De los cuatro gatos a la locura total: la transformación del Orgullo vista con los ojos de un acompañante
Soy el privilegio: soy hombre. Soy blanco y encuadrado como heterosexual. Este 6 de julio, como casi todos los años, iré al Orgullo de Madrid. Y aunque la cartelería del Ayuntamiento se esfuerce por esconderlo será, otra vez, una manifestación y una fiesta a la par.
El Orgullo LGTBI de Madrid ha pasado de reunir en 1995 a 2.000 personas por un carril de la calle de Alcalá mientras el tráfico atronaba a su lado a ocupar el Paseo de El Prado con varios cientos de miles de personas. Una metamorfosis radical para alguien que, al acompañar a los protagonistas, descubrió el activismo, el compromiso y la reivindicación. De la marcha junto a los compañeros que ponían la cara ante las cámaras para proteger a quienes no habían podido salir del armario al gran desfile en el que todo el mundo reclama su selfie.
“Nadie se descuelga”
“Nadie se descuelga. Nadie va solo”. Esa era la consigna en 1995, 1996 o 97 me cuenta Ignacio Blanchart, que fue vicepresidente de la asociación de gays y lesbianas de la Universidad Complutense de Madrid, Rosa que te Quiero Rosa (RQTR), una de las organizadoras de las manifestaciones de la segunda mitad de la década de los 90. “Teníamos que cuidarnos porque habían apuñalado a un compañero mientras pegaba carteles para anunciar la manifestación”.
Conozco a Ignacio desde hace 35 años. Y me cuenta esto porque he pedido a mis amigos y amigas que me ayuden a recordar cómo ha ido cambiando el Orgullo. Muchas veces, desde al lado, las transformaciones más sutiles no se aprecian.
Cuando caminábamos en aquellas marchas, las televisiones y los fotógrafos iban buscando personas que no se taparan la cara. “En las manis de los años 90 nos insultaban por la calle al pasar”, recuerda Rebeca Gómez, que estuvo junto a su novia entre los que crearon RQTR. Ella también está aportando sus recuerdos a este periplo de la memoria. Vaya por delante: en los locales de esa asociación, mientras ayudábamos a pintar pancartas para el Orgullo, Rebeca y yo acabamos convirtiéndonos en pareja.
Estos días basta con teclear en el buscador de internet: “Entradas fiestas Orgullo” para comprobar la cantidad de locales que montan su Pride party para después de la manifestación. Todas con precio a la altura de Nochevieja. Todas se llenan. Ignacio me recuerda que nosotros íbamos a un local llamado La Rosa, al lado de la plaza del Carmen de Madrid, “porque si eras gay, lesbiana, trans o amigo solo podías ir a dos fiestas el día del Orgullo: la de La Rosa o la de Xenon. No había más”. “Amigos” era como nos llamaban a los simpatizantes con la causa.
“La espectacularización de la sociedad no es algo nuevo, aunque ciertamente en los últimos años, cuanto más espectacular sea un fenómeno, más visible se vuelve y más atención se le presta”, me contesta la catedrática de Antropología Social de la UOC y experta en activismos LGTBI, Begonya Enguix. “Siempre he destacado que el Orgullo, además de fiesta, es reivindicación, aunque esa reivindicación sea festiva”.
De repente somos cientos de miles
No recuerdo cuándo la marcha del Orgullo se transmutó en masiva. Veo que en 1999 la policía contó 30.000 asistentes (¡más que lo que calcularon los organizadores!). Ignacio apunta: “El año 2000 fue una explosión. Había muchas carrozas, mucha fiesta, mucha alegría...”. La hemeroteca refuerza esa idea. Ese año, de repente, salimos a la calle 100.000 personas. “Íbamos caminando y grupos de señoras mayores nos aplaudían y bailaban en la acera”, me asegura Rebeca. ¿La verdad? No tengo una imagen nítida de cómo se multiplicaba la dimensión. Décadas después, en mi memoria particular se pasa de un grupito de cuatro gatos a una locura total en 2007 con el Europride.
Por eso echo mano de otro referente con el que he salido a manifestarme varias veces: el que fue redactor jefe de la revista Zero, Mario Suárez. “En la revista empujamos mucho, justo desde 2000, para que el Orgullo creciera al estilo de, por ejemplo, San Francisco. Los meses de junio, la portada ya era muy, muy política, para calentar el ambiente”. Y entonces llegó la ley de matrimonio igualitario en 2005, que convirtió España en una referencia mundial, me recuerda Mario como diciendo: “¿No te acuerdas de eso?”
Siempre unido a los bares
Como no fue posible durante muchos años “la expresión libre y en público de los deseos y pasiones no normativos” los lugares de reunión eran “fundamentalmente bares y discotecas”, explica la antropóloga Begonya Enguix. Algunos de los cuales siguen existiendo y patrocinando carrozas en la manifestación de Madrid. “No olvidemos que el referente moderno del activismo y la lucha LGTBIQ+ es un bar, el Stonewall Inn de Nueva York. Por tanto, lo comercial ha estado siempre muy relacionado con las realidades LGTBIQ+”, analiza.
Lo cierto es que, a lo largo de estos años, el día del Orgullo me inundaba como una mezcla de fiesta y reivindicación. Como una inmersión en el universo LGTBI que, sinceramente, su actual maxidimensión ha diluido en parte. Porque ahora somos mucho más espectadores que participantes. Las vallas que delimitan el recorrido y el larguísimo número de carrozas nos ha ido apartando.
“Cuando nos gustaba una carroza hacíamos la cabalgata con ella. Al son de la música que ponían, coreando cánticos”, evocan Ignacio y Rebeca. Y es cierto que mientras caminábamos por Gran Vía –porque sí, durante algunas ediciones se invadía la Gran Vía– hacíamos temblar el asfalto cantando “que bote Fuencarral”, una de la vías por las que cruzábamos. Admito que es cierto que la muchedumbre era tal al lado de los vehículos que cualquier experto en seguridad se hubiera puesto lívido o perdido las plumas de arriba abajo.
Hay voces que consideran que el Ayuntamiento de Madrid ha terminado por asestar un abrazo del oso al Orgullo. Rebeca, Mario e Ignacio coinciden en que ha habido tiempos peores. Porque mientras Madrid no paraba de recibir visitantes, agrandar su figura de foco de impulso por los derechos y llegar a ser elegida para el World Pride, hubo momentos en los que esa misma administración deseó que nos manifestáramos en un parque periurbano alejado del centro como es la Casa de Campo. Sacó la música de la plaza germinal de Chueca. Obligó a un pregón sottovoce y redobló las multas.
Salir a exigir derechos al tiempo que se baila, se abraza, se besa y se festeja es lo que más huella me ha dejado el Orgullo. Es lo que recuerdo y me recuerdan como su idiosincrasia. Ser partícipe.
“Creo que es una posición improductiva considerar incompatible la protesta con el mercado y la fiesta”, abunda Begonya Eguix. “Ambos no tienen por qué ser contradictorios. De hecho, se refuerzan, puesto que refuerzan la visibilidad de las realidades y las luchas LGTBIQ+ y su reconocimiento. Yo siempre he defendido que la manifestación de Madrid era una manifestación y no un desfile, y que es tan festivo como reivindicativo, aunque incluya cuerpos y carrozas espectaculares y comercializables o comercializados”.
Quizá por el lugar vital de dónde vienen, mis amigues concuerdan en que, durante todo este tiempo, hemos defendido que “cuánto más visibles, mejor” y que “el Orgullo crítico y el oficial son complementarios”.
Tan complementarios que, este año, vamos todos juntos a las dos manifestaciones, una vez más.