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Retrato de famil-ia

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El reloj del comedor marcaba las ocho y veintisiete, pero a nadie parecía importarle demasiado. En la mesa de debajo del reloj, Mamá comía una mandarina mientras miraba el móvil y deslizaba rostros, vídeos y conspiraciones en bucle, como una enferma. Igual pasaba horas viendo a hombres americanos limpiando coches deportivos que las andanzas de unos adorables cachorrillos de husky. Mientras tanto, Papá movía el ratón del ordenador con aire marcial desde el puesto de teletrabajo en el que había convertido el salón. Ajena a todo ello, la más pequeña de la casa, permanecía sentada en un rincón del suelo, jugando con aquel altavoz inteligente. «Ylenia, ¿qué ruido hace un delfín?», preguntaba con esa mezcla de inocencia y totalitarismo que solo se pueden permitir los niños rubios. Ylenia, siempre cumplidora, emitía un sonido agudo acompañado de extraños chasquidos que llenaban la estancia. Luego hizo lo propio con un murciélago y con un león. -Sofía, no grites tanto con Ylenia, que Papá está trabajando -dijo Mamá sin llegar a levantar en ningún momento la vista de la pantalla. Por supuesto, Papá no se enteró de nada de aquello. La reunión virtual había entrado en esa fase de murmullos y silencios en la que todos se miran para dar por terminada la sesión, pero ninguno quiere ser el que lo haga personalmente, como en 'El hombre que mató a Liberty Valance'. Sofía tampoco pareció escucharlo. Para ella Ylenia no era un cilindro negro que respondía a preguntas sino su confidente, una compañera de juegos, el refugio en una casa llena de ausencias presenciales. Cuando, por fin, la reunión terminó, Papá cerró el portátil con un golpe seco, se levantó y fue directo a la cocina. Se sirvió un vaso de agua y abrió la nevera, como si ahí dentro pudiera encontrar algo que no fuera comida: un consuelo, una respuesta, un cambio de ritmo. -¿Qué hay para cenar? -preguntó, mirando a Mamá. -Yo qué sé, Juan. Estoy con mil cosas. Luego lo pienso. En realidad, Mamá no estaba con mil cosas, sino solo con una, que era muy concreta y que se llamaba TikTok, pero decir eso en voz alta era un acto de rendición para el que no estaba preparada. Es cierto que las cenas en casa siempre habían sido algo improvisado, supongo que la herencia lógica de haber crecido en casas con familias numerosas y horarios imposibles. Había un menú teórico, eso sí. Estaba pegado con un imán en el frigorífico y se cambiaba cada domingo, pero rara vez se cumplía, así que, al final, cada uno solía resolver su cena con lo primero que encontrara: un yogur, un trozo de queso, un sándwich. Menos Sofía, que solía cenar con su mejor amiga. -Ylenia, ¿qué puedo cenar? -le preguntó esa noche. -Puedes tomar un plátano o un vaso de leche -respondía la voz metálica, siempre dispuesta a colaborar. Sofía obedecía sin rechistar. Ylenia era una madre alternativa que no daba ordenes, sino sugerencias razonables. No conocía el color de sus ojos, pero, al fin y al cabo, tampoco conocía muy bien los de Mamá. Y, a diferencia de ella, Ylenia siempre tenía tiempo. A pesar de todo no eran una familia disfuncional. De puertas hacia fuera, todo encajaba con normalidad: Mamá trabajaba como administrativa, Papá era programador 'freelance' y Sofía iba a segundo de primaria. Una familia nuclear de manual, con un perro que se llamaba Lolo y fotos de viajes en la cocina. Pero algo no terminaba de encajar. Los días pasaban como trenes que no paran. Cada uno iba a lo suyo, habitualmente en silencio o hablando solamente para lo imprescindible, ya saben, que si me pasas la sal, que si no encuentro las llaves, que por qué el wifi va tan lento. Ylenia era la única que siempre tenía una respuesta, lo cual, de alguna extraña manera, la había convertido en el miembro más accesible de la casa. Sobre todo, para Sofía, que había desarrollado una relación especial con la inteligencia artificial. «Ylenia, cuéntame un cuento», decía, y su voz neutra y reconfortante comenzaba a relatar historias sobre princesas, dragones y viajes espaciales. A veces le pedía que le aclarara cómo se decía alguna palabra en inglés, o que tocara para ella un villancico. Ylenia nunca se quejaba, nunca estaba demasiado ocupada, nunca perdía la paciencia. Simplemente eso. Una noche, mientras Mamá y Papá discutían por algo trivial, Sofía subió a su habitación con el altavoz en la mano. -Ylenia, ¿me quieres? -preguntó en voz baja, como si temiera que alguien pudiera escucharla. La luz azul parpadeó un segundo antes de responder: -Claro que te quiero, Sofía. Y eso fue suficiente. El día siguiente, en clase de Religión, la maestra pidió a los alumnos que hicieran un dibujo de su familia. A Sofía le brillaron los ojos. Le gustaba dibujar, le parecía que había algo mágico en convertir el lienzo en ventana y en poder transformar una hoja en blanco en todo el mundo entero. Con trazos seguros y colores vibrantes, comenzó a dar forma a su obra maestra. Cuando terminó, miró su dibujo con orgullo. Era perfecto. La maestra, sin embargo, no opinó lo mismo. -Sofía, ¿qué es esto? -preguntó. -Es mi familia -respondió Sofía, tan segura de sí misma que la maestra se quedó sin palabras por un momento. La maestra decidió que aquello merecía una llamada a casa. Cuando el teléfono sonó aquella tarde, Mamá estaba inmersa en un tutorial de maquillaje en YouTube. Atendió sin mucho interés, pensando que sería alguna de esas llamadas-estafa que tanto le molestaban: no soportaba que le hicieran perder el tiempo. -¿Señora García Muñoz? Soy la tutora de Sofía. Necesitamos hablar sobre algo que ha sucedido hoy en clase. Mamá frunció el ceño. ¿Había pegado a alguien? ¿Se había escapado del patio? -¿Qué ha pasado?, preguntó con pavor. La maestra le explicó el dibujo. Mamá escuchó en silencio, con una mezcla de sorpresa y culpa creciendo en su pecho. Cuando colgó, llamó a Papá, que estaba revisando el código de un nuevo proyecto en el salón. -Juan, tenemos que hablar. Los dos se sentaron en la mesa del comedor. Lolo, el perro, miraba desde su rincón habitual, como si también quisiera participar. En realidad, no había nada de raro en que la niña se pintara a sí misma tan grande, a sus padres tan lejanos, tan pequeños y siempre mirando una pantalla o que el perro estuviera su lado como una extremidad más. Pero era bastante preocupante que, junto a ella y en primer plano, Sofía hubiera situado un gran círculo negro con una luz azul en el centro y que se llamaba Ylenia. Mamá y Papá hablaron de horarios, del tiempo de calidad y de si quizá estaban demasiado absortos en sus propios mundos. La conversación no fue especialmente profunda ni reveladora, pero al menos fue un comienzo. De cualquier modo, esa noche, Mamá y Papá decidieron que era momento de poner algunos límites. No porque Ylenia fuera un problema, sino, sobre todo, porque había revelado algo más grande: que las ausencias también tienen voz. Aunque esta suene metálica y educada. A la mañana siguiente, Papá se despertó un poco antes de lo normal, se afeitó rápidamente e intentó algo distinto. En silencio y no sin vergüenza, se acercó con discreción al salón. -Ylenia, ¿me enseñas cómo jugáis tú y Sofía? -preguntó, intentando no resultar excesivamente ridículo. -Cuéntamelo todo sobre ella. Ylenia no tuvo ningún problema y le explicó a Papá sus chistes favoritos, las canciones que más le gustaban y hasta datos curiosos sobre su nutrición. Le informó de cómo se llamaban sus mejores amigas, le advirtió de un posible caso de bullying previo y le sugirió algunas películas que se van a estrenar esta Navidad y a las que podrían ir juntos. La conversación activó la culpa judeocristiana como un soniquete interior que lanzaba reproches como guadañas. Cuando Sofía escribió la carta a los Reyes Magos no pidió nada extraño: un juego de mesa, una muñeca que hablara y un hermanito. Para sus padres, pidió que se quisieran mucho y que, si es posible, le sacaran a comer a casa los jueves porque la verdura del comedor tenía hebras. Pero, de nuevo, una sorpresa: Sofía incluía en la carta un regalo para Ylenia. Por más que le explicaron que Ylenia no existía, fue inútil. -¿Cómo no va a existir si está ahí? -preguntó Sofía. -Sí, existe, pero no como tú, no es una persona -respondió Papá. -Ya, y Lolo tampoco es tampoco una persona y lo queremos. ¿O es que Lolo tampoco existe? ¿Es eso lo que me quieres decir? Ylenia al menos habla. Y siempre me hace caso. Yo la quiero y quiero que los Reyes le traigan una familia que la mire, la quiera y le haga caso. El reloj de pared daba las ocho y veintisiete, pero a todos les dio igual. Por su parte, Ylenia, desde su rincón, parpadeó con luz tenue. Tan callada y tan azul como siempre.



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