El señor López era feliz. Nada le faltaba de cuanto pueda apetecer un ser humano: buena salud, buen sueldo, buena esposa, buenos hijos y buenas amistades. Pero, como no hay felicidad completa en esta vida, le faltaba algo en cuya carencia le producía una inquietante desazón: el teléfono. Cada vez que tenía necesidad de comunicarse urgentemente con alguna persona, o de interesarse por la salud de algún enfermo, o simplemente de pedir a la tienda de comestibles algún producto, se lamentaba de no poseer en su casa el maravilloso aparato cuyos hilos podían ponerle instantáneamente en relación con todo el mundo. Aumentaba su comezón, deseosa de teléfono, la sensación de infantil envidia despertada en su espíritu cuando algún amigo le ponderaba las ventajas de su posesión. -En media hora he resuelto esta mañana, sin necesidad de salir a la calle, varios asuntos que hubieran requerido muchas horas, muchas esperas en las oficinas, muchos paseos y muchas pesetas abonadas a los taxistas. Le contaba cualquier conocido, sin saber que su ponderación incrementaba las apetencias posesorias del aparato. Y cuando algún anuncio comercial le llegaba por correo enterándole de que sólo tenía que marcar las siete cifras mágicas de un abonado para que le fueran servidos en su domicilio los artículos que anunciaba, le parecía una burla sangrienta. Pero no podía luchar contra el destino. Lo tenía solicitado hacia muchos meses; había hecho innumerables gestiones para conseguirlo; había pedido el apoyo de personas influyentes, y unos y otros le habían asegurado que la Telefónica estaba deseando instalarle el servicio, y que lo haría en el acto no bien dispusiera de un hilo libre. Llegó al cabo el momento feliz. Unos operarios se personaron en su casa con todos los útiles necesarios, y él con su familia pudieron seguir por turno, con tanta satisfacción como impaciencia, sus manipulaciones interesantes, hasta que pudieron presenciar cómo los empleados conversaban con la Central: -¿Suena bien la llamada? -¿Me oye usted bien? Y por último: el Sésamo abre que les anunció: -Ya pueden ustedes comunicar cuando quieran. Su júbilo le llevó a salir con los instaladores hasta la puerta para demostrarles su gratitud; pero deseando volver al aparato para estrenar el teléfono. Más no estaba reservada para él la inauguración del servicio. Cuando llegó al pie del aparato, halló inaugurándole a su hija mayor. Hizo un gesto de contrariedad y se dirigió a su despacho. El señor López tenía seis hijas, ¡seis hijas! Acompañamos al señor López en la honda y presumible contrariedad de su paternal espíritu. Transcurridos unos minutos, se dirigió nuevamente al teléfono para viceinaugurar el servicio. Al acercarse oyó que aún dialogaban utilizándole, pero vio con sorpresa y con disgusto que ya no era su primogénita la parlante, sino su hija segunda, y que su hija tercera esperaba sonriente a que aquélla terminara para ocupar su puesto. El señor López, malhumorado e impaciente, se dirigió a las dos para mandarles: -Tú termina pronto. Y tú aguardarás a que hable yo antes de posesionarte del auricular. Tengo derecho, ¿no? Pues avisadme. Y se volvió a su despacho. Apenas se había sentado, se asomó a la puerta de la tercera de sus sucesoras para informarle: -Ya está libre el teléfono. El señor López salió del despacho precipitadamente. ¡Por fin! Pero no contaba con la huésped. Esta era la cuarta de sus hijas que comunicaba. -¡Otra vez!, exclamó. No quiero llevarme más berrinches. ¿Están tus dos hermanas por aquí? -Esperando que termine Leonor. -Pues que vengan a formar cola, y que hablen una tras otra cuando Leonor termine. Luego hablaré yo, y así quedará cumplida la divina promesa: los últimos serán los primeros. Y se volvió a su despacho. Cuando ya creyó que sus hijas habrían satisfecho sus anhelos de celebrar conversaciones telefónicas, salió de nuevo al pasillo y vio que comunicaba su mujer. -¿No querrá servirse también del teléfono alguna de las muchachas?, preguntó con rabiosa ironía. -Tienes razón; perdona. Estaba deseando decir a mi hermana Felipa nuestro número. Acabo en seguida. -Pues avísame cuando termines para que, por fin, me toque a mí la vez. Mal empezamos. A ver si tengo que arrepentirme de haber solicitado el teléfono. Al poco rato, se asomó doña Clotilde al despacho para informar a su marido: -Ya tienes el teléfono libre. Y el señor López salió de nuevo para tratar de utilizarle. Descolgó el auricular y se dispuso a marcar un número; pero resonó en el aparato una voz que preguntaba: -¿Las señoritas de López? Y, sin contestar, devolvió 'malhumorado' el auricular a su sitio. Hasta después de la cena no pudo telefonear. El señor López tenía seis hijas, como quedó dicho. Las seis ya vinculadas a seis yernos en perspectiva. Ellas habían utilizado el teléfono para llamarles, por turno tan violentamente discutido como el que se guarda, los domingos ante las taquillas de los cines. Los futuros yernos del señor López no estaban en sus casas, y su ausencia dio lugar a seis llamadas suyas cuando regresaron a sus domicilios y les entregaron, escrito en sendas notas, el número mágico, «Sésamo, ábrete», que les permitiría ponerse en relación verbal con las protagonistas de sus relaciones amorosas. Por eso estuvo largas horas ocupada la línea, para exprimir hasta su agotamiento la paciencia del señor López. Al mediodía siguiente ya le fue posible, al jefe de la familia, sostener con sus hijas el siguiente diálogo a la hora del almuerzo: Reglamentó el señor López: -Como el teléfono es una necesidad y casi una exigencia de todos y cada uno de los presentes, hemos de someter a condiciones de horario el uso de tan útil invento, de manera que no nos estorbemos unos a otros. Yo tengo que ser el primero, no sólo por mi carácter de padre y de marido, sino sobre todo, porque mis conferencias son, a veces, inaplazables y siempre de importancia. Después viene la madre, no sólo por su categoría y el respeto que la debéis, que así lo pide, sino porque las necesidades de la casa exigen a veces disponer con urgencia del aparato. Por último, estáis vosotras, con seis posibles futuros maridos al margen, para quienes el hilo del teléfono puede ser cadena de permanencia y esclavitud. Os reconozco el derecho de poneros en comunicación con vuestros galanes para facilitar la necesaria consolidación de vuestras relaciones amorosas. Sólo hace falta distribuir las horas de manera que no coincidamos unos con otros. Vuestra madre y yo tenemos que disponer libremente del teléfono todo el día. Vosotras repartiros las horas nocturnas para celebrar vuestras conversaciones. -Papá: Guillermo no tiene teléfono en casa, y sólo me puede llamar desde la oficina. No puede hacerlo de noche. -Que llame desde un bar. -Papa: Fernando... -He dicho mi última palabra. Resolver las dificultades es cosa vuestra. A pesar de haber dicho el señor López su última palabra, no pudo decir ninguna por teléfono durante los días sucesivos. Una vez era un recado urgente; otra era una pregunta que en la comunicación precedente se había quedado pendiente del hilo y ahora circulaba por él...; otra posterior era... El señor López se convenció al cabo de que seguía tan aislado del mundo como antes de haberle sido instalado el teléfono. Ítem más: de que antes vivía en paz, y ahora estaba en guerra perpetua con sus hijas, sin sosiego posible. Y tomó una resolución heroica: encargó a un carpintero una caja de madera con su llave que hiciese imposible la utilización del aparato. Hasta se recreó pensando vengativo en las rabietas de sus hijas cuando sonara el timbre, como un cautivo que pide auxilio desde su encierro, sin que nadie le atienda. Padeció entonces un martirio insospechado. Constantemente tuvo que acudir al teléfono; sacar la llave del bolsillo; abrir el nicho en que lo había enterrado, y oír una voz que preguntaba en el auricular: ¿La señorita Leonor?; o ¿la señorita Marta?; o... De todos modos, era preferible pasar el día escuchando llamadas, a las que no contestaba jamás, a no poder él hacerlas nunca. Transcurrieron así dos días. El tercero le requirió, muy angustiada, su esposa, para que le diese la llave del nicho. Se había terminado el aceite y tenía que llamar a la tienda para que mandaran con urgencia dos o tres litros. El señor López buscó y rebuscó en la chaqueta, en el chaleco y en el pantalón, inútilmente. Por fin, confesó desolado: -¡Al sacar algo del bolsillo he perdido la llave!