y Amador siempre fue y sigue siendo, como decía Gabo , de vinos o cafés muy bien conversados. El personaje Aldo nos cuenta los entresijos de su dedicación poética, los maestros que lo guiaron y lo guían, sus amores y desamores, sus viajes más relevantes, con sencillez pero abriéndonos a un mundo que se vive como la crónica de una magna aventura, digamos una crónica de Indias, el descubrimiento del río de las amazonas, pongamos por caso. ¿Qué es toda existencia sino una aventura? Pero además de esa amenidad, encontramos en este libro el rigor de un lenguaje nada pretencioso , compartible por todos, valdesiano modo, a pesar de tratar los temas más arcanos o sublimes. Y el humor, siempre presente. Un humor comedido, elegante con su punto manchego y socarrón. Humor que proviene del humus (¿tendrán la misma raíz humus y hum-or?) postista, que no era sino una humorada, una parodia, de todas las vanguardias pasadas y futuras. Así que Aldo se nos hace trapense , aunque no es practicante ni cristiano siquiera. Comparte su soledad con otras soledades, asiste a un cineclub, sigue leyendo y escribiendo (como para Alberto Caeiro, el heterónimo de Pessoa , ser poeta es su forma de estar solo, de abrazar la soledad). Es consolador sentir la soledad como abrazo. Algunas personas la viven, por contra, como desasimiento, desamparo, frialdad de un hogar sin otras voces ya que las de la televisión. Claro que conviene recordar aquí el adagio de, creo, Bergamín: «Solo como don Quijote, no aislado como Robinson». No, desde luego no es lo mismo. Y nuestro héroe, que trae ecos unamunianos y también de las novelas espiritualmente viajeras de Herman Hesse , recapitula su vida anterior, intensa y viajera, pero sin dejar de hacerse preguntas, de indagar, de reelaborar la existencia en términos de poesía y de extraer poesía de esos años finales, tan desprovistos y tan ricos. Los lectores de 'El abrazo de la soledad' encontrarán un montón de gratificantes sorpresas en sus páginas. Pero ahora no quiero ni debo anticiparlas (destriparlas, horrible versión del spoiler yanqui, aceptada por la RAE, creo,). El libro se abre bajo la advocación de Fernando Pessoa , uno de los poetas guía de Amador Palacios, al que creo ha incluso traducido y, desde luego, leído, releído y estimado. Con heterónimos como el mentado Caeiro o Álvaro de Campos. De este destaca su ridiculización del amor. Todo lo esdrújulo es ridículo, viene a decir. Pero objeto yo a Campos y a Aldo: sin embargo, Amor es palabra ¡aguda! Aquí lo dejamos. Otro poeta muy relevante para Aldo es el precisamente trapense Thomas Merton , un escritor, muy de la afección de Amador Palacios, que hizo el recorrido desde el protestantismo al catolicismo. Y el también cura, si bien heterodoxo, Ernesto Cardenal . Pero más allá de personajes y obras citadas, todas de gran interés, lo que interesa es el desvelamiento, vida vivida, de los procesos y mecanismo de despliegue de las alas de un poeta, esto es, alguien dedicado a explorar y compartir la belleza, a perpetuar el lenguaje de su tribu y su cultura, a iluminar los secretos que nos envuelven. La parte inicial que recupera con admirable plasticidad los años de infancia y mocedades, esa España de los 50-60 tan rica en carencias, es reveladora y emotiva. También la final, con una serena exposición de los achaques y, a pesar de ello, de las ilusiones y la tenacidad de los mayores, que no excluyen episodios de deseo, que hubieran encantado a Luis García Berlanga para su proyecto editorial La sonrisa vertical. Quiero cerrar esta reseña con un fragmento del último poema de Aldo: «Cuando todas las horas se resumen / en una sola hora, / el alma vuela… / el alma entra / en la sombra del vino desahumado / que se bebe, en seguida / de haber llorado ante un espejo / bajo esa arcada que da sed.» Amador Palacios, El abrazo de la soledad, Caballos azules editorial, 2024. (ISBN: 978-84-127660-2-8)