Una bombona de butano atranca el acceso de un estadio de otra época. Su inscripción metálica, a la que le falta alguna que otra letra, es la bienvenida a una instalación paralizada en el tiempo. Quien entra se encuentra con un recinto asolado, que sólo da muestras de vida en una de sus esquinas, donde un señor malvive entre ropa tendida, sartenes a medio limpiar y cuatro paredes para protegerse del invierno. El resto, un polideportivo sin porterías, focos sin cables y baños sin grifos. «No queda nada, en apenas cinco años se han llevado todo», cuenta un vecino que durante este tiempo ha tratado de proteger la instalación por la cercanía de su chalet.