Uno a uno, los magnates, fundadores y dueños de las grandes tecnológicas han emprendido el éxodo desde la deteriorada y decadente San Francisco hacia la luminosa Palm Beach, en Florida. Allí, bajo el brillo ostentoso de su majestuosa mansión dorada, un patrón nuevo pero ya conocido dicta las reglas. Los mismos que una vez vetaron a Donald Trump de sus plataformas, declarándolo un peligro para la democracia y convirtiéndolo en el mayor exiliado digital del mundo -más censurado incluso que los dictadores de Venezuela, Rusia, China o Cuba-, ahora hacen fila en Mar-a-Lago. Se presentan humildes, inclinando la rodilla, para ofrecer un nuevo comienzo bajo su sombra. Nadie quiere quedar fuera del círculo de influencia. Mark Zuckerberg , fundador de Facebook y presidente de Meta, se acercó en noviembre al presidente electo con un cambio de tono que incluye críticas apenas veladas a la anterior administración. En un 'podcast' reciente, Zuckerberg confesó , con aire de arrepentimiento, haber cedido a las presiones de la Administración Biden para censurar mensajes relacionados con la pandemia. Afirma que los tiempos han cambiado: M eta ha desactivado las herramientas de verificación que, hace cuatro años, se usaron para bloquear a Trump bajo acusaciones de difundir desinformación sobre fraude electoral e incitar a la violencia. Su mensaje parece claro: un intento de reconciliación con quien regresa al poder. La penitencia por ofensas pasadas tiene un precio, y Zuckerberg lo sabe bien. No se limitó a expresar su cambio de postura, sino que, a través de Meta, realizó una donación de un millón de dólares al fondo inaugural del presidente electo, destinado a financiar los eventos y actividades relacionados con la toma de posesión. No fue el único en buscar reconciliación. Jeff Bezos , fundador de Amazon y propietario de 'The Washington Post', también hizo un gesto significativo hacia Trump. Durante la campaña, Bezos sorprendió a Washington al impedir que el periódico, conocido por sus editoriales de izquierda, publicara como hace en cada elección desde 1976 un apoyo explícito a un candidato presidencial. Sin sorprender a nadie, el diario iba a pedir el voto para la demócrata Kamala Harris, y la censura de ese editorial desató una revuelta en la redacción. Sin embargo, poco pudieron hacer los periodistas frente al hombre que ha mantenido a flote al medio pese a las descomunales pérdidas financieras. Bezos, quien hace meses dejó la costa oeste para instalarse en Florida, también acudió a cenar con Trump en Mar-a-Lago antes de fin de año. Al parecer, entre los magnates tecnológicos ha corrido la voz de que una donación de un millón de dólares para los festejos de la investidura es una forma eficaz de congraciarse con el nuevo presidente. Zuckerberg abrió el camino, y Bezos lo siguió. Poco después, Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, siguió el mismo camino, dejando claro que en este nuevo tablero político las alianzas se consolidan con cheques y gestos estratégicos de reconciliación pública. Altman, una figura clave en el panorama tecnológico actual y artífice del éxito de herramientas como ChatGPT, no solo aportó al fondo inaugural de Trump, sino que también aprovechó una reciente entrevista en Bloomberg para alabar al presidente electo, consciente del valor que Trump da al elogio. Durante la conversación, Altman destacó los planes de Trump para expandir la infraestructura energética en Estados Unidos, argumentando que esta iniciativa será clave para que los centros de datos, esenciales para el funcionamiento y desarrollo de la inteligencia artificial, sean más autónomos y eficientes. «Estoy muy de acuerdo con el presidente», dijo. Todas estas figuras, que hasta hace poco eran pilares de la resistencia anti-Trump y abanderados de la estrategia digital para filtrar y controlar pronunciamientos considerados anatema político, ambiental, cívico o científico, han cambiado de rumbo. Zuckerberg, por ejemplo, ahora lamenta abiertamente cómo altos funcionarios de la Administración Biden llamaban a Facebook con exigencias cada vez que se publicaba alguna supuesta exageración o mentira sobre la pandemia o el fraude electoral. La escena en Mar-a-Lago se ha convertido en un desfile de reconciliaciones, y no solo Zuckerberg o Bezos han pasado por allí. También Bill Gates, fundador de Microsoft , se unió al peregrinaje hacia Florida. Todos estos cambios parecen inspirados por alguien que hizo su conversión mucho antes: Elon Musk . El dueño de Tesla, SpaceX y X (anteriormente Twitter) pasó de ser un crítico acérrimo, rechazado en los primeros años de Trump, a convertirse en uno de sus aliados más cercanos. Ahora, Musk no solo es bienvenido en Mar-a-Lago, sino que es considerado un consejero áulico y casi parte honoraria de la familia Trump . Su capacidad para adelantarse a los vientos políticos y reconducir sus relaciones parece haber marcado el camino para otros titanes tecnológicos que buscan su lugar en el nuevo orden. El propio Musk va a tener una influencia desmedida al frente de un departamento cuyo objetivo manifiesto es única y exclusivamente aplicar recortes en el gobierno federal para hacerlo más ágil, menos burocrático, más tecnológico. Claramente, nadie en Silicon Valley quiere quedarse fuera de este nuevo orden. Musk no solo ha ofrecido a Trump consejos y buena sintonía, sino que ha jugado un papel decisivo en su victoria en uno de los estados clave para su reelección: Pensilvania. En una maniobra estratégica, Musk llegó a trasladarse temporalmente al estado, demostrando un compromiso personal poco habitual en figuras de su nivel. Además, organizó una operación masiva en la que contrató a decenas de jóvenes a quienes incentivaba con sorteos diarios de un millón de dólares. Su misión: recorrer el país difundiendo la buena nueva del trumpismo y registrando nuevos votantes en cada rincón posible. Este despliegue no solo reforzó la base de votantes de Trump, sino que consolidó a Musk como un aliado indispensable en el nuevo panorama político estadounidense. Los demócratas, desgastados por los últimos años, nunca se perdonarán haber subestimado a Elon Musk. En los pasillos de Washington se murmura que la animosidad de Musk hacia el presidente Joe Biden tiene su origen en un desaire al inicio de la administración demócrata. Biden, en un gran acto para promover los coches eléctricos, decidió invitar únicamente a representantes de empresas tradicionales como Ford y General Motors, dejando fuera al fundador de Tesla. Fiel a su inclinación por los sindicatos y su lealtad a la industria clásica, el presidente optó por ignorar al sudafricano, conocido por su carácter provocador y polémico. La reacción de Musk fue inmediata y clara: un enfado que, dicen los conocedores, marcó un punto de no retorno. Musk, se sabe, no es alguien que olvide o perdone con facilidad, y aquella afrenta cimentó su alejamiento definitivo del Partido Demócrata. Todo este cortejo al nuevo rey no está exento de tensiones y conflictos internos. Una facción del trumpismo, más inclinada hacia el nacionalismo que hacia la tecnología, mira con recelo la dependencia de las grandes empresas en mano de obra cualificada extranjera. Musk, por su parte, defiende vehementemente la necesidad de mantener abiertas las puertas a ingenieros y talentos excepcionales procedentes de India, China y otros mercados competitivos, argumentando que la innovación americana depende en gran medida de esta diversidad. Por eso, ha chocado con otros aliados cercanos a Trump, que priorizan políticas más restrictivas en inmigración y prometen guerra por ello.