Educar espíritus libres

Algunos piensan, erradamente, que el pensamiento crítico está compuesto de una serie de estrategias, como si se tratara de coger el utensilio adecuado de la caja herramientas. Nada de eso. La cosa no es tan sencilla.

De hecho, podríamos decir que el pensamiento crítico constituye una actitud, lo cual no tiene nada que ver con el cultivo del escepticismo radical, sino todo lo contrario. Dudo mucho de que se pueda pensar de forma crítica sin partir de una humilde pasión por la verdad.

Las apariencias engañan; los titulares de los medios intentan manipularnos; es saludable comprobar la vuelta y sumar detenidamente la cuenta. Ojo con los tópicos y los lugares comunes. Revisa, antes de aceptar algo como verdadero, si en su conclusión no has sucumbido, víctima de la irracionalidad, a uno de esos malditos sesgos que perturban nuestra forma de ver las cosas.

Algunos de estos consejos pueden servir, pero pensar críticamente es ser capaz de formarse una idea propia de las cosas, sin que quepa colegir de ahí que cuanto más original y excéntrico, más madura tu reflexión. En esto, puede ocurrir como en el chiste: a fuerza de ser originales, quizá pensemos que todos están equivocados por ir en contra de nuestra dirección, cuando los imprudentes, en realidad, somos nosotros.

“Pensar críticamente es ser capaz de formarse una idea propia de las cosas, sin que quepa colegir de ahí que cuanto más original y excéntrico, más madura tu reflexión”.

En este sentido, aunque la ciencia es una bendición, nada más perjudicial que su exceso. El cientificismo es una patología bastante extraña porque contraemos el virus sin saber muy bien cómo. Por ejemplo, hay personas que recurren a los datos como si fueran un dogma, cuando sabemos que, en un mundo tan estadístico como el nuestro, se puede no solo obtener como se quieran, sino interpretar de acuerdo con las inclinaciones de cada uno.

El pensamiento crítico no requiere más que lecturas en abundancia y mejor digeridas; la sabiduría, de igual modo, es un temple espiritual. En ninguno de esos casos se precisa acumular información sin ton ni son. Se requiere cultura, es decir, cultivarse y formarse.

Pensemos en los cambios de los planes de estudios. Siempre que se anuncia alguno, los profesores nos echamos a temblar. La preocupación no tiene que ver solo con la suerte que le deparará el BOE a nuestra disciplina, sino con una acusada tendencia histórica: los cambios siempre han sido a peor.

¿Acaso no dice todo el mundo que estaban mejor preparados nuestros padres o abuelos, cuando estudiaban un bachiller infinito y tenían que afrontar exámenes orales o mostrar su dominio del latín ante un tribunal? Y no les ha ido mal. Peor preparados -mucho peor- estamos quienes nos hemos educado bajo siglas cada vez más ridículas o exóticas.

¿Quiere fomentar el pensamiento crítico? Fomente el estudio. No, no los juegos. No, no el aprendizaje colaborativo ni las presentaciones. Ni mucho menos entrene a los niños en el empleo de la IA. Obligue a aprenderse de memoria los ríos y la orografía española, la lista de los reyes godos, la tabla periódica y otro sin fin de cosas.

“Los individuos que aprenden cosas sin aparente valor -como música o arte- son los que con más vigor se rebelan cuando alguien pretende comprarles el alma”.

¿Pensamiento crítico? Tenga en cuenta que ciudadanos más formados y cultos, son menos vulnerables. Sepa que los individuos que aprenden cosas sin aparente valor -como música o arte- son los que con más vigor se rebelan cuando alguien pretende comprarles el alma. ¿Hay algo más crítico que un hombre o una mujer libre?

A la educación le ha pasado lo que a muchas otras cosas: en lugar de poner su reforma en manos de quienes las cultivan con esmero y cuentan con el bagaje de la experiencia, hemos dejado su control a los teóricos. Quienes saben de educación -y perdón a quien se ofenda- no es un pedagogo; es un profesor, cuando más veterano, mejor.

Que la educación la decidan expertos que no han cosechado éxito alguno en el aula es como dejar la alineación de la selección en manos de la grada, quitando competencias al entrenador. Y la educación es una “praxis”, término que no alude a nada marxista, sino a esa constatación de que la excelencia se alcanza con la práctica, con el día a día.

Valgan, de ejemplo, unos cuantos consejos para que en casa puedan ayudar en la formación de espíritus libres. Deje que los niños jueguen. Dejen que los niños se aburran. Deje que los niños tengan amigos y se peleen y se reconcilien. Reconózcales sus méritos, pero también díganles en lo que se equivocan. Su autoestima no requiere ni quitar importancia a las equivocaciones ni eliminar los castigos: solo transmitirles que el amor que sentimos hacia ellos no depende de sus éxitos.

Si desea que no acaben siendo marionetas guiadas por los hilos de las opiniones mayoritarias, ayúdelos a amar la lectura, a aprender por amor, sin importar las notas y sin atosigarles por el futuro profesional. Y créanme: da igual lo que lean, lo relevante es que cosechen hábitos que les ayuden a poblar su vida interior, aficiones y aspiraciones más allá de las que puedan tener los profesionales obsesionados con el trabajo.

Asimismo, transmítale admiración, especialmente a los mayores, a los que saben, a los prudentes. Y si necesita un profesor particular, huya de los expertos; nada mejor que un profesor ya jubilado, de aire bonachón, con años y años de experiencia. Quizá su hijo no apruebe, pero seguramente aprenderá a ser libre.