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Falete me odia

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Suena la canción 'Bravo', de Falete, en mi móvil. Me gusta despertarme con alguien cantando que, me odia tanto, que él mismo se espanta de su forma de odiar. No se me ocurre otra razón, que no sea un odio visceral, para que alguien quiera despertar a otro a esas horas. Apago la alarma. O eso intento, porque nunca lo logro: la aplazo. Falete vuelve a odiarme. Me sorprendo. Como si eso no ocurriese cada día desde que utilizo como despertador el teléfono y no haber logrado una sola vez apagarla a la primera. Arrastro los pies, y con ellos el resto del cuerpo, hasta la cocina. Preparo café. Abro la aplicación y sintonizo la radio para escucharla mientras me ducho, mientras me seco, mientras me visto, mientras lleno la mochila de cosas que, en su inmensa mayoría, no voy a necesitar. Me pongo los cascos y salgo de casa escuchando las noticias. Entro en Mibardesiempre dando los buenos días (más bien, farfullando algo parecido). Me siento en mi mesa, siempre me siento en la misma, y empiezo a sacar cosas de mi mochila. La inmensa mayoría de ellas no las voy a necesitar. Un café con leche se ha materializado junto a la funda de mis gafas de cerca. Estoy casi segura de que lo ha preparado y depositado allí mi camarero favorito sin que yo lo haya pedido. Justo cuando voy a darle el primer trago, suena mi teléfono. Es mi amiga B. Comentamos una columna de opinión de nuestro columnista menos favorito. Nos reímos. Arranco el artículo que tengo que entregar hoy, busco en el móvil las notas de voz que me mandé a mí misma para no olvidarme de nada. Detesto escucharme, así que las paso a más velocidad para acabar antes: parezco un pitufo. Llamo a la representante de la actriz C. Hablo con ella (con la actriz, no con la representante) sobre los siete pecados capitales. No es una excentricidad mía, es para la entrevista de la contraportada de los miércoles. Ella está en Madrid y yo en un pequeño pueblo de la Tramuntana, pero es tan simpática que podría parecer que somos viejas amigas y estamos tomando cañas en Santa Ana, hablando de nuestras cosas. Llama un teléfono desconocido. No lo cojo. Vuelve a llamar. Lo cojo. Es un mensajero para decirme que me trae un paquete y que no estoy en casa. Lo primero no lo sabía, lo segundo sí. Le digo que venga al bar. Un mensajero (lo sé por su uniforme) entra en el bar y le da un paquete al camarero que está en la barra, diciéndole que es para mí. El camarero firma y me lo trae a la mesa. Es mi camarero favorito, el que hace un rato preparó y depositó sobre mi mesa un café con leche, tal como a mí me gusta, sin que yo se lo pidiera pero sabiendo que lo quería. Es hora de mi tercer y último café con leche. Si me tomo más, me pongo insufrible; si me tomo menos… no sé lo que pasa si me tomo menos porque nunca me he tomado menos. Mañana lo intento. Recuerdo que tengo que sacar los billetes para volar a Madrid en cinco días. Abro la aplicación de la compañía, los compro, hago el check-in. Me mando un wasap a mí misma para recordarme a qué hora tengo que estar en el aeropuerto y qué día. Me llama mi vecina para preguntarme cuándo recibimos el café de pastel de calabaza que compré para las dos. No lo compré. Le digo que en tres días. Mando un mensaje para encargar, esta vez sí, el café de pastel de calabaza. Pido tres paquetes, facilito mi dirección, pago. Llegará en tres días. ¡Bien! Sin necesidad de que yo diga nada, y mientras sigo trabajando, mi camarero favorito se lleva mi taza vacía dejando en su lugar un tercio. Le quiero mucho. Le hago una foto. La edito con corazones. Se la mando. Se ríe detrás de la barra. Me río en mi mesa. Empiezo a meter todas las cosas, la mayoría de las cuales no he necesitado, en mi mochila. Me pongo el plumas, me acerco a la barra, no encuentro mi cartera. Recuerdo en qué lugar de mi casa la he dejado exactamente. Pago con el móvil. Gracias, señor, por este invento. Llama mi madre justo cuando estoy en la puerta de casa, revolviendo en mi mochila y tratando de encontrar las llaves. Le cuelgo, aunque sé que me juego con eso la herencia y algún reproche cuando menos me lo espere. Sigo buscando. No las encuentro. Sigo buscando. No las encuentro. Sigo buscando. No las encuentro. Llamo a mi amiga O. que tiene una copia. Está en su casa, voy a su casa. Entro por fin en la mía con las llaves de mi amiga. Veo mis llaves en cuanto entro, encima de la mesa, junto a cuatro monedas, una goma del pelo y dos gomas de borrar. Les hago una foto y se la mando a O. Me contesta con un emoticono que se tapa la carita con las manos, dos con la sonrisa torcida y una cámara de cine antigua. ¿Por qué me manda una cámara de cine antigua? Le pregunto por qué me manda una cámara de cine antigua, me dice que es un abrazo. Pido con el móvil cita con el oftalmólogo, me acabo de autodiagnosticar presbicia: yo sigo viendo una cámara de cine antigua y necesito una segunda opinión. Después de abrir la nevera y la despensa tres veces y no ver nada que me apetezca, llamo al único restaurante que trae comida a domicilio hasta este pueblo. Es un tailandés. Me da igual. Pido rollitos, un curry y tom yum goong, que no sé lo que es y me lo acabaré dejando sin probar en cuanto descubra que es una sopa que huele a picar como un demonio. Me apetece una siesta. Programo una alarma. Falete me odiará en exactamente treinta minutos, ni uno más ni uno menos, deseando que ni muerta tenga calma. Efectivamente, Falete desea que, después de que muera, no haya para mí un lugar. Preparo una infusión, no me la tomo. Llama mi madre. No sé si cogerlo o lanzar el teléfono muy lejos y decirle a mi hermana que le diga que me lo han robado. Lo cojo. Pongo el manos libres mientras habla y voy poniendo una lavadora. Consigo colgar mientras finjo interferencias. Llamo a mi amiga T. para decirle que llegaré a Madrid en cinco días, después de comer. Me dice que vendrá a buscarme en coche. Le paso captura de pantalla con la hora y un gif de una niña rubia lanzando besos. Me manda un sticker de Jason Momoa haciendo un corazón con sus dedos, le mando un sticker de mi misma levantado una pierna, me manda un sticker de ella dándome un beso. Paramos. Hace buen tiempo. Decido escribir en el jardín. Justo donde quiero ponerme, donde da el solete, no llega el wifi. Activo en el teléfono el punto de acceso portátil. Transcribo la grabación de la entrevista a Clara Lago. Suena el teléfono. Número desconocido. Resulta ser un mensajero, otro, que lleva un rato llamando al timbre. Que si no estoy, dice. Le digo que sí estoy mientras entro en casa, me acerco a la puerta, le abro. Es un libro. Recuerdo que me he olvidado el otro paquete en Mibardesiempre. Les mando un wasap preguntando y me contestan que sí, que allí está. Mañana lo recogeré. Recibo un sms. Solo mi amigo J. y mi amigo R. me envían sms porque no tienen WhatsApp. Es R. Solo pone «tengo un cotilleo». Le llamo. Sí, tiene un cotilleo. Salgo al jardín y ya no hay sol. Ya no me apetece escribir aquí. Subo al estudio. Llama mi jefe, le pregunto si he roto algo. No he roto nada, pero mañana me voy a Barcelona. Saco un billete desde la aplicación para mañana a las once. Hago ya el check-in y le mando un mensaje pidiendo un aumento de sueldo. Me manda un JAJAJAJAJA en mayúsculas. Lo interpreto como una negativa. Estoy en el supermercado cuando me dice mi compañero de Opinión que no han recibido mi columna todavía. Entro en mi correo desde el teléfono y lo reenvío. Confirmo que esta vez lo han recibido con un mensaje. Justo en ese momento, me llama mi sobrino de seis años con el teléfono de su madre para decirme que tiene muchas ganas de verme. Antes de pagar las patatas, los huevos y el turrón de chocolate, he sacado un billete de tren para ir a Valencia desde Barcelona en lugar de volver a casa. He cenado tortilla. No era mi mejor tortilla. Me despierto en el sofá con un gato encima y la tele puesta con una serie insufrible. No encuentro el mando, así que la apago con el móvil. Me arrastro hasta la cama y me pongo en el teléfono un pódcast sobre asesinatos para dormirme de nuevo. Falete me odia.



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